(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Cada
27 de enero, fecha de la liberación de Auschwitz en 1945, se conmemora mundialmente a las víctimas del Holocausto.
A principios de siglo, cuando comencé a pensar en el contenido de mi
tesis doctoral, la Shoah era el tema más acuciante y atractivo. Pero en seguida
me di cuenta de que estaba demasiado verde para abordarlo, por eso lo
aplacé. Las teorías de René Girard, que fue finalmente el elegido, me
sirvieron para entender mejor el proceder del nazismo. Así, llamé
‘pathos identitario’ a la pulsión que nos arrastra a ser yo
excluyendo toda otredad, asumiendo una idea antagónica de la
identidad, ya sea individual o colectiva. La identidad es inevitable,
necesitamos darle sentido al mundo para sobrevivir. Pero este proceso
de configuración de lo propio suele salirse de madre con bastante
facilidad, y el nazismo impuso una manera de ser alemán bestialmente
unívoca. Cultivó la cohesión colectiva hasta extremos poco
conocidos, depurando todo lo que se diferenciaba de ese Volk ario.
Y, en su resentimiento descomunal, sobre todo quiso aniquilar todo lo
judío. Estuvo a punto de hacerlo.
El
pasado miércoles se proyectó en Palma un recomendable documental
sobre el superviviente judeoalemán Siegfried Meir: Después de la niebla,
de Luis Ortas. Meir publicó hace unos meses su autobiografía, Mi
resiliencia, que
también aconsejo.
Si mucha gente que ha sobrevivido a puntuales atentados terroristas
nunca acabará de recuperarse de esa traumática experiencia,
imaginemos lo que supone superar Auschwitz: estar meses, años, en el
Infierno, sometidos hasta lo más bajo. No, no somos capaces de
imaginarlo.
Meir
lleva 50 años viviendo en Ibiza, “único lugar en el que nunca me
he sentido extranjero”, y donde ha renacido. Varias veces. Lo que
fue Auschwitz, y los otros cinco campos de exterminio, apenas puede
expresarse. “¿Cómo decir que la diarrea del que agoniza se
derrama sobre el que duerme debajo?”, escribe el psiquiatra
Boris Cyrulnik en el prólogo al libro. Como otros supervivientes,
Meir ha contado su experiencia en escuelas. Hasta un niño entiende a
la primera que la apología explícita de la crueldad puede generar
millones de muertes, pero cuesta más explicar, y no sólo a los
chavales, que también se pueden apilar tantas montañas de
cadáveres, o incluso más, desde la defensa de la bondad e igualdad
universal, como ejemplifica el otro totalitarismo del siglo XXI: el comunismo.
Quién
sabe si la única manera de sobreponerse a Auschwitz, ese proyecto
ultra-identitario, la clausura despiadamente excluyente sobre lo
propio, consiste en trocear el yo, multiplicar las personas que nos
habitan, ser una plétora de heterónimos pessoanos. Por eso
Siegfried Meir tuvo que ser también Luis Navazo, Jean Siegfried o
Bacharach para no matarse. Jaume Sisa, otro adicto a la
heterogeneidad, resolvió: “Yo no sé quién soy… ¡Ni me
importa!”.