lunes, 30 de abril de 2007

TEORÍA MIMÉTICA (5)

EL DESEO MODERNO


El papel que juega el deseo mimético en las sociedades modernas es decisivo en las tesis de René Girard. Y es que el espíritu de competitividad de nuestros sistemas complejos incentiva una serie de rasgos que son universales pero que ahora se manifiestan como patologías (neurosis, ciclotimia, psicosis, etc.). La necesidad de fabricarse un destino por uno mismo, de imponerse a los demás como medio de prosperar, también dificulta la manera de manejarse en las relaciones interindividuales. El marco sociocultural de comparaciones fijas desaparece en un escenario de indiferenciación esencial, pues las diferencias jerárquicas, que siguen existiendo, no tienen ya un marco objetivo en el que dibujarse ni un fundamento absoluto que las sustente; se metamorfosean en la misma medida que cambian nuestros deseos.

La competitividad que todo lo inunda no suele desembocar, sin embargo, en el conflicto mimético en su forma sacrificial, no ya por los frenos naturales e individuales del instinto, sino por la existencia de efectivas instituciones simbólicas que controlan el posible desbordamiento de los conflictos humanos. Nuestra sociedad moderna puede permitirse de esta manera un alto número de rivalidades miméticas, precisamente gracias al control que las citadas instituciones (judiciales, políticas, mediáticas, etc.) ejercen. Hemos desarrollado la capacidad para poder absorber la indiferenciación en dosis muy elevadas, de manera que el desbocamiento de las rivalidades miméticas no se produce más que de forma mínima o hasta cierto punto controlada. Los conflictos no desaparecen pero tampoco se resuelven en crisis sacrificiales, sino que sus energías son canalizadas hacia distintas actividades culturales, económicas o tecnológicas.

La parte negativa de este bloqueo del mecanismo sacrificial es el aumento de la angustia y de las crisis psicológicas en los individuos. Este contexto, mucho más complejo que el de las sociedades primitivas, favorece paradójicamente el funcionamiento de las dinámicas del deseo a partir del modelo-antagonista, lo que implica un mayor nivel de beligerancia con nuestro prójimo más cercano. El más antiguo parapeto entre el individuo y la sociedad, la familia, ha perdido gran parte de su fuerza. Los tabúes de las sociedades tradicionales significaban para el individuo un obstáculo inerte y pasivo, idéntico para todos los miembros de la comunidad; sin embargo, el modelo-rival es un obstáculo activo y móvil, fantasmal en su inaprehensibilidad. Esta diferente dinámica ha alterado radicalmente la tipología de los conflictos miméticos en la modernidad. Paradójicamente, el aumento de las libertades en nuestra sociedad y el descenso de conflictos bélicos con otros países ha generado que la violencia que antes se canalizaba hacia fuera eclosione hacia dentro, generando en los tejidos sociales unos conflictos inéditos en otras épocas.

La imposibilidad de expiar las tensiones grupales, implica una individualización de las mismas, cuyos síntomas acaban adoptando un carácter patológico. La crisis mimética se atomiza e individualiza. El desorden general ya no puede liquidarse y regenerarse en orden totalizador a través de una expiación colectiva; la dinámica circular de lo sacrificial ha dado paso a una linealidad que integra las dualidades (orden/desorden, dentro/fuera, etc.). De esta forma cada individuo vive la crisis mimética de forma larvada en sus vínculos con el prójimo. Esta interiorización de la dinámica también provoca una desestabilización en el propio individuo a la hora de identificar su mal:

“Hay una lógica propia del desconocimiento suscitada por las primeras interferencias miméticas, y es una lógica de la exasperación y de la agravación (...). Domina no sólo al deseo, sino a las interpretaciones del deseo en nuestro mundo; empuja a los individuos y a las comunidades hacia formas cada vez más patológicas de ese deseo. Y esas formas son, a su vez, nuevas interpretaciones del mismo” (Girard).

viernes, 27 de abril de 2007

CIRCONFESIÓN


“El vocablo crudo, discutirle así lo que es crudo, como si, para empezar, me gustara elevar la apuesta, y la expresión ‘elevar la apuesta’, la jugada de póker, pertenece sólo a mi madre, como si yo pretendiese discutir con él sobre lo que quiere decir hablar crudo, como si me ensañase hasta la sangre en recordarle, como ya sabe, cur confitemur Deo scienti, lo que nos exige lo crudo, y así lo hago en mi lengua, la otra, la que desde siempre me persigue y gira alrededor de mí, una circunferencia que me lame con su llama y que yo, a mi vez, intento rodear, puesto que nunca he deseado sino lo imposible, la crudeza en la que no creo, y la palabra cruda deja que entren en él, a través del conducto auditivo, incluso por una vena, la fe, la profesión de fe o la confesión, la creencia, la credulidad, como si yo tuviera empeño en buscar una disputa con él, oponiéndole un escrito ingenuo, crédulo, que, por alguna transfusión inmediata, apela a la creencia del lector tanto como a la mía, desde este sueño, presente en mí desde siempre, sobre otra lengua, una lengua completamente cruda, un nombre también medio fluido, como la sangre, y oigo burlarse, pobre viejo, no emprendas el camino, no es mañana la víspera, no sabrás nunca, la sobreabundancia de una crecida tras cuyo paso un dique adquiere la belleza de la ruina que siempre poseerá en su propio fondo sepultado, sobre todo la crueldad, otra vez la sangre, cruor, confiteor, (...).

Circuncisión, nunca he hablado más que de ello, tened en cuenta el discurso sobre el límite, los márgenes, las marcas, los pasos, etc., el cierre, el anillo (alianza y don), el sacrificio, la escritura del cuerpo, el pharmakos excluido o retraído, el corte/costura de 'Glas', cortarlo y volverlo a coser, que da pie a la hipótesis según la cual es de eso, de la circuncisión, de lo que, sin saberlo, sin hablar jamás de ello o hablando sólo de paso, como de un ejemplo, hablaba o me permitía hablar siempre, a menos que, otra hipótesis, la propia circuncisión no sea sino un ejemplo de aquello de lo que hablaba, sí, pero yo he sido, soy y seré siempre, yo y no otro, un circunciso".


JACQUES DERRIDA

martes, 24 de abril de 2007

TEORÍA MIMÉTICA (4)

DE LA MÍMESIS AL SACRIFICIO


Todo proyecto de sociedad o de sistema cultural es en esencia una búsqueda del Uno, de la unidad comunitaria entendida como algo sagrado. Y ello porque todo proyecto de convivencia humana es, por contra, inherentemente conflictivo; las tensiones y pugnas, sobre todo las de raíz mimética, se expanden hasta amenazar todo el sistema, tejiendo todas las relaciones de polemos. De ahí el ansia de una unidad que esquive las erosiones de lo múltiple y los conflictos de la diferencia. En los casos en que no baste la estructura comunitaria y preventiva de tabúes y prohibiciones para poner fin a las tensiones miméticas, la búsqueda de un chivo expiatorio se convierte en la prioridad inevitable para unir a los individuos entregados a enfrentamientos múltiples y destructivos. Las virtudes unificadoras de la víctima son muy importantes: permite canalizar las tensiones desde dos o más partes partes enfrentadas hacia una tercera, el chivo expiatorio, creando entre las partes primero enfrentadas unos vínculos y unas alianzas, una ‘causa común’, que genera una unión férrea. Cuanto menos vinculada esté la víctima con las tensiones que conducen al sacrificio más efectivo será éste. La víctima, ajena a la discordia, permite convertir el propio conflicto interno en reconciliación unánime; de la amenaza de destrucción se pasa a una gratificante (aunque criminal) plenitud :

“En el acto sacrificial se afirma la unidad de una comunidad y esa misma unidad surge en el paroxismo de la división. Del ‘todos contra todos’ se pasa al ‘todos contra uno’” (René Girard).

La mimesis de apropiación, cuando se encarrila hacia el sacrificio unificador se convierte en ‘mimesis del antagonista’. La violencia, que se suscita en el interior del núcleo comunitario, se resuelve hacia fuera; se vacía la comunidad de sus tensiones. El sacrificio es la palabra final de la violencia, pues pone el punto y final a la misma. Mejor dicho: pone el punto y seguido, porque los ciclos sacrificiales (el 'eterno retorno de lo sacrificial') se suceden sin poder ser detenidos completamente; la violencia humana sólo puede contenerse parcial y brevemente.

La víctima, previamente demonizada para justificar su sacrificio, es posteriormente divinizada dados los resultados positivos y liberadores para la comunidad que su muerte provoca. Esta ambivalencia es común a todas las víctimas sacrificiales. Esa ambivalencia es lo sagrado mismo, aquello que surgiendo de y por la violencia es sublimado por la dinámica (ambivalente y paradójica) del deseo mimético.

La dialéctica de la identidad y la diferencia, lo uno y lo múltiple, el caos y el orden, el dentro y el fuera, es la base de toda estructura mimética, que es como decir de toda estructura humana, de todo proyecto del homo sapiens demens.

El temor por las rivalidades miméticas no consiste, en realidad, en un miedo hacia los demás, sino en un temor con respecto a la violencia en sí misma, tanto a la propia como a la ajena. Pero este temor es ambivalente: se teme la vuelta de la víctima reconciliadora, con la violencia absoluta que este proceso conlleva, pero al mismo tiempo también se desea una regeneración sacrificial. Se busca una catarsis unificadora, pero se temen sus efectos. La función de los ritos es precisamente resolver esta duda: gestionar las tensiones miméticas que anidan en la comunidad en base a una unificación cuya resolución sacrificial sólo recree simbólicamente el hecho del verdadero sacrificio. El rito trata de representar lo sacrificial, el contacto de la comunidad con lo sagrado, tratando de beneficiarse de sus efectos, pero sin sufrir sus mellas.

Las comunidades humanas viven siempre bajo la amenaza de lo mimético sacrificial. La amenaza de su destrucción nunca desaparece totalmente, aunque por breves períodos de tiempo se crea haber conjurado el peligro gracias a los efectos del mecanismo victimal. Entonces es cuando la violencia se despersonaliza y se eleva hasta lo sagrado. La víctima es culpabilizada como la única responsable de la situación conflictiva. Pero ninguna expulsión puede ser nunca definitiva, entre otras cosas porque la rivalidad mimética es imposible de expiar.

viernes, 20 de abril de 2007

EL ADVERSARIO

El 9 de enero de 1993 el doctor Jean-Claude Romand asesinó a su mujer, a sus dos hijos y a sus padres, intentándolo también con su amante. El caso conmocionó a toda Francia, primero por lo escabroso de los crímenes, pero sobre todo por los aspectos que estos incidentes sacaron a la luz: resultaba que el doctor Romand no era médico y que la vida de sus últimos 18 años había sido concienzudamente falseada por él mismo. Un hombre modélico y apacible, sin ningún tipo de antecedente penal, que acaba asesinando a toda su familia justo en el momento en el que estaba a punto de ser descubierto su concienzudo juego de mentiras y engaños. La historia ya generó desde el primer momento un gran seguimiento, pero fue tras el proceso judicial contra Romand cuando sus andanzas fueron retratadas por la literatura, con El adversario de Emmanuel Carrère [1], y por el cine, con el estreno casi simultáneo de dos películas, El empleo del tiempo de Laurent Cantet y El adversario de Nicole Garcia (inspirada en el citado libro)[2] . Carrère, escritor [3], guionista y cineasta, se sintió fascinado por el caso desde un principio; aunque no tenía muy claro cómo articular un trabajo sobre el mismo, sabía que le interesaba más lo previo a los crímenes que éstos mismos [4]. Ante los problemas para contactar con el preso Romand, primero escribe una novela inspirada de cierta manera en el caso (Una semana en la nieve), pero después, con el inicio del juicio, al que asiste acreditado como periodista, y con el contacto que al fin establece con el asesino, da forma a lo que se convierte en un libro difícilmente catalogable, que aúna ensayo, periodismo y relato de terror.

Jean-Claude Romand, nacido en 1954 en el seno de una familia maderera del Jura, fue un chico solitario, sin amigos y con una curiosa habilidad para mentir (en su familia se prohibía la mentira, pero a la vez no se podían decir ciertas cosas, por inconvenientes). Pero es ya en la universidad cuando su ‘verdadera vida’, la articulada por los embustes, empieza a rodar con resuelta autonomía. Atenazado por la responsabilidad de avanzar en la carrera de medicina, decide no presentarse a los exámenes de segundo año. No se ve con fuerzas para seguir; sin embargo, tampoco está dispuesto a abandonar. Resultado: se matricula durante 12 años seguidos en segundo de carrera. Al instante descubre que la vida de mentiroso reporta más beneficios que la que llevaba hasta ese momento, y eso le mueve a seguir con el juego. Incapaz de sospechar en ese momento hasta dónde le conducirá su estrategia, se casa con una prima lejana, con la que tiene dos hijos. No dice nada a nadie, sigue con el juego: supuestamente acaba la carrera y entra a trabajar en la prestigiosa Organización Mundial de la Salud en Ginebra. Cada mañana sale de casa para ir al trabajo, pasando la frontera con Suiza, en dirección a la sede de la OMS... pero en realidad se dedica a vagar por las carreteras, por los bares, por los kioscos, a pasear, dormir en el coche o leer. Así durante 15 largos años. Inventaba viajes a lejanos congresos o seminarios, en Tokio o Sao Paulo, cuando en realidad se encerraba durante días en una habitación de hotel, viendo la televisión. Allí planificaba lo que luego contaría a los suyos, su habitual representación de la vida del supuesto ‘gran hombre’, amigo de políticos y de grandes figuras de la medicina mundial.

Lleva una vida burguesa, pero, claro, como no trabaja carece de ingresos. ¿Qué hacer? Romand va tomando decisiones sobre la marcha y para subsanar el problema económico fue saqueando las cuentas bancarias de personas cercanas: primero de sus padres, luego de su tío, de sus suegros y también de su amante. La natural confianza que transmitía a todos aquellos que lo conocían permitió que nadie controlara las supuestas inversiones que realizaba con sus ahorros. Hasta que su suegro decidió comprarse un Mercedes con el dinero confiado al yerno intachable, pero ese dinero ya había sido gastado. Días después de pedir la recuperación de parte de ese dinero, el suegro fallece al caerse ‘accidentalmente’ por unas escaleras. En ese momento sólo Romand estaba con él. Nadie sospechó nada, hasta que estalló todo el día 9 de enero de 1993. En el juicio no confesó el crimen, aunque sospecha Carrère que le podría costar más reconocer que era un estafador, “que es algo sórdido y vergonzoso, que delitos cuya desmesura le confiere una estatura trágica” (matar a su suegro podría considerarse como algo más planificado y consciente que los crímenes por los que fue detenido). Pero el juego no podía durar eternamente. Ya casi sin dinero, torturado por la relación con su amante Corinne y con algunos puntos de su vida oculta a punto de ser desvelados, Romand asesina a toda su familia disparándoles, uno a uno, con su escopeta [5]: primero a su mujer e hijos, en casa; luego a sus padres en la finca de estos. No se veía capaz de soportar que los suyos llegaran a conocer la magnitud del engaño del que habían sido víctimas directas; antes de perder su cariño y respeto prefirió matarlos. La buena imagen que se tenga de él resulta ser, como siempre en Romand, lo único que importa. Tras los crímenes hace un último intento homicida con su amante, sin conseguirlo. Luego regresa a casa y simula un intento de suicidio. En ese momento es cuando, por primera vez en su vida real, teóricamente renombrada, se convierte en un personaje público. De su casa lo llevan al hospital y de ahí a la cárcel. Condenado a cadena perpetua, que se reduce a 20 años, obtendrá la libertad en 2015.

Tras los crímenes de Romand, y con la consecuente revelación de la falsedad de su vida, todos sus conocidos fueron invadidos por una desconfianza atroz. Los crímenes penetraron en sus existencias como veneno que todo lo emponzoña. Nada escapó a la desconfianza y a la duda; había demasiadas cosas vinculadas a su figura, antes benéfica y ahora maléfica, como para que lo sucedido no les afectara profunda y directamente. La bondad, modestia y sinceridad asociadas siempre al bueno de Jean-Claude se transmutaron de repente en lo contrario; habían sido tocados por un auténtico Satanás presentado bajo formas angélicas. Sin transición alguna, de la confianza pasaron a un abismo que todo lo transfiguró en ansiedad. De repente todos se cuestionaban, atónitos, la confianza, casi fe, que habían depositado en este personaje: ‘¿cómo puede ser que todos estos años no dudáramos de nada?’.

Lo que desde un principio obsesionó a Carrère (y a mí al descubrir la historia) es el vacío profundo e insólito de la vida diaria profesional de Romand. Ya sabemos que no acudía a su supuesto empleo de investigador en la OMS, y también que se dedicaba a vagar por carreteras y autopistas, pero entonces: ¿cuál era el contenido mental de ese vacío que se antoja terrorífico y abisal? ¿Con qué llenaba su cabeza, su vida, en esos instantes donde ningún testigo asistía a la interminable representación de su mentira? Y es que de este caso lo más insólito no son sus terribles crímenes (pues el homo sapiens demens mata desde que tiene conciencia), sino la realidad concreta y opresiva de su deambular solitario sobre el cauce de la nada. ¿Quién era, o qué era, Jean-Claude Romand en esas largas horas de absoluto desamparo, a solas con la cada vez más devastadora realidad de su mentira, de la que sólo él era consciente? Si aceptamos que nuestro ‘ser’ consiste en un ‘ocuparnos con’, Romand, que no se ocupaba con nada más que en dejar pasar el tiempo, carecía totalmente de ‘ser’. No era más que una sombra fantasmal descargada de cualquier tipo de identidad.

Seguramente experimentó el pánico de la primera juventud ante la perspectiva de la continuidad de la vida, de la irreversibilidad del progresar de la existencia y del esfuerzo prolongado que ello implica. La vida empezaba a abrírsele pero él se sentía incapaz de llenar esas expectativas. La clave para su dilema surgió casi sin buscarla: descubrió (al inventarse que padecía un cáncer, recurso al que volvió a recurrir años más tarde) que mentir y ocultar eran herramientas ventajosas para no defraudar. Su vida se convirtió en una representación de engaños, que para sustentarse necesitaban de más engaños, y tras esa maquinaria él se protegió todo el tiempo que pudo. Como señala lúcidamente el propio Carrère, “una mentira suele servir para encubrir una verdad”, pero “bajo el falso doctor Romand no había un auténtico Jean-Claude Romand”. No había doblez, sólo máscara sin nada debajo. Sus mentiras no ocultaban una doble vida, crímenes, espionaje o negocios ilegales, como sospecharon en un principio los investigadores del caso, sino el puro vacío, el abismo desnudo de la existencia, todo aquello de lo que deseaba escapar. “Despojarse de la piel del doctor Romand equivaldría a encontrarse sin piel, más que desnudo: desollado”. Todo se dirigía a aparentar una vida plena para ocultar esa inconsistencia fundamental, aquella falta de sentido ontológico, no ya de su propia vida, sino de toda vida.

Paradójicamente es en la cárcel donde Romand experimenta una cierta redención (psicológica, no social), la que le permite no tener que mentir al conocer ya todos quién es él. Experimenta la liberación de la falta de libertad, es decir, de no tener ni la posibilidad de inventarse nada importante sobre sí mismo. En la cárcel siente su voluntad en paz, doblegada por una fuerza superior [6] ; percibe cómo la esclavitud de su Yo (ese Yo inexistente que requiere de invenciones para alcanzar cierta sustancia) deja de torturarlo. Ya es libre de tener que aparentar; la angustia de la libertad ha desaparecido de su vida. En el juicio también se descubre que lo único que de verdad lo emocionaba eran los perros [7] , aunque, curiosamente, a ninguno de los que tuvo les puso nombre. ¿Cómo puede ser que alguien que ha matado a su familia muestre más emoción por el recuerdo de un perro que por sus víctimas? Si consideramos que en el perro, a diferencia del hombre, no hay Yo, no se hace necesaria la construcción de una identidad personal para sobrevivir, es por ello que tal vez Romand viera en ellos esa ‘liberadora’ carencia de libertad que él estaba empezando a disfrutar en la cárcel.

En lo sucedido con Romand se da algo que podemos encontrar en cualquier ámbito de lo humano y que tiene que ver con la huida de nuestra esencia más profunda: un vínculo indestructible entre la mentira y el crimen. Más concretamente, se muestra la belicosidad agónica que causa toda pretensión de apuntalar y defender una identidad personal autocomplaciente [8] . Todos participamos de la tentación de construir una imagen indulgente de nosotros mismos, a la vez que tratamos de asimilar a esa imagen lo que los demás consideran positivamente. La vida de Romand se consagró a ese único fin, lo que él mismo llamó el “engranaje de no querer defraudar”. De la misma manera, toda ideología o sistema de verdades dogmáticas sólo puede consolidarse en la sacrificialidad que requiere la creación de toda unanimidad; se pretende que todos estén de acuerdo y esa homogeneidad no puede plasmarse más que gracias a la coacción, que en su grado extremo conduce al crimen.

Esta historia parece en un principio muy particular, con escaso grado de empatía para la mayoría, pero yo creo que toca muchas cosas que nos afectan a todos. Por ejemplo, evidencia que el tejido de lo real está saturado de amenazas, tanto externas como internas: las primeras pueden llegar a ser muy aparatosas (accidente de tráfico, explosión de gas, etc.), pero nada iguala en impacto a las amenazas interiores, que son las que más atenazan el espíritu. El suelo siempre tiembla, y en cualquier momento podemos sucumbir a nosotros mismos, no hace falta que suceda nada extraordinario para que ello se dé. Romand vivía con el perpetuo miedo a perderse, a que la ‘máscara personal’ [9]que había confeccionado para sí se acabara derrumbando. Pero es precisamente la articulación de esa máscara, que en teoría es lo que le permitía sobrevivir, aquello que paradójicamente acaba dibujando el mapa de su desastre. La peor destrucción es la interna, la centrífuga, pues no permite culpabilizar a nadie y toda su eclosión es hacia dentro, por lo que nos enfrenta a nosotros mismos, a la interioridad de nuestra violencia. Vivimos sobre un alambre, en un abismo psíquico que tratamos de ocultar mediante creencias, valores o ideas, pero nada puede esconder la realidad abisal de la existencia; nuestra raíz es una fosa sin suelo en la cual nada puede arraigar permanentemente. El caso Romand ahonda en la máxima cuestión de toda filosofía: ¿quiénes somos? Él, como todos, confiaba en conocer o en llegar a saber la respuesta, pero la pregunta regresaba constantemente, siendo al final ya algo inaplazable y devastador, pues la ‘verdad del hombre’ es siempre devastadora, sobre todo si se trata de ignorarla. Vivimos tan de cara al prójimo, sea para demonizarlo o para divinizarlo, en el inevitable tráfago de la existencia, que nos olvidamos de nosotros mismos. Puede que todo acto humano consista en un intento de eludir la pregunta, ‘quién soy’. Vivimos en perpetua huida de nosotros mismos.

Para acabar, una breve explicación sobre el título del libro de Carrère: ‘adversario’ es la traducción de la palabra hebrea ‘Satanás’, por todos conocida. Satanás significa de esta manera lo que se enfrenta, el adversario, pero también ‘el acusador’, el que busca el enfrentamiento. Todos tenemos la tentación de identificar esta figura antagónica con alguien o algo externo a nosotros, pero olvidamos demasiadas veces que nuestro peor obstáculo, el peor enemigo que tenemos, somos nosotros mismos. Kafka lo sabía (“en tu lucha contra el mundo secunda al mundo”); Calderón también (“la mayor victoria es vencerse a sí mismo”).

[1] Editado en 2000 por Anagrama.
[2] La película española La vida de nadie (2002) también está basada en el caso Romand.
[3] Entre otras obras se ha publicado en España su biografía del escritor Philip K. Dick Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (Minotauro, 2002), escrita justo antes de que se desencadenara el caso Romand.
[4] Carrère reconoce con vergüenza que le interesaba más la figura del mentiroso y criminal que la de las víctimas, a las que (a las víctimas supervivientes) el escritor no envió ni una sola carta. Pero al menos Carrère reconoce algo de lo que todos somos partícipes: la fascinación por el Mal. Ante su poder de fascinación las víctimas no son personas por las que deseáramos intercambiarnos. Nos mueve el despliegue del poder, y atrae más nuestra atención el dominador que las víctimas violentadas.
[5] Escopeta que su padre le regaló al cumplir 16 años.
[6] Algo así también experimentó el cineasta Robert Bresson cuando fue encerrado en plena Segunda Guerra Mundial por los nazis, experiencia que en parte inspiró su película Un condenado a muerte ha escapado.
[7] Como la Grace del Dogville de Lars von Trier, sólo siente su alma oprimida por este animal.
[8] Toda identidad es agónica, pues se sostiene sobre el enfrentamiento continuo y renovado constantemente contra la exterioridad.
[9] La palabra latina ‘persona’ significa precisamente ‘máscara’, evidenciando el sentido representacional que caracteriza a toda identidad.

(publicado en Kiliedro)

martes, 17 de abril de 2007

JÜNGER Y EL NIHILISMO


Ernst Jünger habla en sus diarios del efecto que le produjo conocer a Céline en París, en plena guerra mundial. Fue en el Instituto Alemán, donde el escritor francés vomitó sus delirios totalitarios:

"Cuando habla tiene la mirada fija propia de los maniacos, una mirada que parece brillar desde el fondo de cavernas".

Jünger se refiere entonces a "la fuerza monstruosa del nihilismo", a ese buscar el terror en sí mismo, sirviéndose de las ideas como medios para promover lo destructivo. Ideas que conducen al umbral donde reina el puro terror, y que una vez rebasado dicho umbral se dejan de lado, revelando así su condición secundaria en la cadena destructiva.

"Estas naturaleza avanzan bajo el capuchón de las ideas (...). Una vez alcanzadas las metas, se tiran las ideas como si fueran harapos” (Radiaciones).

sábado, 7 de abril de 2007

TEORÍA MIMÉTICA (3)


LA ESPIRAL MIMÉTICA


René Girard llama ‘ley del círculo psicológico’ al proceso en el que se niegan los deseos concretos al mismo tiempo que se afirma la exasperación del mimetismo. La clave de este principio la encontramos en la lógica exasperada de autoengaño que para el sujeto supone el triángulo del deseo y la espiral mimética. El sujeto experimenta la ilusión de una falsa diferencia, la suya con respecto al prójimo, cuando en realidad la indiferenciación cada vez es mayor. La ceguera con respecto a uno mismo estimula la supuesta lucidez con respecto a los demás, que es en realidad la necesidad de acusar y condenar todo lo que a uno le rodea. De esta manera en el sujeto se produce una proyección de la culpa: se desplaza hacia el otro lo que es verdaderamente su síntoma particular, y es que, como recuerda Girard, “los más enfermos son siempre los obsesionados por la enfermedad de los otros”. El apóstol Pablo ya apuntaba a este tema en su Epístola a los Romanos: “no juzgues, hombre, pues tú mismo haces aquello que juzgas”.

Hemos visto que uno de los rasgos del deseo mimético en la forma de la mediación interna es la negación de la naturaleza imitativa del propio deseo. Pero una vez profundiza el sujeto en la espiral mimética, es decir, cuando más intensa es la manifestación de su deseo, se impone la necesidad de negarlo. Es entonces cuando, paradójicamente, alcanza el deseo mimético su revelación plena: el fin del deseo es el propio deseo. El objeto, secundario en la teoría girardiana, es totalmente eludido para pasar a ser el propio deseo, negado en este caso, el eje de todo. Se privilegia el desear como mecanismo. Un ejemplo muy interesante de este caso lo podemos encontrar en el personaje de Paul Valery en M. Teste, que se abstiene de desear como estrategia para que acabemos deseando su espíritu.

El masoquismo hacia el que va dirigido la movilidad de todo deseo metafísico, la búsqueda obstinada del obstáculo cada vez más inexpugnable, tiende hacia la destrucción total de la vida y del espíritu. La consecuencia de esta búsqueda que privilegia siempre lo negativo conlleva la eliminación de los objetos más accesibles y con menor capacidad conflictiva, junto con los mediadores más benévolos (la mímesis en sí misma no es siempre negativa; lo es cuando es sólo mímesis de apropiación). De esta manera se desarrolla una mentalidad y una cosmovisión en la que se privilegia lo negativo (“la persecución incansable del No”, en palabras de Girard), lo abiertamente conflictivo, aquello más destructivo y letal para uno mismo y para los demás, por encima de cualquier cosa. Todos los hombres nos convertimos en medios unos de los otros y todo está permitido. En este momento de máxima exasperación de la espiral mimética, la figura del mediador se confunde con la misma imagen de la muerte, el momento en el que el aguijón infernal del deseo se desvanece. La muerte se convierte en el objetivo liberador del que ya está preso de la espiral mimética.

lunes, 2 de abril de 2007

NIHILISMO Y RELATIVISMO

a E.J.

Insisto en la cuestión del nihilismo porque nunca está de más aclarar algunos puntos que suelen prestarse a equívocos, como es por ejemplo su vinculación con el relativismo. Precisamente la consecuencia más discutible de lo que en verdad significa el nihilismo es el grado de relatividad que implica sobre lo real, pero este grado de relatividad tiene dos niveles que es importante diferenciar.

Por una parte, como ya se ha dicho, el nihilismo (el ‘propio’ o ‘verdadero’) siempre implica cierto relativismo, pero se trata sobre todo de un relativismo formal. Es decir, que el nihilismo afecta a lo que es la pretensión absoluta que tiene todo sistema de valores o creencias para constituirse como el único posible; a su esencia misma como sistema. Es el salto hacia la sacralización de lo propio en lo que consiste el citado ‘relativismo formal’, y eso se daría en todo sistema (doctrina, ideología, etc.), independientemente de sus contenidos.

El relativismo peligroso, ese que implica siempre, directa o indirectamente, una cierta defensa de 'lo peor', es el que afecta a los contenidos de los valores y creencias de todo sistema, el que iguala estos contenidos de forma mecánica y acrítica. Este relativismo es el que, por recurrir a un ejemplo que se dio en su momento, iguala los principios de las democracias europeas y el nazismo; aquel que, como pasa actualmente en ciertos sectores, pone al mismo nivel el estado español y la banda terrorista ETA. Y en esta igualación lo que se da es un posicionamiento por la peor de las partes, por la más elemental en el sentido de destructiva.

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