viernes, 30 de marzo de 2007

TEORÍA MIMÉTICA (2)


EL DESEO TRIANGULAR


El deseo triangular, que es presentado por René Girard en su obra Mentira romántica y verdad novelesca (1961), está formado por tres elementos: el sujeto (deseante), el objeto (deseado) y el mediador (del deseo). Esta última figura es la novedosa aportación de Girard a las teorías del deseo, que tradicionalmente se han sustentado a partir de la oposición sujeto-objeto. Girard escapa a la concepción ‘romántica’ del deseo, es decir, a la que entiende éste como algo que surge espontáneamente del propio sujeto; de forma directa expresaría sus deseos más profundos y supuestamente auténticos.

En la tesis girardiana el mediador del deseo se convierte en el modelo a imitar por parte del sujeto, que es incapaz de desear por sí mismo. Nacemos de la escisión y todos nuestros actos más decisivos van encaminados a intentar suturarla, de forma que buscamos en el otro una soberanía (unificación de lo que la escisión separa) que no creemos posible por nuestras propias fuerzas. El acto primordial de todo sujeto consiste en afirmarse en sí mismo. Con esto no se niega que los individuos puedan tener deseos espontáneos; de lo que se trata es de que los deseos más intensos y con mayor capacidad movilizadora son los miméticos, porque son los que definen toda identidad personal, los que permiten que exista todo sujeto con pretensión de preeminencia. Tras esto no hay otra cosa que la naturaleza mimética del ser humano, el cual parece necesitar del conflicto con los que le rodean para afirmarse en su personalidad (que en esencia es inestable; puro abismo, según Castoriadis); lo Uno siempre se construye a partir de lo Otro. En este sentido, la figura del mediador es la más importante de este triángulo porque es la única que se mantiene un estatus deseable para el sujeto, que ve en su modelo esa autonomía que a él parece escapársele.

Mientras que el modelo se mantiene inmóvil para el sujeto, el deseo concreto por contra cambia constantemente de forma en base a la dialéctica sujeto-modelo (el sujeto sólo desea lo que desea o tiene el modelo, y eso implica que el deseo sucumbe a los caprichos del modelo), la cual posee una capacidad enorme para alterar la percepción de lo real. Un punto determinante en esta teoría de lo mimético, que también se da en su prolongación sacrificial, es que revela la capacidad de transfiguración de los objetos y de la propia realidad que tiene esta dialéctica sujeto-modelo; de ella viven no sólo las relaciones humanas sino el propio mundo de la cultura. Los objetos alcanzan un estatus que no tienen por sí mismos, sino que proviene del prestigio que para el sujeto tiene el modelo. Es la pura rivalidad la que engendra estas nociones, pues no tienen una realidad objetiva. La transfiguración hace que este prestigio acabe pareciendo más real que todo objeto real. Los objetos deseantes se van metamorfoseando e intercambiando hasta desaparecer, dejando al sujeto frente a la realidad de su dependencia y esclavitud masoquista del modelo, de todo modelo.

La tesis girardiana se complica cuando la dialéctica sujeto-modelo alcanza su mayor grado de dependencia, y eso sucede cuando el modelo se convierte en el obstáculo del mismo sujeto. El motivo es muy claro: el sujeto, al desear los mismos objetos que su modelo, entra en directo conflicto con éste para conseguirlos. En realidad, y he ahí la clave de la teoría mimética, el objetivo del sujeto, lo que determina sus acciones y deseos, lo que más ansía, no es el objeto sino el modelo. El objeto es la excusa que necesita el sujeto para entrar en una dinámica conflictiva en la que se juega su afirmación personal. El sujeto pretende ser otro, otro sujeto que parece más seguro de sí mismo, menos deseante y menos dependiente. Pero nunca un solo sujeto puede alcanzar la autonomía absoluta, de modo que la escalada mimética se convierte en una dinámica infernal que no puede detenerse más que por la intervención de la muerte. La lógica deseante únicamente se desvanece bajo tierra.

No hace falta decir que la tesis es todavía más complicada, ya que todo sujeto que lucha contra un modelo (o varios), puede ser, sabiéndolo o no, el modelo de otro sujeto. El círculo mimético es una figura infernal y condenada a la autodestrucción.

(imagen: de la película Inseparables, de David Cronenberg)

lunes, 26 de marzo de 2007

EL JEFE DE TODO ESTO


Se ha estrenado en España esta nueva película de Lars von Trier, vendida como comedia modesta, aunque nada en Trier es nunca modesto ni sin pretensiones, y esta obra no es una excepción. Se trata de una comedia, sí, pero de una ‘comedia sacrificial’, es decir, expiatoria. Me explico: el director de una empresa ha escamoteado su condición a sus empleados, inventándose la figura de un director (‘el jefe de todo esto’) con el que sólo él puede tener contacto. De esta manera puede endosarle a este ficticio chivo expiatorio la responsabilidad de sus decisiones más drásticas, mientras que para él se reserva las buenas maneras y las sonrisas. Por un lado consigue exprimir implacablemente a sus empleados, y por otra conserva su buena imagen y el cariño de todos. Pero en su intento de vender la empresa necesita contratar a un actor en paro para que interprete al despiadado director inventado, y es aquí cuando todo se complica de forma delirante.

Lo que más me interesa de esta película es la invención de ese director, pues éste no es otra cosa que una figura expiatoria, que sirve para desviar las culpas y responsabilidades del protagonista. Y eso no sucede sólo en este caso, pues, en la complicación posterior de la trama, el actor contratado también necesita inventarse la figura de otro director aún superior (‘el jefe del jefe de todo esto’) para eludir también las culpas que se abalanzan sobre él. Puede llamar la atención que sean figuras de poder las que sirvan como chivo expiatorio (suele pensarse que para estos menesteres se recurre sólo a personas jerárquicamente inferiores), pero esto no es tan extraño, pues los reyes, por ejemplo, han jugado ese papel en determinadas culturas (sociedades africanas) y circunstancias (la Revolución Francesa). El ‘jefe’ se halla por encima de la mayoría, y eso implica que de la misma manera se le puede venerar y se le puede odiar. Es la ambivalencia que anida siempre en las figuras que ostentan una diferencia evidente, y que a veces permite hacerla responsable de las tensiones y violencias, y evacuar esas mismas tensiones. El protagonista de la película consigue expiar sus culpas con esta sencilla pero ingeniosa treta, y esta lógica expiatoria se acaba revelando como el mecanismo en el que todos somos susceptibles de caer para dirimir nuestros problemas y conflictos.

sábado, 24 de marzo de 2007

TEORÍA MIMÉTICA (1)


MÍMESIS DE APROPIACIÓN


La teoría mimética de René Girard concibe los deseos humanos como algo esencialmente derivado, cuya raíz no surge del interior del sujeto deseante, sino que su naturaleza es exterior. Los deseos (esos que no compartimos con el resto de animales) no son objetivos, sino que vienen determinados por los condicionantes exteriores y por la constitución fuertemente mimética del ser humano. Lo mimético, que tiene las mismas características ambivalentes de lo sagrado (de hecho son una y la misma cosa), es lo que divide y al mismo tiempo lo que separa, lo que diferencia; es productor de ‘lo mismo’, lo propio, de la indiferenciación. Las identidades humanas se articulan a partir de la mímesis.

El deseo mimético es entendido por Girard como algo de génesis unitaria pero que produce dinámicas múltiples y diferentes. Se trata de un fenómeno único que da explicación a infinidad de comportamientos humanos, tales como el voyeurismo, el masoquismo, el sadismo, etc. Esta pluralidad de manifestaciones tiene que ver con los diversos tipos de conflicto que nuestra naturaleza mimética puede generar. Dentro de esta perspectiva, se podría afirmar que todo conflicto humano arraiga en lo mimético ("la mimesis de apropiación está en el origen de todo”).

El origen de todo conflicto humano se produce cuando dos o más individuos convergen hacia un mismo objeto. La pulsión de desear lo que el otro posee obliga a todas las sociedades humanas a generar todo un sistema de tabúes y prohibiciones para poner coto a la potencialidad de los conflictos miméticos. Se produce una auténtica ‘represión del conflicto mimético’, que consiste en prohibir lo que pueda suscitarlo, disimulándolo detrás de los símbolos de lo sagrado (en las sociedades tradicionales son exclusivamente religiosos, aunque en las más desarrolladas adoptan también otro tipo de formas).

Los tabúes y las prohibiciones recaen, no sobre los objetos raros, lejanos o inaccesibles, sino sobre los objetos más cercanos y más abundantes, porque son, evidentemente, los que suscitan más conflictos. Pero no sólo porque sean los más cercanos los que generan más tensiones, sino porque el deseo pretende específicamente los objetos más cotizados y deseados por los demás. Su naturaleza conflictiva es inherente.

miércoles, 21 de marzo de 2007

LO ALEMÁN


"En la literatura alemana predominan más que en cualquier otra un toque de locura, una tentación radical, un inquietante extremismo vital (...) En el romanticismo alemán palpita un estado del espíritu montado sobre el caballo de una educación que va más allá de las rigideces bárbaras y toca el abismo".

De esta manera comentaba hace unos días el escritor José Luis de Juan el Michael Kohlhaas de Heinrich von Kleist. Ciertamente hay algo en el espíritu alemán (espíritu no interpretado como esencia, sino como ethos) profundamente vinculado a lo elemental, a lo abisal que escapa a cualquier mesura. Y no sólo sucede en la literatura, sino también en la filosofía, cuya primera línea metafísica ha sido copada estos últimos siglos por pensadores alemanes (con alguna que otra prolongación francesa). Heidegger, Hegel, Hüsserl, Kant, Nietzsche, Wittgenstein, Jünger y un largo etcétera no podrían haber sido otra cosa que alemanes. Los hermana a todos un mismo ímpetu revuelto, unas interioridades crispadas y volcadas hacia las fuerzas elementales y su poderosa y omnímoda ambivalencia. Lo absoluto, lo verdadero, el Ser, el 'último dios', nombres diferentes para referirse a aquello que estalla y se desmorona cuando tratamos de poner nuestros pies sobre su superficie, lo que nos ciega cuando nuestros ojos lo buscan. Lo abisal que nos devora en su extaticidad.

domingo, 18 de marzo de 2007

NIHILISMO(S)


Por ‘nihilismo’ (término que procede del latín nihil, ‘nada’) se suele entender una cierta creencia en la nada, una negación de todo principio y autoridad, moral o religiosa. En consecuencia, resulta algo habitual que se asocie nihilismo a enfermedad, destrucción, mal o caos, al mismo tiempo que ‘nihilista’ sería todo aquel que, no sólo no profesa, sino que también niega, toda creencia o doctrina. Sin embargo, no podemos hablar de un único nihilismo, pues, a pesar de nacer de un fondo común, de un nihilismo originario que es parte de la esencia humana, ha llegado a adoptar a lo largo de la historia figuras muy diversas.

La nada es la figura central del nihilismo, pero muchas veces ha sido malinterpretada, con lo cual se dificulta una correcta comprensión del fenómeno aquí analizado. Por lo general se la ha entendido en referencia a lo ente, más concretamente a la ausencia de entes o cosas, pero esta negatividad siempre hace referencia a un algo, aunque sea negando la existencia de ese algo. Por ejemplo: cuando se dice ‘A no existe’ ya se refiere uno a que A es algo, que si supuestamente no existe, sí que es pensable, determinable; pero la nada no puede ser una cosa, aunque esa cosa se niegue. Esta comprensión negativa y defectuosa de la nada implica que se asocie siempre al nihilismo con la enfermedad y la muerte, en suma, con la pérdida de algo que nos es arrebatado; el nihilismo significaría así el fin de un estado de supuesta salud y normalidad. Pero el verdadero sentido de la nada hay que buscarlo en otra dimensión, en la ausencia de fundamento de los valores humanos. Es dicha ausencia, con el sinsentido que provoca, la que determina el surgimiento de la angustia, aquello mediante lo cual la nada se nos revela en su condición esencial de otredad, instalándonos así en el puro desarraigo. La angustia desvela el abismo de la nada, que para nosotros llega a ser algo peor que la propia muerte. Precisamente todo sistema de creencias tiene como fin superar el trauma de la muerte [1], pero la nada llega a suponer un problema más difícil de salvar. Ejemplos actuales de esta cuestión los tenemos en el terrorista islámico, que teme con mayor intensidad el desarraigo que implica la falta de identidad y de sentido que su propia muerte. En el interior de estos sistemas de sentido clausurado el mal no se percibe de forma tan amenazadora como la confusión, la mezcla, la disolución de las diferencias y de las jerarquías.

En su famoso diccionario, José Ferrater Mora [2] se refiere principalmente a tres tipos de nihilismos: el moral (no existirían principios morales válidos), el epistemológico (sólo podemos conocer fenómenos, al no haber una realidad sustancial) y el metafísico (que significaría la pura negación de la realidad); todos son considerados de forma negativa. Me llama la atención que olvide Ferrater las aportaciones más interesantes a este tema, como son las de Nietzsche y Heidegger, pero más curioso todavía (por equivocado) es que otorgue a Sir William Hamilton (1788-1856) la condición de ser el primer pensador en servirse del término ‘nihilismo’, cuando en realidad fue Friedrich Heinrich Jacobi (1743-1819) el primer filósofo que utilizó esta noción con un fuerte contenido significativo [3], y lo hizo además en el apasionante contexto de la Alemania de finales del siglo XVIII, en plena efervescencia del Idealismo absoluto. Precisamente el momento de aparición del término fue una carta que Jacobi envió a Fichte en marzo de 1799 (en el contexto de la problemática idealista), y en ella esta palabra ya ostenta una clara connotación crítica, dirigida contra el proyecto filosófico kantiano, cuyos ideales ilustrados Jacobi considera perturbadores y disolventes. La función de la filosofía, el poner en duda (o entre paréntesis) las verdades dadas, en suma, el puro ejercicio de la crítica, no sería algo deseable ni defendible para la perspectiva tradicional y cristiana esgrimida por Jacobi. En el fondo, y a pesar de que con ‘nihilismo’ se refería también al idealismo, el proyecto de Jacobi no es muy diferente al de los mismos idealistas, pues ambos tratan de salvar más o menos lo mismo que ciertas especulaciones de Kant ponen en peligro: lo absoluto indeterminado [4]. Si lo absoluto no es más que una nada, en el sentido de que no puede ser una ‘presencia’, un darse empírico o reflexivo, entonces todo está en peligro. Para Jacobi, la única salvación frente al nihilismo es la creencia, el retorno a un tipo de conocimiento puramente trascendente, que sitúe a Dios como garantía absoluta de validez: “el hombre se pierde a sí mismo tan pronto se quiere fundamentar exclusivamente en sí mismo. Todo se pierde entonces poco a poco en la nada” [5].

Mucho se ha escrito sobre el papel de Friedrich Nietzsche (1844-1900) en la eclosión del nihilismo como tema en el pensamiento europeo, de modo que sólo apuntaré algún breve aspecto. Por ejemplo: que su célebre dictamen de la ‘muerte de Dios’ no es tanto un acto de afirmación en el ateísmo como la revelación de que toda verdad absoluta (que pretende ser única y total) no es más que una interpretación que coexiste entre muchas otras. De la misma manera la ‘huida de los dioses’ de Hölderlin también significa que no hay fundamento que sea garantía absoluta de verdad. Todo discurso se generaría, según Nietzsche, mediante categorías ‘nihilistas’, como son las de unidad, finalidad y verdad. Aunque en el fondo estas categorías no serían nihilistas en sí mismas, pues en cierta medida son inevitables para que exista el conocimiento, sino únicamente cuando se pretenden imponer con vocación de absoluto, intentando trascender el ámbito formal al que deberían limitarse en busca de un sentido ontológico. De esta manera, el nihilismo nietzscheano no sería más que un tener fe en estas categorías.

Sin embargo, fue Martin Heidegger (1889-1976) quien más y mejor profundizó en la esencia del nihilismo, concretamente en su texto La determinación del nihilismo según la historia del ser [6], donde distingue decisivamente entre dos clases de nihilismo:

- el nihilismo impropio: que es el comúnmente aceptado, al que se le adjudican connotaciones destructivas y degradantes, y cuya esencia es cosa del hombre. Para esta interpretación el nihilismo pertenece al dominio de lo destructivo, que implica entre otras cosas un no preguntar por la esencia del propio nihilismo.

- el nihilismo propio: que es el que Heidegger, con la ayuda de Nietzsche y Jünger, define y revela como originario. Consiste en la suplantación del ser por parte de lo ente, de lo ontológico por parte de lo óntico. A diferencia del impropio, cuya esencia es el hombre, en este caso lo esencial del mismo es el propio ser, y con él la esencia del hombre, no el hombre únicamente en su sentido más inmediato.

El nihilismo impropio es un fenómeno ‘exterior’, una determinación que tanto puede ser histórica, cultural, ideológica, religiosa, etc. (es decir, contingente), del nihilismo propio, que es el fundamental, pues conecta y arraiga con/en la esencia del hombre. Lo propio del nihilismo precisamente radica en la pretensión de totalidad absoluta que puede adquirir un determinado ente, que trataría de alcanzar la decisiva pero inconquistable dimensión ontológica. El ser siempre se ha pensado sólo desde y en dirección al ente, por lo que su esencia más profunda permanece oculta tras el velo inconsistente de lo óntico. La figura preeminente de la metafísica occidental, el sujeto [7], en su pretensión de dominar la profunda ambivalencia del ser, lo ha objetivado como si fuera una cosa, un ente.

A pesar de lo que se suele decir no parece que el nihilismo sea algo que conduzca directamente a la barbarie, casi diría que sucede lo contrario. El nihilismo entendido de forma ‘impropia’, es decir, como una cierta defensa de un relativismo absoluto, no permite explicar los casos más destructivos de barbarie que se han dado en la historia. Al contrario, como el ser humano siempre necesita ideales y creencias para justificar sus actos [8] , todo sistema criminal que ha existido se ha constituido sobre unos postulados firmes y determinados (ejemplos: nazismo o estalinismo [9]). Paradójicamente la barbarie sólo se justifica y desarrolla a partir de creencias e ideales. Aunque a este respecto también hay que puntualizar, más que nada para no caer en un relativismo fácil, que no basta con tener creencias, independientemente de su contenido, para convertirse en un criminal. La clave reside aquí en la pretensión dogmática que le damos a estas creencias, cuando se convierten en excusas para consagrar la unidad social y cultural; es decir, que el salto hacia la barbarie sólo se da cuando pretendemos que unas creencias concretas alcancen la dimensión fundamentadora de lo ontológico, un carácter eterno y totalizador. Pretender que se tiene toda la verdad, una verdad total y absoluta, eso es puro nihilismo destructor.

Pero, ¿quiere esto decir que cualquier doctrina, cualquier sistema, es igual de letal? Ni mucho menos, no deberíamos caer en esa nivelación acrítica sin analizar cada caso por sí mismo, porque evidentemente no es lo mismo la doctrina del nazismo o del estalinismo que la de las democracias occidentales, por mucho que éstas hayan podido justificar hechos despreciables, precisamente por caer en el salto hacia la barbarie de la sacralización de lo propio. En realidad el relativismo no es más que otra forma de nihilismo, tal vez la más peligrosa actualmente en las sociedades occidentales, porque es pura ideología, auténtico ‘darwinismo social’ [10]. Si es cierto que ningún sistema puede pretender ostentar la Verdad, es más cierto todavía que no todos los sistemas se acercan a ella en la misma proporción; no ocupan el mismo nivel en una jerarquía intelectual mínimamente rigurosa. Queda claro que ningún sistema tiene la Verdad (y no por incapacidad, sino porque, en esencia, no puede tenerla, porque la verdad es siempre, como lo absoluto, algo que-se-escapa), pero unos se acercan más que otros.

A nivel individual, un nihilista auténtico no puede convertir su nihilismo en ideología, primero porque su nihilismo no es algo propio (en el sentido identitario del individuo) y después porque la característica principal del verdadero nihilismo es que es irreductible a doctrina. El verdadero nihilista, precisamente porque sabe y conoce el fondo que de vacío tiene toda elección y toda creencia, siempre elige, no reprime su voluntad, pero sabe que lo que elige nunca podrá ser más que una elección entre otras posibles, una decisión [11] y no un acto de connotaciones trascendentales.

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[1] Se trata de relativizar los efectos de la muerte proyectando ‘trasmundos suprasensibles’ más allá de nuestra realidad inmediata.
[2] Diccionario de Filosofía, volumen 3. Ed. Alianza, 1979.
[3] El libro de Hamilton en el que se refiere al nihilismo, el primer tomo de Lectures on Metaphysics, fue publicado en 1859, mientras que la referencia de Jacobi data de 1799.
[4] Aunque los idealistas sigan un camino distinto al de Jacobi.
[5] Fragmento de su carta a Fichte.
[6] Capítulo del libro Nietzsche (traducido por Juan Luis Vermal para Destino, 2000).
[7] No hay que confundir aquí sujeto con ‘yo’ o ‘individuo’.
[8] Aunque no sólo para justificarlos, sino también para organizarlos y generarlos.
[9] Como recuerda el personaje de John Goodman en El gran Lebowski, oponiendo nazismo y nihilismo: “Nota, dirás lo que quieras sobre los principios del nacionalsocialismo, pero al menos tenían una doctrina”.
[10] Aunque sus defensores aseguren lo contrario tras una defensa del llamado ‘multiculturalismo’.
[11] ‘Decidir’ viene de de-cidere, que significa ‘cortar’ o ‘separar’. Es decir, que decidir implica un estar en la escisión de lo real, en la dimensión de lo contingente.

(publicado en Kiliedro)

viernes, 16 de marzo de 2007

EL PROCEDER GENÉTICO


Felipe Martínez Marzoa distingue en sus obras De Kant a Hölderlin y Hölderlin y la lógica hegeliana entre dos tipos distintos de procederes filosóficos, dos sentidos de la interrogación filosófica: el genético y el epagógico.

Por un lado, el proceder genético se caracteriza por construir su discurso a partir de un punto de partida, la génesis, que funciona como fundamento de todo el sistema, dirigiendo la investigación de manera finalista, hacia un punto final determinado. Esta “proceso genético-deductivo-constructivo” es el proceder habitual que se ha dado en la historia de la filosofía, el asumido por defecto por la mayoría de pensadores. Se buscaría un tipo de filosofía ‘productiva’, ya que lo importante (lo que motiva la necesidad de la génesis) radicaría en llegar a resultados en principio demostrados y fuera de todo cuestionamiento. La pretensión consistiría en que las determinaciones creadas por la génesis alcanzaran una dimensión de validez universal.

Por otro lado se encuentra el proceder epagógico (1), también llamado ‘fenomenológico’, que consiste en un encaminarse partiendo de lo que ‘ya es’ (el Faktum kantiano, el ‘siempre ya’ estamos en algo, hay siempre algo) en dirección a las condiciones mismas de la posibilidad, quedando fuera la posibilidad de partir de un fundamento absoluto. El sentido de esta interrogación filosófica sería el de ‘encontrar’, no de generar nada, pues no se trataría de un deducir o de un construir algo absoluto y definitivo, sino de un presentar lo a priori en la misma esencia de su aprioridad, es decir, de las condiciones de posibilidad. En este caso, los resultados serían una cuestión secundaria, ya que no se pretende defender un discurso concreto ni conseguir una definición clausurada de verdad.

Si por una parte el proceder epagógico trata de mantener en su irreductibilidad la figura de la dualidad (en sus versiones de sujeto/objeto o en la kantiana entendimiento/sensibilidad), el proceder genético intenta suprimir la misma mediante el privilegio de uno de sus dos elementos, que pasaría a ocupar la posición central y genética del sistema, sometiendo jerárquicamente a su opuesto. La dualidad, por tanto, desaparecería como tal para convertirse en un sistema genético de opuestos asimétricos.

Este último proceder sería el que determinados filósofos han adoptado como proyecto de su pensar (Heidegger, Kant), aunque algunos de ellos puedan llegar a recaer en el primero, que es el mayoritario, pues la tendencia (más bien la tentación) a la génesis es difícil de resistir; hay en ella algo que pertenece a la esencia del hombre, y ese algo podría ser la pretensión de escamotear al Ser bajo el velo de lo ente, el intento de suturar la escisión originaria (que crearía las dualidades), no sólo en el plano filosófico, sino también en el religioso, el moral, etc. Mediante este proceder las huellas de la escisión son ocultadas y reconvertidas en el fundamento de todo sistema cultural.

(1) Epagogé es un término utilizado por Aristóteles y que suele traducirse por ‘inducción’, aunque Marzoa le da una connotación de búsqueda ontológica.

(2) Causa común en los sistemas nihilistas (Nietzsche), en los metafísicos (Heidegger) o en los sacrificiales o expiatorios (René Girard).

martes, 13 de marzo de 2007

VOCABULARIO: 7. METAFÍSICA


Como su propia etimología ya nos indica claramente (‘más allá de la física’, o de la ‘naturaleza’), la metafísica se caracteriza por un cierto trascender lo dado, un ir más allá de las apariencias, un estar animado por la pretensión de superar las certezas que emanan de la pura inmanencia y que, por tanto, no pueden ser más que contingentes, no absolutas o universales. Queda claro, por tanto, lo que debe evitar la metafísica, pero: ¿cuál es en realidad su objeto? Toda disciplina intelectual tiene un objeto determinado y concreto, sea de la naturaleza que sea, pero eso no sucede así con la metafísica, porque si parece que su objeto es el ‘ser’ o lo ‘absoluto’, ¿qué cosas son este ‘ser’ y este ‘absoluto’? ¿Puede llegar a conocer la metafísica su objeto, en lo que éste consiste y lo que este es? Lo que está claro es que la metafísica es una disciplina radicalmente distinta a cualquier otra; su historia no es otra que la de una ‘odisea’ que, a diferencia del relato homérico, nunca puede ser plenamente consumada. El retorno de Ítaca es algo que siempre quedará como proyecto, como proceso de acercamiento nunca culminado, como algo que no podrá aparecer bajo una forma definitiva, pero no por incapacidad, sino porque lo que se busca es aquello que siempre se nos escapa. La metafísica no pretende ser edificante; su signo es el interrogante, no la certidumbre.

sábado, 10 de marzo de 2007

GRECIA vs. ALEMANIA


El pensador español Felipe Martínez Marzoa está de acuerdo con los Monty Python en que un enfrentamiento entre las potencias filosóficas de Grecia y Alemania (los dos 'dream team' del logos) se saldaría con victoria helena (aunque sea por un ajustado 1 a 0 y en el último minuto). Los motivos tendrían que ver con el diferente trato operado a la cuestión de lo absoluto y del desarraigo que la imposibilidad de presentarlo implica.

En el Idealismo alemán la conciencia de la escisión originaria (la que implica la aparición de la reflexión, con la separación de sujeto y objeto) que se impone claramente, abriéndose de esta manera una dimensión de desarraigo como hasta la modernidad no se había conocido, y cuya influencia se ha extendido a todo espacio cultural y social de Occidente hasta nuestros días. Según Marzoa, el idealismo alemán, a diferencia de la filosofía griega, proyecta afirmar dicho estado de disolución (la imposibilidad de postular ningún principio como garantía absoluta de validez), tratando de fijar el desarraigo como sujeto. Pero Marzoa señala que el preguntar filosófico no consiste en un “instalarse en algún otro modo de saber o decir; la pregunta filosófica no tiene estatuto; es irreductiblemente desarraigo” (Hist. de la Filos. II, p. 110). Y es que, en el discurso moderno, la ruptura, la pérdida, tiene ya el carácter de autocerteza y de afirmación, afirmándose así la ‘inconsistencia’ real de las cosas (Marzoa, p. 114). Sin embargo, en Grecia (en Platón, por ejemplo) las cosas son en principio algo consistente; sólo es cuando las analizamos mediante la reflexión que esta consistencia inicial se nos escapa. Tampoco en el pensamiento griego se promovería un ‘instalarse’ definitivo, sino que se mantiene una cierta distancia con el instalarse mismo, con la identidad. Por tanto, en Grecia la dimensión del desarraigo estaría más presente, no como tema (al menos no como tema con pretensión de clausura), sino como fondo inmanente.


* Grecia 1 (Sócrates, minuto 90)- Alemania 0.

Grecia: Platón; Epicteto, Aristóteles, Sofocles, Empédocles; Plotino, Epicuro, Heráclito, Demócrito; Sócrates y Arquímedes.

Alemania: Leibniz; Kant, Hegel, Schopenhauer, Schelling; Beckenbauer, Jaspers, Schlegel, Wittgenstein (Marx, 85'); Nietzsche y Heidegger.

(entrenador alemán: Martin Lutero).

árbitro: Confucio (tarjetas: amarilla a Nietzsche).
jueces de línea: Santo Tomás y San Agustín.

lunes, 5 de marzo de 2007

VOCABULARIO: 6. CHIVO EXPIATORIO


"La expresión chivo expiatorio se remonta al caper emissarius de la Vulgata, interpretación libre del griego apopompaios ('que aparta los castigos'). Este mismo término constituye en la traducción griega de los Setenta una interpretación libre del texto bíblico hebreo (1), cuya traducción exacta sería: 'destinado a Azazel'. Se cree generalmente que Azazel es el nombre de un antiguo demonio del que se decía que habitaba en el desierto (...).

Ya en el siglo XVIII algunos investigadores relacionaron el rito judío del chivo expiatorio con otros ritos que se le parecen mucho (...). Existe una relación entre las formas rituales y la tendencia universal de los hombres a tranferir sus angustias y sus conflictos a unas víctimas arbitrarias. Esta dualidad semántica de la expresión 'chivo expiatorio' aparece en el bouc emissaire francés, en el scapegoat inglés, en el Sündenbock alemán y en todas las lenguas modernas".

René Girard, De choses cachées depuis la fondation du monde.

(1) Capítulo 16 del Levítico.

viernes, 2 de marzo de 2007

EL TABÚ DEL SUICIDIO


Arcadi Espada recordó el pasado 17 de febrero en las páginas de El Mundo que el tabú del suicidio sigue muy presente en la prensa española. 3.381 son las personas que se suicidaron en un año en España (un millón en todo el mundo cada año), lo que implica más muertos que en las carreteras, en las alcobas, por terrorismo, todo junto. Pero, a diferencia de estos últimos casos, los focos de la prensa no atienden a los suicidas. El motivo: la capacidad contagiosa que el suicidio se dice que posee. Arcadi ya se refirió a esta curiosa situación en Diarios (Alianza, 2002), incidiendo en sus aspectos más llamativos, que en esta ocasión ha ampliado ligeramente.

La naturaleza humana es mimética, mucho más que cualquier otra especie animal; de esta manera aprende y desarrolla sus capacidades, se socializa. En el amor, en el trabajo, se podría decir que toda conducta humana tiene un componente mimético, que la influencia del prójimo es decisiva en nuestros actos y decisiones. Pero eso sucede con todo, no sólo con el suicidio, porque es absurdo otorgarle a este hecho unas capacidades contagiosas más peligrosas que las de otro tipo de violencia, esa que atiborra los medios de comunicación, ejercida brutalmente sobre segundas y terceras personas. Y, por este lado, las noticias de asesinatos no sólo no están prohibidas sino que se ofrecen con lujo obsceno de detalles, lo que evidencia que tenemos fascinación por la violencia hacia el otro (estas noticias estimulan nuestro inextirpable pathos de dominio y agresión), por las estrategias de poder. Pero la violencia ejercida contra uno mismo nos perturba, no vemos victoria alguna en ello. Más grotesco todavía es que los pocos casos de suicidio que sí ofrecen los medios correspondan a personas con influencia social, es decir, ese tipo de gente cuyos actos son seguidos por el público, siendo por ello más susceptibles de imitación. Por no hablar del caso de los terroristas-suicidas.

Entonces, ¿qué problema hay con el suicidio? Arcadi afirma que todo este tabú nace con las primarias tesis de dos autores a los que la historia ya ha olvidado: Paul Moreau de Tours (1875) y Paul Aubry (1896), que se han aceptado de forma acrítica y yo diría que supersticiosa. Pero el problema, a mi juicio, se entiende mejor si dejamos de lado las absurdas tesis de los prohibicionistas y nos centramos en el suicidio en sí mismo, como fenómeno, en la negativa consideración que siempre ha tenido en la religión cristiana (también en la islámica), y en que esa visión negativa ha sido asumida por el occidente supuestamente laico. Podemos tolerar la exhibición de noticias de violencia despiadada y múltiple (asesinatos de niños, violaciones, secuestros, etc.), pero ante el suicidio surge el pánico, se abre el abismo, todo se encuentra en peligro. Hay que protegerse. En un crimen puede haber creencia (mejor dicho: casi siempre la hay), fe en algo, cierta fidelidad al mundo, una ideología detrás que lo justifique. Pero en el suicidio no hay nada de eso, sólo el puro nihilismo, la falta de anclaje, la pura desaparición, la nada. Del suicidio nos perturba más la falta de sentido que puede llevar implicado que la muerte misma, y es que en las sociedades humanas el sentido (la necesidad del mismo) siempre ha estado por encima de la muerte. La esencia de todo sentido consiste en superar el trauma de la muerte y no hay muerte que ponga más en duda todo sentido que la del suicida.

Por la película La vida de los otros me he enterado estos días que la RDA prohibió en 1977 no sólo informar en la prensa de los suicidios sino también hacer públicas las cifras anuales. En ese proyecto de vida totalizada (y totalitaria), que el suicidio existiera, y además a niveles tan elevados, podría tener un efecto descorazonador en los habitantes. En una dictadura el suicidio no es algo exclusivamente individual porque no existen los individuos, sólo la comunidad, y es ella la que se siente agredida cuando uno de sus miembros decide matarse sin su consentimiento. Un suicidio en la RDA ponía en cuestión el propio sistema, la verdad de las tesis que lo sustentaban todo. Pero la censura que existe sobre este tema en las democracias no se entiende más que si consideramos que los responsables de dicha censura piensan de la misma manera colectivista y paternalista que los dirigentes de Honecker. No hay individuos, sólo un sistema y hay que creer en él.

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