lunes, 25 de noviembre de 2013

LA CASTA CONTRAATACA


  (artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

La estrategia sigue vigente, pero sus entrañas se muestran cada vez con mayor nitidez. Visto desde fuera, parece como si los partidos de poder (PP, PSOE, CiU y PNV) fueran irreconciliables, enemigos siempre enfrentados, pero en los temas que afectan a su modus vivendi, aquellos que los sustentan como casta, siempre se ponen de acuerdo. Esta semana hemos vivido un caso paradigmático: el acuerdo para repartirse entre todos las sillas del CGPJ. A la hora de mantener en pie la politización de la justicia (iniciada en 1985 por el primer gobierno González) alcanzan casi la unanimidad, con la inestimable ayuda de IU, al que algunos despistados consideran una alternativa contra el sistema, olvidando hechos como éste o su participación encomiable en los consejos de administración de las nefastas Cajas de Ahorros. Sólo UPyD se ha salido del redil para defender en solitario la división de poderes. La casta busca asegurarse el control del poder judicial, en un momento de corrupción nunca vista, lo que arroja a la ciudadanía una imagen deplorable de sus representantes.
Otros temas recientes demuestran los privilegios con que cuenta la partitocracia en España. Me refiero al informe realizado por el Tribunal de Cuentas (EL MUNDO, 8 de noviembre) sobre la insólita financiación de los partidos, que viven mayoritariamente del dinero público (85 % del total de sus ingresos), mientras mantienen deudas astronómicas: el PP debe 77 millones, el PSOE 70, CiU 10'18, IU 8'52, etc. Lo curioso es que sigan recibiendo ayudas públicas y libre financiación bancaria, mientras que familias y empresas no obtienen tanta facilidad de crédito. El caso de Unió en más chocante si cabe, porque a pesar de su situación financiera, consiguió que la banca le prestase 2'5 millones ¡sin intereses!, además de una condonación de deuda por razón de 650 mil euros. Por no hablar del PP, que a pesar de su deuda mayúscula, y en pleno apogeo de la Crisis, ha sido capaz de gastar en asesores y colaboradores cantidades industriales, más de 7 millones al año desde 2008.
Para acabar de redondear el círculo, incluso participan del festín sindicatos y patronal, también actores del teatro de las Cajas de Ahorros, a cuenta de los cursos de formación, ejemplo de cómo funcionan algunas cosas en este país: un dinero que debería servir para formar a empleados, es usurpado por las organizaciones que lo gestionan, mientras que el paro alcanza un record terrible del 27 %. Se dice a veces que estas prebendas tienen como verdadero fin mantener la 'paz social' pero, viendo cómo se articula su sentido, este concepto podría integrar perfectamente las páginas del orwelliano mundo de 1984.

lunes, 18 de noviembre de 2013

NOVIEMBRE



   Octubre es mejor que septiembre porque se aleja más del verano, y noviembre ahonda en esa superación, a la vez que es el último reducto antes del frenesí navideño. El mes de noviembre es el paraíso de los melancólicos, por eso Tom Waits, “el príncipe de la melancolía” (F.F. Coppola), le dedicó una joya en su ópera The Black Rider. Noviembre permite el resarcimiento del hombre del subsuelo que ha padecido el júbilo estruendoso de la mayoría en la época veraniega, pero que ahora, en los días de luz menguante, consigue vivir más relajado junto a la depresión y el silencio de la masa. El exceso de luz y calor encanalla a los hombres, entregándolos a la exteriorización de sus miserias, a la transmisión de su virus tribal. La obra de justicia que realiza el otoño, y por la cual debería ser reconocida como la mejor época del año, es callar toda esa cogorza banal y dispersa, propiciando una interiorización creativa. Aquel que desee dedicarse al estudio y la meditación no puede dejar de amar este precioso periodo de tiempo.
Pisar noviembre es asegurarse un espacio en la civilización. La masa llega agotada del verano, este año más largo que nunca, y se hunde en el desánimo como la marmota se enclaustra en su guarida invernal. Noviembre es sinónimo de urbanidad, porque favorece, aunque sea a la fuerza, la convivencia y reduce los espasmos violentos de la chusma. La cara de pasmo depresivo que luce el hombre simple por las calles solitarias es el alivio del melancólico, la apertura de posibilidades a su respiración propia. No es una revancha, sino un consuelo, un simple alivio, un “ahora ya no les queda energía para putearme”. Es una pena que no dure más de 30 días, y que la frustrante Navidad esté tan cerca, porque con un noviembre de 60 u 80 jornadas la maduración ética e intelectual del ser humano alcanzaría cotas inimaginables.
Noviembre era, por otra parte, el mes ideal para que el PSOE realizara su conferencia política. No parece la mejor idea del mundo montar este sanedrín en una época del año tan crepuscular, tratándose de un partido que está loco por aparentar vigor primaveral. Siendo esta época, lo normal es que siguiera Rubalcaba al frente, tan decandente (o más aún) que la dinámica de su partido. Al PSOE se le ha puesto cara de noviembre, y hay que aceptarlo con fair play, sacándole partido a la circunstancia. Con la misma alegría con que sus miembros (y miembras) presumen de ser el partido que “más se parece a España”... aunque tal vez esto último sea el problema.

lunes, 11 de noviembre de 2013

PASADO MÍTICO

                                (artículo de hoy aparecido en El Mundo-El Día de Baleares)

Uno de los tópicos más recurrentes de nuestro tiempo acostumbra a sentenciar que “todo pasado siempre fue mejor”. No suele nacer de un cierto espíritu crítico sobre la situación presente, sino que tiene más de aquel sentir que se entrega a una nostalgia exagerada, llegando al caso incluso de divinizar aquello que no se ha vivido. ¿En qué sentido el pasado siempre fue mejor? Probablemente en ninguno, ni siquiera en estupidez. Cuando decimos cosas de este estilo lo que hacemos es seleccionar de otras épocas aquellos concretos elementos que nos interesan, los aislamos de su contexto y nos inventamos a su alrededor un mundo a la medida de nuestros deseos y limitaciones. Pero esa visión del pasado no es más que el reflejo del ideal: todo está en potencia, nada se ha desarrollado. Realmente es una experiencia adolescente, porque no se consideran los costes que implica toda decisión, el desencanto ineludible de cada momento vital y que algo siempre queda por el camino.
Sin embargo, pocas cosas son mejores que las de hoy: la tecnología, el alcance de la cultura, las posibilidades de viajar a cualquier rincón del planeta, la eficiencia sanitaria, la riqueza de la gastronomía, etc. Hace un tiempo se lo pregunté al enólogo Mauricio Wiesenthal, en un curso sobre el vino: nunca en el pasado pudieron disfrutarse caldos tan fascinantes y complejos como los que se pueden hacer hoy en día. Lo mismo podríamos decir de whiskies, coñacs, oportos o habanos. Por no hablar de las posibilidades que nos aporta internet. Nunca tanta gente vivió mejor que ahora, incluso si tenemos en cuenta la Crisis. Y no hay complacencia en ello sino constatación comparativa, porque eso no implica que se pierda el sentido crítico con el presente, pero sin caer en la simplona angelización de lo pretérito, fruto de una especie de pensamiento mágico que idealiza resentidamente aquello que escapa al ahora.
La mirada reverencial hacia el pasado también está en la base de toda forma de nacionalismo, que por algo nunca ha sido un movimiento modernizador. El nacionalismo sacraliza el origen, el suyo propio que puso en marcha (en la realidad o en la ficción) el proyecto en el que se halla inmerso. Su versión de lo originario es un momento de pureza absoluta que trata de abrirse paso entre la despreciable competencia de los otros; una forma de resolver la complejidad del mundo reduciéndolo a unos pocos principios inatacables. Así, se vive en el pasado para adecuar el futuro a su influjo jibarizador. Porque la idealización del pasado, cuando no es fruto de la tontería, lleva dentro de sí el huevo de la serpiente.

lunes, 4 de noviembre de 2013

EXHIBICIONISMO PÁNICO


                        (artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)


Vivir es representar, actuar, fingir. Es seguir ese principio etimológico del término 'persona', que en latín significa máscara. Somos una máscara que va alternando sus registros, aunque siempre con el sentido de la apariencia como estandarte.
Si ya nuestro mundo occidental está caracterizado por el desarraigo, la puesta en cuestión de las formas principales de identidad, en este período interminable de Crisis dicha experiencia se exaspera. Curiosamente en una sociedad que dice ser ultraindividualista, las fuerzas que nos arrojan bajo la tutela de un grupo proselitista, el que sea, son muy vigorosas. A diferencia de los griegos antiguos, para los cuales la individualidad era algo a conquistar, en nuestro caso el elemento individual es el de partida, y por eso mismo “tendemos a la indiferenciación” (Martínez Marzoa). Decimos que queremos ser originales justo en el momento en que nos aborregamos, entregando nuestra alma desconcertada a la masa que nos aporta identidad genérica, aniquilando nuestra posibilidad exclusiva de ser. La tendencia moderna parte de lo individual hacia lo colectivo, en sentido a la unidad que nos permitiría (aunque no lo consiga) olvidar esa soledad tan detestada por angustiosa. Sigue siendo cierto que “toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación” (Pascal).
Precisamos que los demás sepan quiénes somos: colgando banderas en el balcón, cubrirse con camisetas reivindicativas, llevando música atronadora en un coche atiborrado de pegatinas, subiendo fotos de poses ostentosas al Facebook. Se trata de una voluntad no tanto de ser transparente como de exhibir una marca, un aquí-estoy-yo. No lo que uno es, sino aquello que quiere ser y, en consecuencia, de lo que desea convencer a los demás.
Es llamativo lo que sucede en este sentido con el deporte, o más bien con el omnipresente deporte-religión: el fútbol. Todas nuestras ciudades están colonizadas por sus camisetas. Sobre todo por dos: las del Barcelona y el Madrid (la de la selección sólo en momentos de torneo). No las del Mallorca, que uno luce sólo cuando hay partido en son Moix, o en un bar donde resida una peña del club. Porque con la del Mallorca no puede conseguirse (y menos ahora) esa transmutación de lo sublime, porque no se obtiene más que vergüenza. En cambio, luciendo las camisetas blanca y azulgrana uno experimenta ser alguien mejor, un triunfador, aunque sea vampirizando éxitos ajenos. Pero en estos casos la tensión de la individualidad temerosa junto al deseo de ser alguien, de pisar el suelo con fuerza, se conjugan admirablemente. El reconocimiento implícito de la propia miseria en el momento en que uno siente ser el rey del mundo.
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