(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares. Foto: El País)
Hoy
en día, presos de la esquizofrenia que lleva desde los medios y los
partidos a sepultar mejoras objetivas, generándose la extraviada
percepción social de que vivimos peor que nunca y vamos directos
hacia la catástrofe, lo mejor es encerrarse el mayor número posible
de horas al día en una acogedora torre de marfil. Pero no tanto para
olvidarse del mundo como para entenderlo mejor.
Si
hace poco les recomendaba La democracia sentimental de Arias Maldonado, no quiero
olvidarme de la minuciosa trilogía sobre el comunismo, Los
enemigos del comercio, recién finiquitada por el gran Antonio
Escohotado. Aunque hoy hablaré principalmente de otro magnífico
filósofo español, José Luis Pardo, que nos ha regalado un Estudios del malestar que desentraña fenómenos fundamentales de nuestra
realidad actual.
Todo
el mundo entiende las corruptelas del partido en el poder, o los
tratos de favor a ex-jugadores de balonmano blaugrana y pícaros
mahoneses (cuyo origen nunca se especifica en los medios de
Baleares), pero son más difíciles de describir ardores como los de
la entrañable panda de Més, al parecer un colectivo dadá,
sentenciando campanudamente que aplicar la legalidad democrática
implica “judicializar la política” y, ojo al dato, “vulnerar
los principios democráticos”. ¿Nos estará animando el finísimo
jurista David Abril a que, para ser verdaderos demócratas en
Baleares, nos pasemos por la entrepierna las leyes del Pacte? Quién
sabe qué se cuece en el interior de mentes tan evolucionadas. Si
dejamos fuera de foco por un momento a la siempre útil psiquiatría,
sobre todo en una era tan paranoica como la actual, la filosofía de
Pardo puede ayudarnos bastante.
Orbitamos
alrededor del malestar y la autenticidad. Entendiendo malestar como
aquello que los más interesados (“conflictivistas”, abonados al
antagonismo persistente) cultivan y exportan, pero ofreciéndose
después para su superación, cual enémisa reencarnación de la
figura del bombero pirómano. Teniendo en cuenta que la solución
siempre vendrá, barriendo para casa, de una vuelta a la supuesta
autenticidad, aquel estado originario que no hace buenas migas con
los complejos inventos de la civilización, esos mecanismos que nos
alejan de nuestra esencia elemental, la que elude todo refinamiento
en beneficio del pendular duelo entre “amiguetes y enemiguetes”
(Sánchez Ferlosio).
De
ahí parten los caminos de ruptura con lo general, el pretender que
lo nuestro, como pueblo sagrado, está por encima de consensos y
mayorías. Lo unilateral como atributo de esa autenticidad que se
salta la ley si conviene, pero que la aplica sin clemencia cuando es
preciso. Y es que el principal problema del sectarismo, como recuerda Pardo, es su
incapacidad para expresarse en términos universales. Sus normas no
pueden generalizarse porque conllevarían un generoso ámbito de
igualdad que no están dispuestos a tolerar.