(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Recordaba
Kafka, citando el Talmud, que el hombre, como las aceitunas, da lo
mejor de sí mismo sólo cuando es triturado. Dada nuestra condición
sentimental, los hechos se miden a partir del drama que les rodea. Si
uno está en sus últimos días de vida, cada detalle se convierte en
un hallazgo apabullante. Yo aún no me he muerto, aunque estuve muy a
punto de hacerlo hace 17 años, y sé de qué hablo. Pero la ligereza
de vivir en una burbuja anodina hace que seamos cautivos de la
emotividad cruda y la propaganda, no sólo la comercial sino también
la política.
Como
dice Philip Roth, comparando el Occidente democrático con la
Checoslovaquia comunista en los años 80, para nosotros todo vale
pero nada importa. Al contrario que para esos checos sometidos a un
sistema en el que nada valía pero todo cobraba una importancia
dramática: cada acto era decisivo. Por eso, cuando ya nada parece
importar en nuestras burbujas vitales, sumidas en un aturdimiento que
inocula antagonismos, nos las arreglamos para ponerlo todo
frívolamente boca abajo y patrocinar una Tercera Guerra Mundial. Nos
excita más un incendio que una orgía. Desde hace un siglo vivimos
abonados a la hipótesis apocalíptica, a la jeremiada de acercarnos
a un inminente desastre, un colapso definitivo, una degeneración
terminal. Habrá que pensar algún día que, más que intuirlo, lo
deseamos con locura, como ninguna otra cosa codicia nuestro
aburrimiento anémico. Pero, como señalaba Saul Bellow, la verdad no
tiene por qué ser necesariamente hostil al hombre. Alguna incluso
podría ponerse de parte de la vida, como sucede desde hace millones
de años.
Incapaces
de imprimir intensidad a lo cotidiano, requerimos de escenarios
grandilocuentes y virulentos para volver a sentirnos vivos.
Parafraseando a Alvy Singer, se trataría de escapar a lo miserable
consagrándonos a lo horrible, o de caer en la catástrofe huyendo de
la tragedia de la incertidumbre y el desarraigo. De ahí viene todo,
como decía Pascal: no saber estar tranquilos y en soledad en una
habitación (¡sin wifi!). La creencia impetuosa debe venir de fuera
porque por uno mismo ni nos levantaríamos de la cama. Frivolizamos a
la par que sobreactuamos bajo el peso de una emotividad que, al
perder el sentido de lo real, tiende a la bipolaridad y al cisma
gratuito, como si quisiéramos vivir en la Praga de la que hablaba
Roth, con el superficial cambio de ideología correspondiente. Y digo
superficial porque lo esencial no tiene que ver con el credo que
permite legitimar el cimiento dogmático. Al margen de las ideas,
persistiría idéntica exclusión de la diferencia, la verdad
entendida como certeza, la tendencia a la unanimidad. Un deseo de
cadenas.
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