El 9 de enero de 1993 el doctor Jean-Claude Romand asesinó a su mujer, a sus dos hijos y a sus padres, intentándolo también con su amante. El caso conmocionó a toda Francia, primero por lo escabroso de los crímenes, pero sobre todo por los aspectos que estos incidentes sacaron a la luz: resultaba que el doctor Romand no era médico y que la vida de sus últimos 18 años había sido concienzudamente falseada por él mismo. Un hombre modélico y apacible, sin ningún tipo de antecedente penal, que acaba asesinando a toda su familia justo en el momento en el que estaba a punto de ser descubierto su concienzudo juego de mentiras y engaños. La historia ya generó desde el primer momento un gran seguimiento, pero fue tras el proceso judicial contra Romand cuando sus andanzas fueron retratadas por la literatura, con El adversario de Emmanuel Carrère [1], y por el cine, con el estreno casi simultáneo de dos películas, El empleo del tiempo de Laurent Cantet y El adversario de Nicole Garcia (inspirada en el citado libro)[2] . Carrère, escritor [3], guionista y cineasta, se sintió fascinado por el caso desde un principio; aunque no tenía muy claro cómo articular un trabajo sobre el mismo, sabía que le interesaba más lo previo a los crímenes que éstos mismos [4]. Ante los problemas para contactar con el preso Romand, primero escribe una novela inspirada de cierta manera en el caso (Una semana en la nieve), pero después, con el inicio del juicio, al que asiste acreditado como periodista, y con el contacto que al fin establece con el asesino, da forma a lo que se convierte en un libro difícilmente catalogable, que aúna ensayo, periodismo y relato de terror.
Jean-Claude Romand, nacido en 1954 en el seno de una familia maderera del Jura, fue un chico solitario, sin amigos y con una curiosa habilidad para mentir (en su familia se prohibía la mentira, pero a la vez no se podían decir ciertas cosas, por inconvenientes). Pero es ya en la universidad cuando su ‘verdadera vida’, la articulada por los embustes, empieza a rodar con resuelta autonomía. Atenazado por la responsabilidad de avanzar en la carrera de medicina, decide no presentarse a los exámenes de segundo año. No se ve con fuerzas para seguir; sin embargo, tampoco está dispuesto a abandonar. Resultado: se matricula durante 12 años seguidos en segundo de carrera. Al instante descubre que la vida de mentiroso reporta más beneficios que la que llevaba hasta ese momento, y eso le mueve a seguir con el juego. Incapaz de sospechar en ese momento hasta dónde le conducirá su estrategia, se casa con una prima lejana, con la que tiene dos hijos. No dice nada a nadie, sigue con el juego: supuestamente acaba la carrera y entra a trabajar en la prestigiosa Organización Mundial de la Salud en Ginebra. Cada mañana sale de casa para ir al trabajo, pasando la frontera con Suiza, en dirección a la sede de la OMS... pero en realidad se dedica a vagar por las carreteras, por los bares, por los kioscos, a pasear, dormir en el coche o leer. Así durante 15 largos años. Inventaba viajes a lejanos congresos o seminarios, en Tokio o Sao Paulo, cuando en realidad se encerraba durante días en una habitación de hotel, viendo la televisión. Allí planificaba lo que luego contaría a los suyos, su habitual representación de la vida del supuesto ‘gran hombre’, amigo de políticos y de grandes figuras de la medicina mundial.
Lleva una vida burguesa, pero, claro, como no trabaja carece de ingresos. ¿Qué hacer? Romand va tomando decisiones sobre la marcha y para subsanar el problema económico fue saqueando las cuentas bancarias de personas cercanas: primero de sus padres, luego de su tío, de sus suegros y también de su amante. La natural confianza que transmitía a todos aquellos que lo conocían permitió que nadie controlara las supuestas inversiones que realizaba con sus ahorros. Hasta que su suegro decidió comprarse un Mercedes con el dinero confiado al yerno intachable, pero ese dinero ya había sido gastado. Días después de pedir la recuperación de parte de ese dinero, el suegro fallece al caerse ‘accidentalmente’ por unas escaleras. En ese momento sólo Romand estaba con él. Nadie sospechó nada, hasta que estalló todo el día 9 de enero de 1993. En el juicio no confesó el crimen, aunque sospecha Carrère que le podría costar más reconocer que era un estafador, “que es algo sórdido y vergonzoso, que delitos cuya desmesura le confiere una estatura trágica” (matar a su suegro podría considerarse como algo más planificado y consciente que los crímenes por los que fue detenido). Pero el juego no podía durar eternamente. Ya casi sin dinero, torturado por la relación con su amante Corinne y con algunos puntos de su vida oculta a punto de ser desvelados, Romand asesina a toda su familia disparándoles, uno a uno, con su escopeta [5]: primero a su mujer e hijos, en casa; luego a sus padres en la finca de estos. No se veía capaz de soportar que los suyos llegaran a conocer la magnitud del engaño del que habían sido víctimas directas; antes de perder su cariño y respeto prefirió matarlos. La buena imagen que se tenga de él resulta ser, como siempre en Romand, lo único que importa. Tras los crímenes hace un último intento homicida con su amante, sin conseguirlo. Luego regresa a casa y simula un intento de suicidio. En ese momento es cuando, por primera vez en su vida real, teóricamente renombrada, se convierte en un personaje público. De su casa lo llevan al hospital y de ahí a la cárcel. Condenado a cadena perpetua, que se reduce a 20 años, obtendrá la libertad en 2015.
Tras los crímenes de Romand, y con la consecuente revelación de la falsedad de su vida, todos sus conocidos fueron invadidos por una desconfianza atroz. Los crímenes penetraron en sus existencias como veneno que todo lo emponzoña. Nada escapó a la desconfianza y a la duda; había demasiadas cosas vinculadas a su figura, antes benéfica y ahora maléfica, como para que lo sucedido no les afectara profunda y directamente. La bondad, modestia y sinceridad asociadas siempre al bueno de Jean-Claude se transmutaron de repente en lo contrario; habían sido tocados por un auténtico Satanás presentado bajo formas angélicas. Sin transición alguna, de la confianza pasaron a un abismo que todo lo transfiguró en ansiedad. De repente todos se cuestionaban, atónitos, la confianza, casi fe, que habían depositado en este personaje: ‘¿cómo puede ser que todos estos años no dudáramos de nada?’.
Lo que desde un principio obsesionó a Carrère (y a mí al descubrir la historia) es el vacío profundo e insólito de la vida diaria profesional de Romand. Ya sabemos que no acudía a su supuesto empleo de investigador en la OMS, y también que se dedicaba a vagar por carreteras y autopistas, pero entonces: ¿cuál era el contenido mental de ese vacío que se antoja terrorífico y abisal? ¿Con qué llenaba su cabeza, su vida, en esos instantes donde ningún testigo asistía a la interminable representación de su mentira? Y es que de este caso lo más insólito no son sus terribles crímenes (pues el homo sapiens demens mata desde que tiene conciencia), sino la realidad concreta y opresiva de su deambular solitario sobre el cauce de la nada. ¿Quién era, o qué era, Jean-Claude Romand en esas largas horas de absoluto desamparo, a solas con la cada vez más devastadora realidad de su mentira, de la que sólo él era consciente? Si aceptamos que nuestro ‘ser’ consiste en un ‘ocuparnos con’, Romand, que no se ocupaba con nada más que en dejar pasar el tiempo, carecía totalmente de ‘ser’. No era más que una sombra fantasmal descargada de cualquier tipo de identidad.
Seguramente experimentó el pánico de la primera juventud ante la perspectiva de la continuidad de la vida, de la irreversibilidad del progresar de la existencia y del esfuerzo prolongado que ello implica. La vida empezaba a abrírsele pero él se sentía incapaz de llenar esas expectativas. La clave para su dilema surgió casi sin buscarla: descubrió (al inventarse que padecía un cáncer, recurso al que volvió a recurrir años más tarde) que mentir y ocultar eran herramientas ventajosas para no defraudar. Su vida se convirtió en una representación de engaños, que para sustentarse necesitaban de más engaños, y tras esa maquinaria él se protegió todo el tiempo que pudo. Como señala lúcidamente el propio Carrère, “una mentira suele servir para encubrir una verdad”, pero “bajo el falso doctor Romand no había un auténtico Jean-Claude Romand”. No había doblez, sólo máscara sin nada debajo. Sus mentiras no ocultaban una doble vida, crímenes, espionaje o negocios ilegales, como sospecharon en un principio los investigadores del caso, sino el puro vacío, el abismo desnudo de la existencia, todo aquello de lo que deseaba escapar. “Despojarse de la piel del doctor Romand equivaldría a encontrarse sin piel, más que desnudo: desollado”. Todo se dirigía a aparentar una vida plena para ocultar esa inconsistencia fundamental, aquella falta de sentido ontológico, no ya de su propia vida, sino de toda vida.
Paradójicamente es en la cárcel donde Romand experimenta una cierta redención (psicológica, no social), la que le permite no tener que mentir al conocer ya todos quién es él. Experimenta la liberación de la falta de libertad, es decir, de no tener ni la posibilidad de inventarse nada importante sobre sí mismo. En la cárcel siente su voluntad en paz, doblegada por una fuerza superior [6] ; percibe cómo la esclavitud de su Yo (ese Yo inexistente que requiere de invenciones para alcanzar cierta sustancia) deja de torturarlo. Ya es libre de tener que aparentar; la angustia de la libertad ha desaparecido de su vida. En el juicio también se descubre que lo único que de verdad lo emocionaba eran los perros [7] , aunque, curiosamente, a ninguno de los que tuvo les puso nombre. ¿Cómo puede ser que alguien que ha matado a su familia muestre más emoción por el recuerdo de un perro que por sus víctimas? Si consideramos que en el perro, a diferencia del hombre, no hay Yo, no se hace necesaria la construcción de una identidad personal para sobrevivir, es por ello que tal vez Romand viera en ellos esa ‘liberadora’ carencia de libertad que él estaba empezando a disfrutar en la cárcel.
En lo sucedido con Romand se da algo que podemos encontrar en cualquier ámbito de lo humano y que tiene que ver con la huida de nuestra esencia más profunda: un vínculo indestructible entre la mentira y el crimen. Más concretamente, se muestra la belicosidad agónica que causa toda pretensión de apuntalar y defender una identidad personal autocomplaciente [8] . Todos participamos de la tentación de construir una imagen indulgente de nosotros mismos, a la vez que tratamos de asimilar a esa imagen lo que los demás consideran positivamente. La vida de Romand se consagró a ese único fin, lo que él mismo llamó el “engranaje de no querer defraudar”. De la misma manera, toda ideología o sistema de verdades dogmáticas sólo puede consolidarse en la sacrificialidad que requiere la creación de toda unanimidad; se pretende que todos estén de acuerdo y esa homogeneidad no puede plasmarse más que gracias a la coacción, que en su grado extremo conduce al crimen.
Esta historia parece en un principio muy particular, con escaso grado de empatía para la mayoría, pero yo creo que toca muchas cosas que nos afectan a todos. Por ejemplo, evidencia que el tejido de lo real está saturado de amenazas, tanto externas como internas: las primeras pueden llegar a ser muy aparatosas (accidente de tráfico, explosión de gas, etc.), pero nada iguala en impacto a las amenazas interiores, que son las que más atenazan el espíritu. El suelo siempre tiembla, y en cualquier momento podemos sucumbir a nosotros mismos, no hace falta que suceda nada extraordinario para que ello se dé. Romand vivía con el perpetuo miedo a perderse, a que la ‘máscara personal’ [9]que había confeccionado para sí se acabara derrumbando. Pero es precisamente la articulación de esa máscara, que en teoría es lo que le permitía sobrevivir, aquello que paradójicamente acaba dibujando el mapa de su desastre. La peor destrucción es la interna, la centrífuga, pues no permite culpabilizar a nadie y toda su eclosión es hacia dentro, por lo que nos enfrenta a nosotros mismos, a la interioridad de nuestra violencia. Vivimos sobre un alambre, en un abismo psíquico que tratamos de ocultar mediante creencias, valores o ideas, pero nada puede esconder la realidad abisal de la existencia; nuestra raíz es una fosa sin suelo en la cual nada puede arraigar permanentemente. El caso Romand ahonda en la máxima cuestión de toda filosofía: ¿quiénes somos? Él, como todos, confiaba en conocer o en llegar a saber la respuesta, pero la pregunta regresaba constantemente, siendo al final ya algo inaplazable y devastador, pues la ‘verdad del hombre’ es siempre devastadora, sobre todo si se trata de ignorarla. Vivimos tan de cara al prójimo, sea para demonizarlo o para divinizarlo, en el inevitable tráfago de la existencia, que nos olvidamos de nosotros mismos. Puede que todo acto humano consista en un intento de eludir la pregunta, ‘quién soy’. Vivimos en perpetua huida de nosotros mismos.
Para acabar, una breve explicación sobre el título del libro de Carrère: ‘adversario’ es la traducción de la palabra hebrea ‘Satanás’, por todos conocida. Satanás significa de esta manera lo que se enfrenta, el adversario, pero también ‘el acusador’, el que busca el enfrentamiento. Todos tenemos la tentación de identificar esta figura antagónica con alguien o algo externo a nosotros, pero olvidamos demasiadas veces que nuestro peor obstáculo, el peor enemigo que tenemos, somos nosotros mismos. Kafka lo sabía (“en tu lucha contra el mundo secunda al mundo”); Calderón también (“la mayor victoria es vencerse a sí mismo”).
[1] Editado en 2000 por Anagrama.
[2] La película española La vida de nadie (2002) también está basada en el caso Romand.
[3] Entre otras obras se ha publicado en España su biografía del escritor Philip K. Dick Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (Minotauro, 2002), escrita justo antes de que se desencadenara el caso Romand.
[4] Carrère reconoce con vergüenza que le interesaba más la figura del mentiroso y criminal que la de las víctimas, a las que (a las víctimas supervivientes) el escritor no envió ni una sola carta. Pero al menos Carrère reconoce algo de lo que todos somos partícipes: la fascinación por el Mal. Ante su poder de fascinación las víctimas no son personas por las que deseáramos intercambiarnos. Nos mueve el despliegue del poder, y atrae más nuestra atención el dominador que las víctimas violentadas.
[5] Escopeta que su padre le regaló al cumplir 16 años.
[6] Algo así también experimentó el cineasta Robert Bresson cuando fue encerrado en plena Segunda Guerra Mundial por los nazis, experiencia que en parte inspiró su película Un condenado a muerte ha escapado.
[7] Como la Grace del Dogville de Lars von Trier, sólo siente su alma oprimida por este animal.
[8] Toda identidad es agónica, pues se sostiene sobre el enfrentamiento continuo y renovado constantemente contra la exterioridad.
[9] La palabra latina ‘persona’ significa precisamente ‘máscara’, evidenciando el sentido representacional que caracteriza a toda identidad.
(publicado en Kiliedro)