viernes, 28 de agosto de 2009

LA MUJER CTÓNICA (10). EL ANTICRISTO DE VON TRIER


Dice un pasaje de la Sunna: "un hombre, una mujer. Y Satán en medio". Éste podría ser el lema del Anticristo de Lars von Trier, una película portentosa, por mucho que diga la mediocre crítica cinematográfica española (ya en lo único que aciertan es en las condenas al cine patrio), un soberbio ejercicio de cine arriesgadísimo y de gran factura. Verla provoca que (casi) todo lo que se había dicho sobre ella, montones de artículos enfebrecidos de indignación, quede aniquilado (sólo salvaría dos críticas, la de Oti Rodríguez Marchante y la de Jordi Costa, aunque lo mejor que he leído sobre la cuestión está en este blog prometedor), sepultado, bajo el peso de un talento perdurable.
 
Cuando vi Dogville pensé en seguida que Trier había leído atentamente a René Girard. Por la profundidad de su análisis de la naturaleza humana, por el enfoque de determinadas conductas y resoluciones. En esta ocasión tengo la sensación de que Trier ha leído a Camille Paglia, con lupa, línea a línea, palabra a palabra. De acuerdo que trazar este tipo de analogías muchas veces indica poco del criterio del que las realiza (lo más fácil del mundo, lo que hasta un niño puede hacer, es recurrir al modelo analógico), pero en este caso, simplemente, todo cuadra, porque esta película es un absoluto homenaje a la mujer ctónica, a sus atributos esenciales, a sus motivaciones, al despliegue de su mortífero poder, etc. Es un retrato de precisión tan milimétrica, tan perfecta, que da miedo auténtico. El terror que practica en esta obra Trier no es otro que el terror ctónico, aquel que verdaderamente provoca pavores insondables.

La concentración dramática de la película es modélica, quedando todo reducido a los dos personajes principales (en toda la película sólo aparece otro ser humano con rostro: el niño que fallece al inicio del filme) y a la dialéctica del conflicto que escenifican de forma obsesiva. La descontextualización es casi total. El marido (Dafoe), terapeuta con aires de cierta prepotencia, orgulloso y convencido representante de las fuerzas apolíneas de la existencia, se erige en mentor psicológico de su mujer (Gainsbourg) en el duelo que ella padece por la muerte del hijo de ambos, poniendo en marcha una terapia cognitiva cuyo fin no es otro que familiarizarse con el dolor, no escapar a él, sino abrazarlo. Por eso el matrimonio se dirige a una cabaña en el bosque, porque es éste último lo que ella dice temer con más fuerza. Pero el bosque es el velo que encubre algo mucho peor, aquello que verdaderamente perturba a la mujer y la conduce a un vertiginoso delirio: ella misma. Enfrascada en la realización de una tesis muy pagliana, que versa sobre la persecución a la que histórica y universalmente ha sido sometida la mujer, la esposa traspasa el papel y adopta en sí misma el rol de la mujer demonizada por los hombres, poniendo en marcha unas fuerzas que acaban desbordándose en la última media hora escalofriante del rodaje. El final, con miles de mujeres (sin rostro) escalando la montaña de la que huye Dafoe, en dirección a la pira funeraria del Anticristo (vigilada por tres figuras alegóricas: ciervo, zorro y cuervo), la sacerdotisa de la Iglesia de Satán (que es la Naturaleza), es una guinda sorprendente a lo narrado en esta durísima pero, a su modo, bellísima, película.

No sé si Trier está loco o no (parece que esto es lo único que interesa a la prensa cinematográfica), pero, desde Dogville, estoy convencido de que es uno de los mejores cineastas de la historia. Aparte del discurso (mucho se podría decir sobre las intenciones del cineasta al respecto, pero yo no me arriesgaría a afirmar simplemente que él defienda un discurso abiertamente antictónico. Trier es uno de esos creadores cuyas intenciones siempre son superadas, y a veces anuladas, en el vórtice del proceso creativo. El resultado de sus películas no tiene por qué darnos el diagrama mental de lo que dice o piensa el señor Von Trier sobre esto y lo otro. Entre otras cosas, porque Trier parece una persona especialmente confusa, de esas que no defienden las mismas cosas durante mucho tiempo), la realización del filme es prodigiosa. Se entiende, entonces, que la película esté dedicada al gran Andrei Tarkovski: el retrato de las emanaciones de la naturaleza (auténtico Útero-Tumba, manantial de las fuerzas ctónicas, siempre en movimiento envolvente, asfixiante, magmas torrenciales de viscosidad irracional) y de la vida onírica de los protagonistas debe lo suyo al particular estilo del cineasta ruso. Anticristo tiene una factura espléndida incluso en el prólogo y en el epílogo, rodados en blanco y negro y a cámara lenta, con música de Haendel (el delicado Lascia ch'io pianga de la ópera Rinaldo), lo que podría vincularse al lenguaje del videoclip, pero nada más lejos. Trier retrata justo aquello que otros cineastas dejan de lado cuando tratan temas similares; opta por la parte oscura, la verdaderamente oscura y no esa que es sólo oscuridad de pega al servicio del espectáculo (estilo Calixto Bieito, vamos).

domingo, 23 de agosto de 2009

LEONARD COHEN, PLEASE DON'T PASS ME BY

"Hay una ruptura en todo. Así es como penetra la luz" (Anthem)

Todavía no me explico por qué no asistí al concierto de Cohen en Palma la semana pasada. Tenía tres o cuatro motivos para no hacerlo, motivos que parecían consistentes en un primer momento pero que ahora, a posteriori, han perdido toda su aparente consistencia. He escuchado y disfrutado todo lo que ha publicado Cohen, durante cientos y cientos de horas, tengo libros suyos, otros biográficos, etc. En fin, que soy coheniano hasta la médula desde hace más de una década. Y aún así no fui. No quise o no supe entrar en la Tierra Prometida del comandante Cohen.

Tarde y mal, de todas maneras me gustaría dejar aquí una delicatessen de Cohen, como homenaje al que ha sido uno de mis mejores maestros. Dejaré de lado sus piezas más conocidas y famosas para señalar una rareza absoluta (la pieza es tan rara que he tenido que subirla yo mismo a internet), una pieza que sólo grabó una vez en un disco en directo, el Live songs de 1973, que recopila piezas tocadas en sus giras de 1970 y 1972 en sitios tan variopintos como París, Londres, Bruselas, la isla de Wight o una habitación de Tennessee. Fue aquella su época más enloquecida y sombría, en la que un Cohen totalmente subsuelítico luchaba diariamente contra la idea del suicidio; lejos quedaba todavía su equilibrio budista. Ese sufrimiento se trasluce claramente en este canción desesperada, alucinada, enfermiza, machacona, como puede comprobarse echándole un vistazo a su sobrecogedora letra. Un auténtico apotropaion (amuleto para alejar los miedos) cuya finalidad consiste en conjurar lo que nos lleva al abismo (se nota, por su desgarrado y desatado tono de voz, que Cohen se lo jugaba todo en esa época); por eso mismo, fue tal vez la canción más escuchada por un servidor en esas infernales noches subsuelíticas de no hace tanto tiempo. Su título, Please don't pass me by (a disgrace). Una joya de 13 minutos (es la canción más larga de Cohen, si no me equivoco) interpretada en el Royal Albert Hall de Londres en 1970.

lunes, 17 de agosto de 2009

RENÉ GIRARD, LA VIOLENCE ET LE SACRÉ


René Girard
Cargado por Reyvilo. -

Otro video de Girard en la red. En este caso se trata de un extracto del documental René Girard, la violence et le sacré (2006, 173 min.), realizado por Pierre-André Boutang, Benoit Chantre y Annie Chevallay.

miércoles, 12 de agosto de 2009

OSARIO DE SEDLEC

(video de Jan Svankmajer)

Hasta hoy mismo no conocía el Osario de Sedlec, un lugar que, con propiedad ajustadísima, pasa a convertirse en uno de los feudos más subsuelíticos que deben existir en el mundo. No entiendo cómo se me había escapado hasta ahora.


Situada bajo la Iglesia del Cementerio de Todos los Santos de Sedlec, en la República Checa, es obra del tallista Frantisek Rint (1870), que se sirvió nada menos que de 40.000 esqueletos humanos para dar forma a las más lóbregas ensoñaciones 'gigerianas' avant-la-lettre.


¿Quién podría pensar que bajo estas formas tan elegantes y apolíneas podría alojarse tal cúmulo de encarnaciones de la ctonicidad más sacrificial?


[otro video del osario y más imágenes: una, dos, tres, cuatro y cinco]

domingo, 9 de agosto de 2009

EMMANUEL CARRÈRE

Pocos podrán negar que el escritor y cineasta Emmanuel Carrère tiene cara de loco. Una cara de 'chapetado' (como diría el gran Rabino Satánico) impresionante. Los ojos de fijeza maníaca, la boca desgarrada, la cara hundida, todo tiende a lo esquinado, a lo retorcido. En otros casos tal vez esta analogía entre el rostro y el alma sea gratuita, pero no sucede así con Carrère. Este hombre no sólo siente predilección por el horror y la locura (aunque no para elevarlas a un altar, sino para profundizar en su misterio interno), sino que él mismo es una muestra de cada una de estas dos cosas. Se evidencia en el tercer libro suyo que he leído, Una novela rusa (Anagrama, 2008), en la que se congregan aquellos temas y situaciones que, desde una perspectiva algo más distanciada, había tratado en sus anteriores Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (biografía del escritor de ciencia ficción Philip K. Dick) y El adversario (historia del asesino J.C. Romand, que vivió una vida inventada durante 18 años. Sobre esta obra/caso fascinante escribí en su momento una disección para Kiliedro). Las tres obras componen una especie de trilogía, por la identidad de temas y también porque la génesis de estas obras se llevó a cabo de forma encadenada (se introdujo en el universo de Romand justo al día siguiente de acabar su libro sobre Dick, mientras que al poco de finiquitar El adversario da comienzo su periplo ruso).

Una novela rusa no es una novela, en el sentido de que su material no es la ficción, pues todo en ella es autobiográfico, pero se sirve del estilo narrativo novelístico. Carrère se prometió, al acabar El adversario tras siete tortuosos años de trabajo, que a partir de ese momento sería más positivo, más abierto a la inmediatez de lo mundano y al calor del prójimo. Quería cambiar, pero no pudo ser (le sucedió exactamente lo mismo entre la biografía de Dick y El adversario), al contrario, pues el material que dio forma a este libro lo envió de nuevo a las profundidades de su interioridad, a practicar lo que Samuel Beckett llamaba "espeleología del ser". La obra se construye a partir de los varios padecimientos que tuvo que soportar durante los dos años siguientes: la enfermiza relación con su amante Sophie; la influencia que sobre su familia tuvo la dostoievskiana figura del abuelo Georges Zurabishvili (sobre todo para su hija, la madre de Carrère, Helène Carrère d'Encausse, secretaria perpetua de la Academia Francesa), que lleva a Carrère a enfrentarse con la parte rusa (y georgiana) de sus raíces; y el caso de un pobre húngaro, András Toma, superviviente de la segunda Guerra Mundial que pasó 50 años en un sanatorio psiquiátrico de Kotelnich, en la Rusia profunda. Hacia esas terribles tierras caucásicas se dirige Carrère, en diversas ocasiones (primero para grabar un documental, luego una película, Retour à Kotelnitch, y finalmente para asistir a un funeral), en busca de algo importante, apremiante, pero que nunca se concreta del todo.

Las andanzas rusas de Carrère, narradas con su habitual pulso fascinador (Carrère es un narrador que engancha), suponen un striptease absoluto del autor, una exhibición de su personalidad que difícilmente suele darse en casos de otros escritores. Es decir, el egocentrismo exhibicionista es algo muy habitual en escritores, sí, pero Carrère incurre en algo menos habitual que consiste en mostrar de forma minuciosa su parte más negativa, sin remilgos ni indulgencias de ningún tipo, buscando, tal vez, algún tipo de purificación a sus padecimientos. Busca la verdad de su abuelo, que él interpreta como su propia verdad, colaboracionista con los nazis que desapareció al final de la guerra, pero esa búsqueda se va bifurcando en diversos caminos que lo desagarran aunque trate de unificarlos en un posible final catártico. Básicamente toma el camino inverso de su madre, que prefirió ignorar el drama de la familia; como escribió Cesare Pavese, "no nos liberamos de una cosa evitándola, sino sólo atravesándola", hasta las heces. Al final no hay catarsis, pero tampoco una hecatombe. La locura y el horror, aunque controlados, siguen presentes, latiendo bajo la fina capa epidérmica de la vida cotidiana.
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