miércoles, 31 de enero de 2007

LA MIRADA INFERNAL (y 3)


Dogville: las identidades sacrificiales

La tercera y última película de esta serie de artículos no es otra que Dogville, dirigida en 2003 por el danés Lars von Trier. Aquí me voy a ocupar de su versión ‘extendida’ (171 minutos), pues la ‘editada’ elimina del metraje 30 minutos que tienen una importancia determinante para lo que pretendo analizar. El film ilustra un tercer aspecto de nuestra naturaleza más oscura y antagónica, la más estrictamente vinculada a lo sacrificial, y lo hace a partir de los elementos narrativos que le proporciona un pequeño pueblo estadounidense perdido en las Montañas Rocosas y una mujer que llega allí desde la gran ciudad. Si el tema principal de Crash era la naturaleza imitativa y conflictiva que posee todo deseo, y el de Irreversible la violencia misma cuando asume su papel devastador de sujeto omnipotente, en Dogville la identidad de lo individual y de lo colectivo es el asunto primordial. Este tema de lo identitario en la conformación de la psique individual y de los sistemas sociales ha sido estudiado profundamente por autores como René Girard, Cornelius Castoriadis o Mary Douglas. Podríamos adelantar que todo ente (individual o colectivo) para constituirse como tal requiere de una identidad excluyente, cerrada en un sistema de diferencias. Todo ente existe gracias a un opuesto (la dimensión de lo ente es la de la oposición), y este mismo en un sistema social acostumbra a ser un chivo expiatorio cuyo sacrificio permite la clausura del sistema, la unanimidad social y, por consiguiente, la identidad.

El discurso de Trier tiene un profundo alcance nihilista y antirousseauniano, pues es el ‘buenismo’ lo que peor parado sale de la película y la unidad ontológica de todo ser humano lo que se revela. La obra se narra siguiendo las directrices básicas de un cuento moral, con una manifiesta voluntad didáctica, que no edificante. Grace (Nicole Kidman) es una mujer que, huyendo de unos gángsteres en la primera mitad del siglo XX, llega al remoto pueblecito de Dogville, donde pasa a convertirse en su habitante número dieciséis. El joven intelectual y aspirante a escritor Tom (Paul Bettany), auténtico referente moral de la comunidad, es el que introduce a Grace en la misma, convenciéndola a ella y a sus vecinos para llevar a cabo una ilustración edificante que mejore el nivel espiritual del pueblo, que vive momentos de crisis. Pero todo lo que en un principio es convivencia idílica se transmuta lentamente en un escenario de humillaciones, abusos y violencias que tiene a la dulce y entregada Grace como objetivo polarizador. El cambio de comportamiento de la comunidad de Dogville con respecto a ella es espectacular, pero Trier se preocupa (y lo consigue, con su estudio casi entomológico) de garantizar su verosimilitud a partir de unas alteraciones lentas y graduales, con un registro atento a las reacciones de todos los personajes. Si al principio estos se muestran acogedores y generosos con la misteriosa fugitiva, a medida que avanza el film la cara que adoptan es la más abyecta y depredadora posible, y eso lo hacen todos, desde el joven retrasado (Jeremy Davies) hasta el líder espiritual de la comunidad (Bettany), con el que Grace mantiene una relación de amor llamémosle ‘platónico’ (acepción discutible pero que aquí nos sirve para entendernos). De acogerla como una más de la comunidad pasan a torturarla, violarla y humillarla sin contemplaciones. Convertida en un auténtico chivo expiatorio, la sociedad de Dogville decide entregarla a los gángsteres que la perseguían. Pero la historia no se acaba aquí, pues en despiadada pirueta final, Grace resulta ser la hija del líder de la banda (James Caan), que no quiere matarla sino recuperar a su rebelde heredera. Al serle entregado todo el poder en esta insólita reconciliación familiar, la primera decisión de la dulce Grace no es otra que exterminar a toda la población de Dogville (salvo al perro Moisés, detalle que revela mucho sobre el supuesto humanismo de la protagonista) y reducir el lugar a cenizas. Ella misma se encarga de ajusticiar (al estilo de la iconografía ‘auschwitziana’) a Tom, cuya traición la había herido profundamente. Pero replanteemos algunos puntos para tratar de entender lo que subyace en esta obra tan sorprendente y estimulante.

Analicemos a Dogville, concretamente las pautas de su en apariencia sorprendente cambio de registro con respecto a Grace. El pueblo, pobre y apartado del mundo, no pasa por su mejor momento y por ello Tom trata de rearmarlo moralmente. La inesperada llegada de Grace le permite llevar a cabo su proyecto altruista de entrega al prójimo. A él no le basta la simple convivencia comunitaria, sino que necesita darle a ésta un sentido que promueva una unidad edificante. Pero su altruismo, como demuestra Trier, parte de principios equivocados sobre la naturaleza humana, motivo por el cual todo su plan idealista acaba naufragando en el desastre más absoluto. Tom es un ejemplo del intelectual occidental que tiene a Rousseau por sumo sacerdote, que defiende la bondad esencial del hombre mientras culpabiliza a las circunstancias sociales y políticas de su violencia. Es un idealista y un convencido humanista, pero también es un fariseo, pues todos sus planteamientos altruistas no tienen otro objetivo que su propia arrogancia; el objeto de los mismos no es el bien de Dogville (ni de la humanidad), sino el de sí mismo, alrededor del cual fantasea con establecer un auténtico culto. Tom es un ‘aprendiz de brujo’ que se desentiende de su creación cuando las cosas se tuercen, y no duda en entregar a su amada Grace cuando siente en peligro el futuro de su carrera literaria y la máscara de su identidad personal. Su proyecto se resuelve positivamente en un principio, es decir, con la aceptación plena de Grace en Dogville (después de estar dos semanas a prueba), donde todos adoran a la recién llegada, valorando lo que de bueno ha traído al pueblo. La sensación de poder que experimenta Tom al conseguir integrar a la mujer en la comunidad es tremenda y su vanidad se dispara. La comunión integradora se escenifica en la cena conmemorativa del 4 de julio, y lo hace como una verdadera ceremonia de la unanimidad en la que todo es armonía y felicidad: Dogville resurge, Tom y Grace se declaran su amor y “hasta Chuck sonríe” (Chuck, interpretado por Stellan Skarsgard, es la persona más malencarada del pueblo). Pero esa misma noche todo empieza a torcerse. Las regulares visitas de la policía buscando a la fugitiva intranquilizan a la comunidad que, poco a poco, le va imponiendo unas condiciones más duras (trabajar más cobrando menos). Como es inevitable en estas situaciones, los abusos empiezan a sucederse y el respeto y el agradecimiento se transforman en desconfianza y en rencor. No hay planteamiento racional alguno en estas decisiones, pues Dogville no estará más segura aumentando el volumen de trabajo de Grace. La verdadera causa debe rastrearse a otro nivel. El miedo implica siempre un endurecimiento de la conducta, un aumento del caudal de violencia que, lenta pero implacablemente, se va volcando sobre la persona más indefensa: la recién llegada, la extranjera. Tras varios equívocos y situaciones incómodas, los peores abusos llegan en cadena: acusaciones falsas, agresiones, violaciones, humillaciones. La divinizada Grace es sometida a una culpabilización absoluta que libera a los acusadores de su mala conciencia; de ser una figura angelizada se pasa a la más absoluta demonización, y en ambos casos Dogville alcanza la unanimidad.

Sobre el tema de la unanimidad, cabe decir que existe en el Talmud un principio de justicia (citado frecuentemente por autores como Levinas, Girard o André Neher) por el cual todo acusado de forma unánime por un colectivo debe ser inmediatamente liberado. Es decir, la unanimidad acusadora en cuanto tal se pone sistemáticamente bajo sospecha, pues la falta de debate y la ausencia de pluralidad sugieren la inocencia del acusado. Lo que subyace a este aspecto del judaísmo es una concepción de lo humano como algo radicalmente plural, hasta el punto de entender que una homogeneidad absoluta sólo puede conseguirse gracias a la utilización coactiva de la fuerza o del mimetismo recíproco.

De esta manera los habitantes del pueblo, incapaces de asumir lo peor de sí mismos, desplazan sus culpas hacia la entregada Grace, cuya aceptación del martirio alcanza cotas crísticas (“nunca odiaré a nadie, hagan lo que hagan”). Y ante esta espiral de violencia contagiosa ni siquiera Tom la defiende, al contrario: el que se postulaba como referente moral de la comunidad tampoco asume sus responsabilidades y culpas, convirtiéndose al final en el principal acusador de su amada. Él es el que la utiliza para blindar la unanimidad espiritual de Dogville y el que decide entregarla en sacrificio a los gángsteres (todos saben, o al menos lo creen, que la entrega significa su muerte segura). Dogville se rearma moralmente, no gracias a Grace, sino en contra de ella.

Debo volver en este instante a lo inicialmente esbozado sobre la constitución de lo ente, individual y colectivo, siempre al servicio de la identidad. A Dogville, como a cualquier otra sociedad antes y después de ella, no le basta con satisfacer la necesidades primarias (materiales) para sobrevivir, sino que necesita un sentido y unas significaciones propias interpretadas de forma esencialista. Todo sistema humano se instituye en un orden que trata de alejar la incertidumbre de lo real, suturando la escisión originaria (escisión del Ser, representada míticamente como un Paraíso Perdido al que ya no tenemos acceso) que dio origen a la separación de sujeto y objeto. Todo sistema se clausura en certidumbres identitarias que no proporcionan conocimiento objetivo, sino consolación psicológica. La unanimidad es el mejor de los consuelos para una sociedad sacrificial, pues representa la certeza del creyente, la vuelta a la permanencia y a la supuesta eternidad de lo propio. Para ello la autocrítica debe ser erradicada, identificándose cada individuo con la totalidad del sistema al que pertenece. Hasta este preciso instante de la película Dogville parece ese sistema que va a re-fundarse en la armonía a través del sacrificio de un elemento ajeno; es decir, la película de Trier parece una reedición moderna de la Pasión de Cristo en la que el personaje de Kidman sería el cordero expiatorio que, por su bondad, debe ser conducido al matadero para el sacrificio que purificará a la comunidad de sus pecados. Pero el católico Trier va más allá y da una vuelta de tuerca a este modelo sacrificial que ya practicara con anterioridad en Bailar en la oscuridad y Rompiendo las olas. Al contrario que en estas dos películas previas (más ingenuas e idealistas), aquí la víctima ya no es inocente, al contrario: es peor incluso que sus verdugos. Grace no es una figura divina ni redentora, sino un ser humano como otro cualquiera, pero su máscara angélica no cae hasta la apocalíptica escena final, cuando decreta la aniquilación de Dogville. Durante toda la obra, como ya hiciera en las dos películas citadas, Trier se sirve de la identificación con la sufriente protagonista, recurso fácil si lo que uno pretende es ganarse emocionalmente al espectador: como todos nos consideramos ‘buenos’, vemos las cosas a través de la mirada del personaje más positivo de la película y por ello condenamos a los ‘malos’, que son, faltaría más, ajenos a nuestra naturaleza. Pero esta obra nos dice que todo el mundo, por brutales que sean sus actos, se ve a sí mismo de una forma positiva y complaciente. Todos los personajes parecen buenas personas al principio y de ninguno de ellos, en ese momento, se puede esperar los atropellos que van a acabar cometiendo después. Pero todos caen, ninguno soporta el abrumador peso de su humanidad, que consiste en la ambivalencia y en el polemos (elementos estos que el humanismo progresista expulsa de su idealizada concepción de lo humano). Como sucede en los Oficios de Tinieblas, todos se van hundiendo en la infamia, uno tras otro, casi por contagio. En el rito cristiano sólo Cristo aguanta, pero aquí no hay Cristo alguno, sólo humanos normales y corrientes, totalmente intercambiables, como también Dogville podría ser cualquier otro lugar del planeta. Poco a poco, en la medida en que pueden aprovecharse de una situación de superioridad, todos los individuos abusan del débil, sin excepción. Todos se sirven del poder para atacar al más desprotegido e indefenso. Los personajes de Bettany y de Kidman parecen ser los únicos que consiguen controlar su cara más tumultuosa, pero también caen. Él lo hace casi al final y con estrépito, pues sirviéndose de su liderazgo entrega a Grace a los que seguramente la matarán; Tom la sacrifica por “el bien de la comunidad” y lo hace con untuosidad y regodeo. Como todo Dogville, se enorgullece de su bondad, pero su comportamiento es repulsivo.

El pensador francés Edgar Morin nos permite comprender este tipo de conductas en apariencia contradictorias con su teoría del homo sapiens demens. Morin considera al hombre un ser tanto racional como irracional; razón y locura, sabiduría y demencia, son inseparables ontológicamente desde el momento en que el pensar humano se articula a partir de la dialéctica orden/desorden. El hombre es fruto de una esencia compleja y ambivalente, fruto del pánico que provoca la certeza objetiva de la muerte, y en ella el delirio caótico y la locura destructiva no pueden ser circunscritos únicamente a un período evolutivo previo al ‘civilizado’, teóricamente superado. El demens del hombre es el reverso del sapiens, y la dialéctica de opuestos no puede resolverse por ninguno de los dos extremos. No hay punto final a la incertidumbre potencial que caracteriza a lo humano, y el conflicto (el polemos) seguirá existiendo en la medida en que sobreviva la especie humana.

Como ya he dicho, parece que en este momento de la película nos encontramos con el típico caso, en el cine de Trier, de la víctima perseguida por la comunidad despiadada, que la trata como a un chivo expiatorio. Pero justo ahí se produce un cambio decisivo: la conversación de Grace con su padre (James Caan) en el coche, que es, a mi juicio, la clave de la película y de su discurso, pues es ahí cuando se descubre del todo a la verdadera Grace, que no es la persona irreprochable de bondad incondicional y de entrega absoluta que hemos visto hasta ese momento (el 90 % de la película). Para conocerla en su totalidad debemos descubrir su Sombra, lo que su yo reprime minuciosamente (y lo que Trier oculta durante el metraje, creo yo que para engañar al espectador provocándole una reacción emocional determinada). En esa escena vemos a una mujer resentida con su padre y lo que él representa, y en oposición a todo ello ha construido su personalidad. Su bondad era una pura pose cargada de segundas intenciones y su ‘gracia’ impostada, puro orgullo y arrogancia (“me educaron en la arrogancia”, recuerda casi al principio del film). La persona que parecía más pura resulta ser una bestia sin escrúpulos, una auténtica genocida. Ingenuamente podría pensarse que la drástica reacción de Grace no se corresponde con las características psicológicas de su personaje, pero yo creo que no es así, al contrario: su respuesta puede deducirse en parte por su enfermiza entrega masoquista que parece propiciar en muchas ocasiones los abusos de Dogville (masoquismo y sadismo son dos caras de la misma moneda). Esto la diferencia de Cristo, su modelo aparente, pues éste no buscaba el sacrificio como algo apriorístico y metafísico (recordar su “Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz”), sino como un desvelamiento histórico de la ceguera que caracteriza al homo sapiens demens (ceguera lúcidamente retratada en Dogville). El sacrificio de Cristo puede ser interpretado, al contrario que la doctrina católica tradicional, como El Último (Jesús en los propios Evangelios: “no quiero sacrificios, sino misericordia”), el que consigue desvelar nuestra condición sacrificial. Por su parte, Grace no se opone a los abusos y nunca se defiende, ni siquiera verbalmente (Jesús se enfrenta a los linchadores de la supuesta adúltera que va a ser lapidada). Ella no pertenece en realidad a la estirpe de Cristo, sino a la de Rousseau y a la de Ghandi, el cual en 1938 conminó a los judíos europeos a abrazar una conducta sacrificial y expiatoria como única manera de enfrentarse al nazismo (es decir: les exigió que se dejaran masacrar). Como Ghandi, Grace parece una persona contraria a toda violencia pero en realidad es una auténtica apologista del sacrificialismo. Entregarse voluntariamente como víctima no erradica la violencia, al contrario, significa que uno está inmerso en el mismo esquema expiatorio del agresor, pues acepta la existencia de dos roles: el del verdugo ajeno a toda consideración moral y el de la víctima cuya única realidad es la de la aniquilación. No hay término medio, y pasar de un extremo al otro es mucho más consecuente de lo que pueda parecer. A la verdadera personalidad de Grace la percibimos ya claramente gracias al parlamento con su padre, que es cuando queda definida y marcada, demostrándose que su brutal actuación final es adecuada a su carácter y no ‘a pesar’ del mismo. Es cierto que mucho tiene que ver el exterior que la ha humillado, pero lo decisivo de su actuación es el interior que ha reprimido durante toda la historia. Por tanto, Trier es consecuente en su giro final. La actitud de todos y de cada uno de los miembros de Dogville es despreciable y criminal, pero Grace los iguala e incluso supera. Ella comete sus crímenes convencida de que ha actuado correctamente; como todos los habitantes de Dogville, como todos los humanos, se engaña a sí misma, y lo hace con más intensidad cuanto más brutales son sus acciones. Ella sigue creyendo que la humanidad es bondadosa y que, eliminando a Dogville, se le hace un favor (“quiero que este mundo sea un poco mejor” y “el mundo sería mejor sin este pueblo”); por tanto, sigue siendo una idealista, y como tal, defiende y promueve actuaciones sacrificiales. Pero Dogville es todo el mundo y el mundo está lleno de Dogvilles y de Graces. De hecho, ambos son lo mismo, cosa que se demuestra en que repiten la operación expiatoria: lo divinizado (Grace por Dogville y Dogville por Grace) es posteriormente demonizado. Para el pueblo la expulsión de Grace es algo catártico y lo mismo le sucede a ella al destruir Dogville.

Curiosamente, el único personaje que no se engaña es el de James Caan (también un poco el de Skarsgard). Él parece ser el único consciente de la radical ambivalencia de la naturaleza humana y no se sirve de dos baremos distintos para evaluar las acciones de los hombres (recrimina a su hija: “perdonas a los demás mediante excusas que nunca te concederías a ti misma”). Pero esa conciencia, por sí misma, no le hace mejor que los demás; simplemente, como gangster ve las cosas desde el centro de la espiral de la violencia y eso le da una gran lucidez. Pero esa perspicacia no le sirve para ser mejor persona. Complacido por el cambio repentino de Grace le dice: “me temo que has aprendido mucho”. Pero nadie ha aprendido nada en esta historia, todos siguen presos de ilusiones edificantes. Como también le sucede a tantos espectadores que se ponen emocionalmente del lado de Grace al considerar como ‘justa’ la venganza final. Sentirse mejor tras contemplar (y disfrutar) la aniquilación de Dogville delata que tampoco nosotros somos mejores que ellos (“Quien esté libre de pecado...”). El narrador de la historia propone un interrogante final: ¿quién se separa de quién? ¿Grace de Dogville o Dogville de Grace? Pero en realidad no hay separación, sino la más indestructible de las uniones. Grace, Dogville y los espectadores, todos somos parte del mismo cuerpo. Se revela la unidad ontológica del ser humano. Nadie escapa. No hay diferencias. Todo es Uno.

(publicado en Kiliedro)

jueves, 25 de enero de 2007

LA MIRADA INFERNAL (2)


Irreversible: la espiral de la violencia

La segunda película de esta serie titulada La mirada infernal es la francesa Irreversible (2002), dirigida por el franco-argentino Gaspar Noé y conocida en general como “la-peli-de-la-violación-de-diez-minutos”, agresión que sufre su protagonista femenina, la italiana Mónica Bellucci. Pero la película es mucho más que esa polémica escena. Noé ha engendrado “con esperma y sangre” una historia que es un retrato del contagio imparable de la violencia a partir de unos personajes que se sienten inmunes a sus efectos y que no entienden sus causas. Y además la ha narrado con una curiosa estructura de inversión temporal que permite relatar la historia desde su casi apocalíptico final hasta el inicio de idílica felicidad. Pero esta decisión estructural, la misma que fue adoptada por Christopher Nolan para Memento, no es en absoluto un recurso retórico o gratuito de Noé, sino que en ella reside una de las claves del discurso de la película, pues dicha disposición permite observar los efectos antes que las causas que los han desencadenado, evitando de esta manera que el espectador pueda interpretar los hechos de forma condicionada apriorísticamente (ya sean sus criterios morales, ideológicos o de cualquier otro tipo). El significado de la obra sólo podrá ser determinado al final de la misma, cuando su incendiario contenido haya ardido en la retina de los espectadores. Es de esa lúcida dialéctica narrativa de donde la película extrae una abisal profundidad, como recoge su desolador final, que es de una belleza conmocionante: en esa última escena de la película, que corresponde a la primera del relato cronológicamente ordenado, vemos una auténtica representación del Paraíso en la tierra, la promesa de un bebé para una pareja feliz, antes de que todo sea arrasado hasta la raíz por una progresión imparable de venganzas, equívocos y mezquindades. Sólo podemos entender la magnitud de lo destruido en ese preciso instante final, terrorífico bajo la apariencia de lo idílico, al son del imperial segundo movimiento de la Séptima Sinfonía del ‘divino Ludwig Van’.

Como será muy probable que el lector no haya visto (o no haya soportado hasta el final) esta controvertida película, creo que se hace necesario un breve resumen para poder seguir las reflexiones de este artículo. Recordemos que el film narra la historia en sentido temporal inverso al habitual, contándonos primero el final, y avanzando poco a poco hasta el inicio. Se podría diferenciar esta particular estructura narrativa en 9 secuencias clave:

1. Un hombre llamado Pierre (Albert Dupontel) es arrestado por la policía en el Rectum, local sadomaso para homosexuales, mientras que otro hombre, Marcus (Vincent Cassel), es atendido y evacuado en ambulancia.

2. Marcus y Pierre buscan a un hombre conocido como ‘El Tenia’ en las entrañas del sórdido local. El enloquecido Marcus se enzarza en una pelea con uno de los clientes. Cuando va a ser sodomizado por éste, Pierre sale en su defensa matando al agresor: golpeándole repetidamente con un extintor en la cara le destroza el rostro, arrancándoselo por completo.

3. Una fulana travesti les da el nombre de la persona que buscan: ‘El Tenia’; y del local donde encontrarle: el Rectum.

4. Dos tipos siniestros los ponen en la pista del travesti. Quieren ayudarles a vengarse del culpable. Con sus palabras, refuerzan y dirigen la ira persecutoria de Marcus.

5. Pierre y Marcus salen de una fiesta y se topan con el cuerpo destrozado de la prometida del segundo y ex-novia del primero, Alex (Mónica Bellucci). Ha sido violada y está en coma.

6. Alex abandona la fiesta y entra en un paso subterráneo (un túnel de paredes rojas) para llegar al otro lado de la calle en busca de un taxi. En el túnel es violada salvajemente por un homosexual sadomasoquista, ‘El Tenia’, que es el chulo de la citada travesti.

7. Secuencia de la fiesta, donde coinciden los tres protagonistas. La bellísima Alex es el centro deseado de todas las miradas, mientras el formal Pierre y el gamberro Marcus se reprochan mutuamente su forma de comportarse. Alex y su novio Marcus riñen y ella decide irse por su cuenta antes de tiempo.

8. Diálogo entre los tres personajes en el metro, de camino a la fiesta. La iniciativa la lleva Pierre, cuya obsesión por el placer sexual de su ex-novia Alex es casi patológica. A Pierre le intriga el misterio de la seducción y quiere saber cómo Marcus la hace gozar sexualmente.

9. Marcus y Alex despiertan en la cama después de una siesta. Se preparan para la fiesta en un clima cariñoso y juguetón. Alex descubre con felicidad, en un momento de soledad, que está embarazada.

Frase final: “el tiempo lo destruye todo” (subtítulo de la película). Pantalla en negro y sonido del tic tac de un reloj.

En esta película, como ya sucedía en el Crash de David Cronenberg, sus personajes cometen acciones atroces, pero ellos también son normales y no seres patológicos. El desarrollo de la película así lo demuestra, al tiempo que los vemos desplegar una multiplicidad de roles psicológicos insólitos en una obra de ficción, uno de cuyos criterios no escritos consiste en definir psicológicamente a cada personaje de forma blindada y diferenciada. Pero en Irreversible esta superstición psicologista se viene abajo y todos los protagonistas cambian sus registros en varias ocasiones durante la película, escenificando así la ambivalencia esencial que caracteriza a la naturaleza humana. De esta manera podemos ver cómo el brutal y despiadado asesino del inicio resulta ser un pacífico y educado profesor de filosofía, Pierre (Albert Dupontel), dulce y responsable, pero que más adelante, en un momento anterior de la historia, durante el trayecto del metro, muestra una cara menos amable y más ofuscada. De la misma manera, son muy reveladores también los altibajos psicológicos y de conducta que se dan en Marcus (Vincent Cassel). La conclusión es que no pueden defenderse esencialismos en lo que al carácter de los individuos respecta, que nuestra naturaleza es radicalmente ambivalente y que toda identidad, individual y colectiva, es discontinua y quebradiza. Todo ser humano, sea de la constitución psicológica que sea, por muy fundamentada que sea su personalidad, puesto en una determinada sucesión de circunstancias es capaz de cualquier cosa. Las identidades individuales, entendidas de forma excluyente, se vienen abajo en este film, hundidas bajo el incontrolable peso de nuestra visceralidad más convulsa, de lo que nos hace esencialmente humanos al margen de nuestros rasgos más particulares. Y es que, siguiendo a Martin Heidegger, la profunda vastedad del Ser es irreductible al principio de identidad. Dos detalles más para saber lo que verdaderamente se juega en esta película los tenemos en sus dos acciones más agresivas: la violación cometida por ‘El Tenia’ (Jo Prestia) y el homicidio de Pierre con el extintor. En ambos casos el agresor destroza el rostro de la víctima, tal vez en un intento de borrar su identidad esencial para eludir el imperativo moral culpabilizador vinculado a cualquier crimen. Fijémonos en que la aniquilación del rostro de la víctima no se produce de forma inmediata, como parte de la primera embestida; el verdugo tiene que esperar hasta que su víctima ha sido ya reducida, no pudiendo presentar resistencia alguna. La victoria ya es segura, pero eso no basta. Como dice Emmanuel Levinas, el rostro, tanto en su sentido epidérmico como en el ontológico, se resiste radicalmente a la posesión, y esa negación de fondo ético estimula, como muestra Gaspar Noé, la agresión aniquiladora. La esencia que nos habita no se conforma con un dominio momentáneo o circunstancial; necesita llegar a la aniquilación del adversario para que la victoria alcance un nivel más perdurable. Es en este momento cuando la pulsión por la identidad se manifiesta: teniendo en cuenta que ésta se construye siempre a partir de mecanismos de oposición y de apropiación de la alteridad (René Girard, Cornelius Castoriadis), la destrucción del Otro se revela como el último paso del proceso. De esta manera, los dos asesinos de la película, con sus víctimas ya postradas y sometidas, sienten crecer en su interior esa necesidad tan humana de aplastarlas arrancándoles el rostro, borrando su ‘persona’ (palabra del latín que significa ‘máscara’). Llevan hasta el final el conflicto inherente entre todo verdugo y su adversario, que consiste en deshumanizar a la víctima para eludir la realidad ética de su homicidio.

Otra característica muy lograda de Irreversible es el retrato que se hace del fenómeno violento como algo ‘desplazado’. Es decir, de cómo una violencia que se alimenta de unas motivaciones concretas se acaba manifestando en una situación ajena a ellas por causas diferentes. Por ejemplo: la misma violación, que no es la estereotipada de un perturbado que persigue a una mujer determinada (y deseada) por la calle y acaba con ella. No, la violación a la que es sometida Alex la lleva a cabo un chulo de travestis y homosexual sadomasoquista que se cruza por casualidad con ella en un túnel rojo cuando él se pelea con una de sus travestis (es el mismo túnel que se le apareció a ella en sueños como la representación del Paraíso, es decir, como una premonición de su embarazo, pero que se revela al final como el mismo Infierno). Entonces su agresividad se desplaza de su conflicto con la fulana hacia la indefensa pero llamativa mujer que se cruza en su camino, y sobre ésta verterá toda su ira y frustración. Bellucci se convierte en el chivo expiatorio de una violencia en la que ella no tiene ninguna participación previa, aunque sea su descubierta belleza la que polarice la atención del agresor. Se rompe de esta manera la mítica especificidad del deseo, pues el violador es homosexual y no la penetra por deseo, sino dirigido por el desplazamiento de su caudal violento. Ni ‘El Tenia’ en esta escena, ni tampoco Pierre con su extintor, llevan a cabo una violencia planificada; simplemente actúan como agentes letales cuando una situación determinada despierta en ellos la tensión antagónica que los habita. Es cierto que el profesor de filosofía requiere de más estímulos que el chulo para dar salida a su agresividad, pero la pulsión sacrificial existe siempre de fondo en ambos (y en cualquiera de nosotros) y una vez ejercida la primera violencia ya no hay vuelta atrás. Pierre y ‘El Tenia’, aparentemente dos personajes radicalmente opuestos, ven cómo la fuerza del círculo de violencias recíprocas acaba fundiendo sus diferencias particulares (delatando así la naturaleza contingente de éstas) para desvelar una uniformidad de fondo. Y es que, como piensa René Girard, la espiral que forma la violencia recíproca revela una verdad fundamental en el hombre: la unidad esencial de todos nosotros, la uniformidad que late tras las superficiales diferencias, la plena indiferenciación.

La estructura temporal de Irreversible está también al servicio de una total desconstrucción de la venganza. Si de verdad, como le acusa una legión de críticos enfurecidos, Noé hubiera pretendido realizar una apología de la misma, la composición de la película no habría sido la que conocemos. Para ello hubiera sido mucho más efectiva la narración cinematográfica clásica, pues la representación causal de los hechos permitiría potenciar en el espectador una legitimación emocional de la venganza ciega que se lleva a cabo (“venganza de serie B” en palabras del lúcido Pierre). Pero la estructura de la película no lo permite. Por el contrario, muestra cómo una violencia que alcanza autonomía propia consigue arrastrar y cegar a todos los personajes en una espiral que absorbe y anula todo lo que encuentra a su paso. Lo único que dirige la historia es la misma violencia desatada, no la voluntad de ningún sujeto, ni siquiera la de los dos ‘Yagos’ shakespearianos (secuencia 4 de la sinopsis) que canalizan la persecución del culpable. Noé ni legitima ni critica la venganza, simplemente muestra la inmediatez de sus efectos cuando estos implican el mayor grado posible de destructividad, al margen de cualquier control individual. Expone, en definitiva, cómo las consecuencias de todo arrebato violento son siempre irreversibles y también que todo proyecto de felicidad humana está condenado a un naufragio inevitable. Como en los casos de Cronenberg, Von Trier o Atom Egoyan, el estilo cinematográfico de Gaspar Noé se caracteriza por filmar asfixiantes descensos a lo infernal, los cuales, paradójicamente, permiten alcanzar profundos destellos de lucidez, un aumento en el grado de inteligibilidad de lo real. El opuesto estricto del autocomplaciente y vacuo cine edificante.

El personaje de Pierre es el más interesante para descifrar lo que late en el interior de la película. Durante muchas secuencias juega a ser el tutor de sus dos compañeros: a Marcus lo reprende por comportarse como un “simio” y por desatender a su voluptuosa novia, mientras que a la misma Alex le recrimina su cambio de actitud tras la ruptura con él, tendente hacia una mayor banalización y al desarrollo del rol de provocadora femme fatale. Pierre, que afirma conocer bien la estupidez humana, los pone en guardia sobre las consecuencias de sus actos y, en su línea de persona responsable, se pasa media película detrás de Marcus tratando de evitar que la infinita cólera de éste le lleve a cometer una locura. Pero, como el resto de personajes, como cualquiera de nosotros, tampoco el personaje de Dupontel puede escapar a la exigencia destructora del polemos que nos habita, y es él, paradójicamente, el que acaba cometiendo aquello que tanto temía en su compañero. Aunque sea el más lúcido de todos y tenga la coartada de defender a un amigo que va a ser violado, el ensañamiento con el que destroza el cuerpo derrotado de su adversario indica que ya ha claudicado al empuje de la letalidad que también palpita en su interior. El rol paradójico que adopta este personaje nos permite entender, siguiendo de nuevo a René Girard, que cualquier postura que adoptemos respecto a la violencia es siempre ambivalente y relativa, pues lo violento nos constituye radicalmente y su soberanía está por encima de nuestra voluntad. Nietzsche lo explicó de forma muy plástica en Más allá del bien y del mal: “cuando miras largo tiempo a un abismo, éste acaba mirando dentro de ti”. Un ejemplo de cómo la perturbadora historia mostrada en Irreversible acaba sellada en un círculo de sangre lo podemos ver en las reacciones que ante el homicidio tiene el coro de sádicos del Rectum, los cuales, sorprendentemente, no defienden a su compañero mutilado, sino que, desde una extática pasividad, demuestran una evidente admiración por la ‘gesta’ de Pierre. Y en reveladora pirueta, el más fascinado con el crimen no es otro que el mismísimo Prestia, pero sólo sabremos que él es ‘El Tenia’, es decir, el objetivo de la vendetta de Marcus, varias secuencias más tarde. En ese inicio de la película, que es el final de la historia, entendemos que la venganza no ha sido un acto de justicia sino una prolongación de la inacabable espiral de la violencia cuyo centro, como en la esfera de Pascal, está en todas partes pero su circunferencia en ninguna.

(publicado en Kiliedro)

lunes, 22 de enero de 2007

LA MIRADA INFERNAL (1)


Crash: el abismo del deseo

Se acaban de cumplir 10 años del estreno de Crash, la polémica película dirigida por el canadiense David Cronenberg, que adapta la no menos controvertida novela de James G. Ballard publicada en 1973 con el mismo título. El estreno en el Festival de Cannes fue motivo de un gran escándalo, debido al tipo de sexualidad que esta obra trata de explorar. Pero la polémica mundial no se limitó únicamente a su contenido erótico, sino que también alcanzó a la perturbadora psicología que sustenta los actos de sus personajes. Cronenberg logra entregarnos un despiadado pero lúcido informe desde el centro del huracán de un tema que pocas veces puede verse cifrado de esta manera tan apabullante en una pantalla.Crash es una película que desde un primer momento trasciende su naturaleza como ficción para adentrarse en el ámbito del ensayo fílmico, pues plantea una arriesgada propuesta de análisis de los límites de la psicología y el comportamiento humano. La problemática que trata y la voluntad de llegar hasta las últimas consecuencias la convierten en un ejemplo de lucidez y riesgo a partes iguales. Cronenberg opta decididamente por enfrentarse al reto de adaptar una novela cuya lectura lo había conmocionado, y lo hace con la pretensión de contagiar al espectador ese fértil desconcierto, esa posibilidad abierta de lecturas.

Con Crash sucede como con otras películas que comparten sus mismas características radicales (‘radical’ en su sentido etimológico de “ir a la raíz” del problema) y que yo quiero encuadrar aquí bajo el título de ‘La mirada infernal’, por lo que ésta tiene de visión dirigida hacia el abismo. Estas otras películas que comparten con Crash su naturaleza abisal son: Irreversible (2002) de Gaspar Noé y Dogville (2003) de Lars Von Trier. Mi interpretación es que en cada una de estas tres obras se percibe el compromiso de analizar la parte más insondable del ‘homo sapiens desde el mismo vórtice de su espiral’. Ninguna de ellas procura dar respuesta a causas contingentes, pues las dirige algo más profundo, un intento de reflejar y reproducir la esencial ambivalencia sobre la que está constituida nuestra propia condición. Para ello sus directores adoptan un enfoque microscópico y descontextualizador, casi abstracto, para poder observar claramente casos concretos sin que en ellos incidan apriorismos ideológicos, morales o religiosos. En esa independencia se demuestra la verdadera autonomía de la obra de arte total.

En su depurado grado de abstracción y en la elección del signo interrogador por delante del significado blindado, el contenido de estas obras no toma, por sí mismo, partido por alguna interpretación determinada de lo que muestra. Hay un enfoque claro, pero no se trata de una interpretación. La complejidad del conjunto es un reflejo de la profunda ambivalencia de la realidad, que en su grado más puro no es catalogable con criterios esencialistas. La multiplicidad es la norma de lo real y clausurar su verdad en un único sentido, dogmático y excluyente, significa su mutilación. Estas películas tratan de hacer justicia a esa ambivalencia fundamental y por ello resulta imposible tomar partido sobre su contenido sin descubrirse uno mismo. Es decir: otra característica decisiva común a las tres es su condición de espejo en el que el espectador proyecta sus deseos, teorías o miedos, de manera que muchas de las opiniones que tratan de interpretar estas obras no sirven para otra cosa mas que para retratar la mentalidad del que las ha proferido.

En este artículo me voy a servir de estas películas para intentar ilustrar tres aspectos diferentes de la condición humana más esencial, esa que, por su propia naturaleza abisal, se construye sobre fundamentos no aprehensibles racionalmente. Estos elementos originarios que posibilitan todo grado de existencia sólo pueden sugerirse en celuloide de manera extremadamente elíptica a partir de los efectos que generan. Esta operación representativa resulta imposible a partir de dichos fundamentos, pues su naturaleza es irrepresentable e incluso impensable. Empezaré con el film citado en primer lugar.

La obra de David Cronenberg, centrada en las sorprendentes peripecias del matrimonio Ballard, explora durante 95 impactantes minutos una manifestación de la sexualidad que a simple vista puede parecer patológica: la fusión de la carne con la tecnología. En la película, los accidentes de coche funcionan como estimuladores de un deseo sexual adormecido y que busca mayores retos para desplegarse. Pero estas conductas no son tan patológicas como puede parecer en un principio, pues en realidad implican a todo ser humano aparentemente normal. La diferencia entre lo considerado normal y lo calificado como anormal en este caso es únicamente de grado, no de esencia; el potencial patológico lo tenemos todos en nuestro interior, pero no en todos los casos se despliega, pues requiere para ello de unas circunstancias determinadas. Todo esto se puede entender perfectamente a partir de la teoría del ‘deseo mimético’ del pensador francés René Girard.

La característica principal de la tesis de Girard (autor poco conocido en España pero de consolidado prestigio internacional), la que la hace tan particularmente reveladora, es la introducción de un tercer elemento en la dupla del deseo clásico, formada por el sujeto y el objeto del deseo. Según esta interpretación asumida mayoritariamente, todo deseo individual surge de la propia personalidad definida y diferente del sujeto, es decir, de una identidad primigenia e inmutable. De esta manera, todo sujeto sólo desearía lo que su específico interior le señala espontáneamente. Pero Girard rompe con este simple esquema dualista cuando introduce el tercer elemento citado: el modelo (figura del deseo ‘triangular’). El modelo funciona como el verdadero mediador del deseo del sujeto, revelándose de esta forma la naturaleza mimética del hombre y la volubilidad de sus deseos más profundos. Por tanto, en cada uno de nosotros existe la necesidad interna de desear (necesidad que funciona como vehículo identitario), pero no por ello esos deseos concretos son espontáneos, sino un reflejo de la conflictiva dialéctica sujeto-modelo. La gran mayoría de los deseos humanos, y sus posteriores conflictos, surgen de la ‘mímesis de apropiación’, es decir, de la voluntad de apoderarse de lo que confiere a determinados sujetos un estatus diferente y de dominio. El criterio del otro se convierte en nuestro criterio a la hora de definir nuestra personalidad, con lo que el proceso pierde en objetividad. Todo ello teniendo en cuenta, para mayor complejidad, que un sujeto puede funcionar al mismo tiempo como modelo y también como esclavo de otro sujeto que es su mediador. En esta espiral mimética enloquecedora nadie es capaz de alcanzar una verdadera autonomía y su existencia se limita a la vana persecución de ilusiones de dominio y a una lucha constante.

René Girard, como Denis de Rougemont en El amor y Occidente, define el deseo como un deseo del obstáculo. Ambos entienden que toda pasión se alimenta de los obstáculos que se le oponen y muere ante su ausencia. El sujeto pretende la autonomía a través del obstáculo que le supone el mediador, pero la paradoja es que esta voluntad de autonomía engendra una realidad esclava y dependiente de la que ya no se puede escapar una vez se entra en ella. Toda esta espiral delirante transfigura la realidad psicológica de las personas implicadas hasta el punto de que para ellas lo más destructivo acaba pareciendo lo más verdadero.

En definitiva, la ‘maldad’ humana, nuestra agresividad más conflictiva, según la tesis girardiana, surge básicamente de nuestro propio interior y es común a toda la especie, no respetando su verdad ninguna diferencia cultural. Toda violencia de aniquilación se articula a partir de nuestra conflictiva naturaleza mimética. Este pesimismo antropológico distancia a la obra de Girard de creencias rousseaunianas que predican la bondad individual y la culpabilidad social, sentir mayoritario en el pensamiento contemporáneo occidental. Pero leyendo a Girard se comprende que el simple desvincularse de la servidumbre que representa la norma social no conduce a un mayor grado de libertad, sino a una servidumbre todavía más opresiva: la que imponen los imperativos elementales de la condición humana, su ‘polemos’ esencial, su innato sentido de la agresión, su inherente masoquismo y sadismo. Como nos recuerda la polémica ensayista norteamericana, Camille Paglia, todo postulado ilusorio y angélico sobre la condición humana consigue potenciar lo que en principio pretende condenar: “todos los caminos que salen de Rousseau conducen a Sade” (Sexual Personae, pág. 43).

El universo de Crash es netamente ‘girardiano’. Es un mundo en el que los individuos, con la caída de las jerarquías clásicas, ya no tienen referencias de orden heredadas a partir de las que dirigir su existencia y la búsqueda de nuevos modelos enloquece sus vidas, presididas por la angustia y una constante persecución. El matrimonio Ballard (James Spader y Deborah Unger) tiene dificultades para alcanzar el orgasmo y no se siente lo suficientemente motivado en su deseo. Ante el acecho del sinsentido de su nada particular, desean desear (como afirma Nietzsche en La genealogía de la moral, “el hombre prefiere querer la nada a no querer”. Antes desear algo, aunque sea destructivo para uno mismo, que el simple no desear. Resumiendo: el sentido por encima de la simple existencia). Ambos personajes se encuentran en un nivel de evolución de su deseo a partir del cual ya sólo la muerte puede satisfacerlos.

Una de los elementos más perturbadores de la película de Cronenberg es la naturaleza del grupo de desarraigados que exploran su sexualidad y buscan un sentido a sus vidas a partir de las catástrofes automovilísticas. En realidad se trata de un auténtico culto sacrificial organizado alrededor de los accidentes de coche, en el que los oficiantes son las propias víctimas. Una de sus actividades, por ejemplo, consiste en recrear accidentes en los que fallecieron estrellas de los medios de comunicación, como es el caso de James Dean, Jayne Mansfield, Albert Camus o Grace Kelly. La mayoría de estas celebridades accedieron al status de ‘estrella inmortal’ paradójicamente al matarse con sus coches, es decir, gracias al poder sagrado que la muerte ha tenido siempre en todas las sociedades humanas. Con cada accidente nuestros personajes tratan de conjurar la muerte con la intención de extraer de ella la fuerza necesaria para volver a poner en marcha un deseo paralizado y unas vidas rotas y desconectadas de todo. Este grupo de desarraigados necesita sentirse vivo de nuevo y de acuerdo a su lógica un accidente, tanto los ritualizados como los provocados en la carretera, no son acontecimientos destructivos sino creadores y liberadores de energía. Pero la muerte es el fin buscado, más tarde o más temprano, por esta forma de vivir la sexualidad. Como nos recuerda la citada Paglia, llevar hasta las últimas consecuencias el deseo sexual conduce al sadomasoquismo y es pura invocación a ‘thánatos’. El deseo, sin el control moderador de una ratio, tiene por único desenlace posible la destrucción.

El culto sacrificial funciona en Crash como una secta que no está unida por sus creencias, sino por pulsiones y necesidades urgentes, por el sexo y por la llamada infernal de la muerte; no por normas, sino por una obsesión imparable, una profunda y elemental interpelación. Pero como he dicho anteriormente, la evidencia de que no va a perdurar el grupo, pues su fin irremisible es la muerte violenta de todos y cada uno de sus miembros, se palpa a cada instante, tanto en la mente del espectador como en la de los protagonistas de esta tragedia. La finalidad, lo que los une, es la aniquilación, la autodestrucción como punto final de su experiencia vital. Y todo ello lo llevan a cabo con una frialdad alucinada e impactante, como si respondieran en realidad a una voluntad superior y no a la suya propia.

El grupo suicida está liderado por Vaughan (Elías Koteas), y de él forman parte: el piloto de carreras retirado Colin Seagrave; la doctora Helen Remington (cuyo marido muere en el accidente con Ballard); Gabrielle, chica multiaccidentada, que se mantiene en pie gracias a unas aparatosas prótesis metálicas y que en la parte trasera del muslo tiene una enorme cicatriz abierta de la que extrae insólitas posibilidades eróticas; y el matrimonio Ballard, James y Catherine.

Vaughan, que conduce un Lincoln del 63, negro y descapotable (el mismo modelo que dio sepultura a JFK en las calles de Dallas), es el personaje clave de toda la trama, pues su tenebroso carisma dirige los actos del resto de protagonistas. Vaughan posee las dotes de una divinidad infernal, semejantes a las del Dioniso de las ‘Bacantes’ de Eurípides, pues observa y se abisma en todo lo que la conciencia humana desea desplazar de sí misma, lo fija en fotografías y recopila éstas en un álbum perturbador, eje de su proyecto de reconstrucción del cuerpo humano mediante la tecnología. Maestro de ceremonias de los cultos fetichistas (la reedición del accidente mortal de James Dean, por ejemplo) y líder iniciático de los nuevos miembros del grupo, pone en marcha las pulsiones más elementales y las dirige contra sí mismas. Revela la verdad del deseo humano. Su citado proyecto en realidad no es otro que el del deseo mimético, del que él es una lograda figura, el modelo-obstáculo, el mediador enloquecido que también busca un modelo trascendente e inalcanzable con el que colmar su delirio.

Pero, a la luz de lo expuesto a partir de la teoría mimética de Girard, debe quedar claro que estos perturbadores personajes de Cronenberg no son en realidad diferentes a cualquiera de nosotros. Ellos simplemente han llevado las características que todos poseemos demasiado lejos, dirigidos por circunstancias contigentes, que son las que disparan la anormalidad final y espectacular de sus conductas. No hay, por tanto, en la película de Cronenberg el retrato de una anormalidad chocante, de una realidad ajena a nuestra naturaleza, sino su plasmación más extrema e incondicional. La estampa más fidedigna de nuestra parte más oscura, esa que no queremos ver ni mucho menos entender.

(publicado en Kiliedro)

viernes, 19 de enero de 2007

LA CIUDAD METAFÍSICA


“Una pequeña ciudad costera, de casas aisladas (grandes villas como las residencias de veraneo de principios de siglo) edificadas sobre los pantalanes de unos muelles en los que no hay grúas, ni barcos, ni referencia marítima alguna salvo el mismo mar. La luz es morada y un viento fortísimo azota día y noche la ciudad. En el museo provincial de esa ciudad sin nombre (ningún paisaje metafísico lo tiene) hay voluminosos libros encuadernados en pergamino y una colección de fragmentos de mármol de distintos colores, expuesta en unas hornacinas iluminadas. Mientras observo las vetas y colores de las placas de mármol, una mujer me dice que visite Trieste. ‘Está sólo a seis kilómetros de aquí -comenta- y hay un extranjero que siempre pregunta por usted’. Pero el viento me hace desistir de la visita y, mientras hago las maletas en la habitación del hotel e intento olvidar de una vez por todas esta ciudad desolada, el sueño se desvanece en medio de una polvareda gris”.

José Carlos Llop, Champán y sapos.

martes, 16 de enero de 2007

VÍCTIMAS DE ETA Y DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA


En la breve historia de la democracia española pocas cosas sorprenden tanto como la tibieza mostrada por nuestra sociedad ante el terrorismo de ETA y la falta de solidaridad con las víctimas de esta banda. En una situación de ataque sistemático por parte de los terroristas contra el nuevo sistema democrático inaugurado en 1978, los españoles han vivido en cierta manera de espaldas a esta realidad, siendo su compromiso con las víctimas escaso y minoritario, obligándolas a sobrevivir en el desprecio, totalmente desasistidas. Y es que para demasiada gente la violencia ejercida por ETA ha sido en realidad el síntoma de un problema político, y no el problema mismo. La prensa y gran parte de la intelectualidad española, en su condición de creadores de opinión, tienen una porción de culpa en esta situación de anomia moral. Esta falta de sensibilidad hacia las víctimas ha sido para ellas como una segunda muerte, y es por ello que su lucha se ha visto doblemente perjudicada, pues a los ataques infligidos por ETA se ha añadido la brega por el propio reconocimiento social, por salir de la invisibilidad a la que las condenó nuestra sociedad.

¿Por qué hasta 1997, 22 años después de la muerte de Franco, la mayoría de los españoles percibía los atentados de ETA con resignación flemática y no se manifestaba abiertamente a favor de las víctimas? Este desinterés llama más la atención si lo comparamos con la gran movilización que provocaron durante la Transición los asesinatos de la extrema derecha (como es el caso de los abogados laboralistas de Atocha), o el golpe del 23-F. En esos años ETA mataba más que nunca, pero eso no motivó ninguna reacción similar a las citadas[i]. La mentalidad sólo empezó a cambiar cuando la banda terrorista modificó el perfil de sus víctimas asesinando a su primer político, Gregorio Ordóñez [ii]; y la nueva dinámica se consolidó cuando Miguel Ángel Blanco fue secuestrado y ejecutado en un suceso que sacudió las conciencias adormecidas de todo el país[iii]. Hasta ese momento ETA había conseguido de la sociedad española una legitimación de facto gracias a la interiorización latente de que se vivía un ‘estado de guerra’ y no un ataque contra las libertades por parte de los criminales. Como recuerda Patxo Unzueta, “el terrorismo mide su avance no tanto por las adhesiones que consigue como por las posiciones que abandonan los demócratas”. Mi tesis es que esta situación de anestesia moral sólo se transformó cuando las víctimas empezaron a ser personas que la sociedad española no percibía como culpables. Los militares y los policías de la España democrática llevaban sobre sus cabezas el signo de una culpabilidad heredada, una responsabilidad por la existencia del régimen de Franco. Sólo el asesinato de individuos en los que no se percibía ningún significado culpabilizador cambió las cosas, ocasionando una respuesta civil en contra del terrorismo y de sus objetivos políticos. Lo paradójico es que este grupo cuya muerte alteró la sensibilidad de los españoles, es decir, el formado por políticos, periodistas, jueces, etc., sólo representa al 4 % del total de las víctimas de ETA (hasta 2001)[iv]. Es decir, mientras ETA mataba a los miembros de las fuerzas de seguridad del Estado, que representan el 58’5 % de las bajas, o a civiles (37’5 %)[v], la respuesta moral del pueblo español fue casi inexistente. La sociedad únicamente se movilizó cuando las víctimas escapaban a este perfil demonizado, tanto por ETA como por la propia sociedad española, dado que ambos han compartido el mismo criterio de culpabilización sacrificial. Las víctimas ‘inocentes’ son las asesinadas a partir de 1995, cuando ETA cambia de estrategia[vi]; y las ‘culpables’, las anteriores, con la excepción de los civiles, víctimas ‘colaterales’ del conflicto, las únicas que recibieron muestras de solidaridad, como es el recordado caso de Irene Villa. Los asesinados por el terrorismo etarra en España han sido de dos categorías opuestas: ‘buenas’ y ‘malas’, de ‘primera’ y de ‘segunda’, ‘demócratas’ y ‘franquistas’. La sociedad ha demostrado con creces que no reacciona de la misma manera contra toda violencia; lo hace sólo según el perfil de víctima escogido por los terroristas. Lo que esto revela es que las víctimas de ETA también lo han sido de la propia sociedad española, que hasta 1997 les dio mayoritariamente la espalda.

¿Por qué nuestro país se ha comportado de esta manera tan indigna? Si tenemos en cuenta que el lenguaje sociopolítico sobre el que se ha articulado la realidad contemporánea española es el ‘antifranquista’, no debemos olvidar lo que Albert Boadella denominó su “pecado original”, que consiste en no haber sido capaz de derrocar a Franco en vida, esperando que se muriera de viejo en la cama tras una larga agonía. Este tipo de episodios tan poco heroicos suelen ser disimulados en los relatos oficiales del antifranquismo, porque esta culpa originaria, nunca asumida como tal y desviada sobre convenientes chivos expiatorios, ha hecho mucho daño a nuestra democracia. Demasiadas veces se olvida que España fue un país mayoritariamente franquista hasta el último día de vida del dictador, lo que obligó posteriormente a determinados personajes con biografías discutibles a un severo lavado de cara (no tanto de conciencia)[vii]. Decididamente ha funcionado lo que Jean Améry llamó “la desobediencia retrospectiva”, es decir: inventarse una historia que no fue la real, proyectar en el presente determinadas sombras del pasado y, sobre todo, enfrentarse a una realidad democrática de una manera a la que pocos se atrevieron no hace tanto contra un estado dictatorial[viii]. Dicho ejemplo de lucha retrospectiva se plasma claramente en la retórica antifranquista, que paradójicamente se consolida ya en democracia, nunca durante la misma dictadura. Su discurso político-social sirve para describir una realidad que no es precisamente la contemporánea, sino la comprendida entre 1939 y 1975, y este desfase cognoscitivo que pretende tener una (falsa) voluntad compensatoria ha acabado generando una serie de distorsiones en nuestro tejido social y político que son las que nos permiten entender por qué la sociedad española no se enfrentó a ETA hasta 1997[ix]. Había una ‘mancha moral’ en la conciencia de la mayoría de españoles y esa mancha ha pretendido lavarse con la sangre de las víctimas.

Todo adversario[x] es un modelo del que siempre acabamos asimilando miméticamente, es decir, de forma inconsciente, algunos de sus rasgos, por lo general los más negativos. Una de esas características incorporadas del franquismo por sus enemigos retrospectivos consiste en la demonización semántica del oponente, aspecto éste que en democracia se ha articulado alrededor de la denominación “facha”, palabra insultante y excluyente que ya ha acabado perdiendo todo su significado original. Hoy día, ‘facha’ ya no se refiere al irredento reaccionario opuesto a la democracia y a cualquier tipo de modernización, sino simplemente a quien no simpatiza con una ideología standard de izquierdas[xi]. De la misma manera, el concepto “rojo” durante el franquismo tampoco se refería al marxista-leninista defensor de un proyecto revolucionario, sino a quienes simplemente no comulgaban con el nacionalcatolicismo oficial. En los dos casos podemos encontrar una misma voluntad persecutoria del que no respalda una forma determinada de entender el mundo. ‘Rojo’ y ‘facha’ no son más que conceptos de adhesión tribal que definen al círculo sectario por oposición a un Otro demonizado. La finalidad, en ambos casos, es alcanzar la unanimidad y la clausura del sentido”[xii].

España ha demostrado con creces ser un país con síntomas maníacodepresivos, que ha pasado sin apenas transición de estar entregado 40 años a una dictadura de extrema derecha a adoptar posturas radicalmente antagónicas poco después de aprobada la Constitución de 1978. Podemos intentar entender este problema enfocándolo como una cuestión de paradigmas: parece como si los españoles nos hubiéramos acostumbrado a vivir exclusivamente dentro de esquemas de pensamiento blindados y gregarios, de un programa totalizado que da respuesta a cualquier cuestión, lo que al cambiar el contexto político y social provoca el éxodo ideológico de millones de personas en un breve espacio de tiempo. A esta inestabilidad de pensamiento (que revela una falta de bagaje democrático), a nuestra dificultad para vivir con esquemas mentales abiertos y no clausurados, se debe nuestro desestructurante relativismo moral con respecto a todo lo que rodea al terrorismo de ETA. Otra de las consecuencias de este efecto pretendidamente compensatorio es la culpabilización a la que se ha sometido a la derecha democrática, considerándola como la heredera del franquismo. El Partido Popular es un partido tan criticable como cualquier otro, pero no es la extrema derecha[xiii]. Entre otras cosas se olvida que, mientras ETA ha matado infinitamente más en democracia que durante la dictadura[xiv], el PP precisamente ha sido el partido que cuenta con más miembros asesinados por la banda armada[xv]. Pero para el antifranquismo retrospectivo basta sólo con oponerse al PP y a otras supuestas “reliquias franquistas” para poder disfrutar del liberador carnet de presunto demócrata. Todo este delirio enfermizo de culpas desplazadas, agravios inventados y realidades manipuladas, nos ha llevado a tolerar una realidad, la galvanizada por ETA y el nacionalismo independentista, que ningún otro país democrático normal habría soportado durante tanto tiempo.

Otro aspecto instaurado en la sociedad española por la retórica antifranquista es la equidistancia, en cuyo seno se ha mantenido moralmente, siendo sus actitudes más acusadas la cesión y la renuncia. A las víctimas de ETA se las ha ninguneado durante lustros, y lo peor es que se las sigue atacando hoy en día sólo por ser víctimas. Su presencia incomoda, intranquiliza la buena conciencia de personas que han obtenido ésta a costa de vender su dignidad. Hasta hace bien poco las historias de las víctimas, incluso sus mismos rostros, eran invisibles en la prensa española, permanecían expulsadas del foco de atención; sobreviviendo en el olvido, eran sólo un número y padecían su condición vergonzante casi en la clandestinidad. Hoy en día, a pesar de la presencia y visibilidad que han conseguido gracias al ‘espíritu de Ermua’, todavía muchos sectores políticos y mediáticos les niegan protagonismo, con el peregrino argumento de que las víctimas no pueden ser agentes políticos, olvidando que ese derecho sí se lo conceden, de forma delatadora, a sus verdugos de ETA y Batasuna. No se trata de que las víctimas siempre tengan razón, no es eso; simplemente se trata de que puedan hacer oír su voz, la cual, en contra de lo que aseguran determinados sectores, no se caracteriza precisamente por la radicalidad, pues hay poco de radical y sí mucho de justo en exigir el fin de ETA sin cesiones políticas a cambio. Porque en este país de memoria tan frágil e interesada ya hemos olvidado, si es que alguna vez hemos llegado a ser conscientes de ello, que las víctimas de ETA son las únicas que nunca se han vengado de sus verdugos. Su ejemplo moral ha sido heroico, pero si se han visto obligadas a ser héroes es porque el resto de la sociedad las abandonó a su suerte. Mario Onaindía, antiguo miembro de ETAp-m, condenado a muerte en el famoso proceso de Burgos y convertido a la democracia tras su paso por la cárcel, era muy consciente del papel sacrificial que han desempeñado las víctimas del terrorismo: “las víctimas, sobre todo las fuerzas de orden público y los militares, han sido quienes han defendido nuestros derechos, interponiendo sus cuerpos entre las bombas asesinas y nosotros y nuestros derechos. Sólo del reconocimiento de ese sacrificio podremos construir entre todos una democracia fuerte y vigorosa por la que merezca la pena morir, porque merece la pena vivir”[xvi].

[i] Según datos aportados por Cristina Cuesta en su libro Contra el olvido, entre 1978 y 1980 ETA asesina a 239 personas. Los crímenes de la extrema derecha fueron mucho menores en números.
[ii]Otros políticos asesinados a finales de los 70 y a principios de los 80, la mayoría de UCD, fueron tiroteados por ETAp-m.
[iii] De ahí lo que se conoció como ‘el espíritu de Ermua’.
[iv] Datos aportados por Ignacio Sánchez Cuenca, en su ETA contra el Estado (pág. 256), sobre un total de 825 víctimas.
[v] Recordemos que un gran número de víctimas civiles mantenían algún tipo de vínculo, sobre todo familiar o laboral, con las fuerzas de seguridad del Estado.
[vi] Estrategia fruto de la ponencia Oldartzen, que lanza el lema de la “socialización del sufrimiento”, es decir, el ataque a todo el tejido de la sociedad española, no sólo a las fuerzas de seguridad.
[vii] El caso más sangrante probablemente sea el de Juan Luis Cebrián, actual nº 2 del Grupo Prisa y Académico de la Lengua, que en su momento llegó a dirigir los informativos de la televisión de Franco.
[viii] Algo similar sucedió en la Alemania post-nazi, incapaz también de reconocer el peso de su culpa durante la dictadura de Hitler.
[ix] Por ejemplo, cierta deslegitimación del sistema actual, lo que favorece los intereses de ETA y de todo el nacionalismo independentista.
[x] La palabra ‘adversario’ es una de las posibles traducciones del término hebreo ‘Satán’. Satán es el seductor cuyas maneras imitamos cuando pretendemos enfrentarnos a él.
[xi] Tercermundista, propalestina, antiamericana, feminista, defensora de los nacionalismos, etc.
[xii] Sobre la vocación totalitaria de la unanimidad me remito a mi artículo sobre Dogville, en esta misma revista (nº 4).
[xiii] España es uno de los pocos (si no el único) países de la Unión Europea en el que la extrema derecha carece de representación parlamentaria.
[xiv] Según datos recogidos por Cristina Cuesta, ETA asesina entre 1968 y 1978 ‘sólo’ a 72 personas; en cambio, entre 1978 y 1987, años ya plenamente democráticos en los que se aprobó la Constitución y el Estatuto de Gernika, las víctimas alcanzan la cifra de 526.
[xv] El segundo en este tétrico ranking es el PSOE, mientras que el resto de partidos no tienen a ningún miembro asesinado por ETA.
[xvi] Del artículo de Onaindía La cultura de la Transición, incluido en el libro colectivo ¡Basta Ya! Contra el nacionalismo obligatorio (Ed. Aguilar, 2003).

('disección' publicada en la revista Kiliedro, nº 7)

sábado, 13 de enero de 2007

VOCABULARIO: 3. ESCISIÓN ORIGINARIA


LA ESCISIÓN CTÓNICA


Hölderlin ya se refirió a la escisión originaria hace unos días, así que hoy sólo intentaré completar sus reflexiones. Además de lo ya dicho, la escisión es también ese monstruoso útero-tumba, esa caverna de la que todo fluye y emana a borbotones y que todo lo succiona, ese principio y fin de todo lo humanamente existente. Es, en suma, el ‘origen del mundo’ (título del famoso cuadro de Courbet que podemos ver en la imagen), la apertura a la turbulenta dimensión del sparagmos, en la que reina el fuego, el espanto, la convulsión, la ruptura, el polemos en suma. Una vez rebasada la cavidad uterina con el primer suspiro, ya no hay vuelta atrás, la condena es insoslayable. Nuestro origen queda ya para siempre sellado detrás nuestro, encogido entre mucosidades vaginales, imponiéndose como una culpa sobre la conciencia la ominosa realidad de lo ctónico, que nos impele a la fusión con sus efluvios miasmáticos o al rechazo protegido por ‘diques apolíneos’.

La escisión ctónica es esa caja que Pandora dejó permanentemente abierta y que ya nunca podrá cerrarse, a menos que destruyamos la caja entera. El mundo late por esa herida que no se puede soldar.

domingo, 7 de enero de 2007

EL FILÓSOFO HÖLDERLIN


Friedrich Hölderlin (1770-1843) ha pasado a la historia como gran poeta del Romanticismo, pero su primera dedicación intelectual la consagró a la filosofía. Compañero de estudios de Hegel y Schelling en el seminario de Tubinga (de 1788 a 1793), no pocos investigadores han señalado el rol director que pudo adoptar sobre las ideas que originaron el idealismo alemán. A diferencia de sus amigos y condiscípulos citados, la obra filosófica de Hölderlin se reduce sólo a unos textos breves, casi meros apuntes (no tardó muchos años en decantarse por la poesía). Pero en algunos de estos escritos ensayísticos encontramos lo que podría ser el planteamiento de la cuestión fundamental del idealismo, el problema del Absoluto, un tema al que tanto Hegel como Schelling dedicarían su obra futura con la pretensión de establecer una solución definitiva al mismo. El texto de Hölderlin más importante en este sentido es el titulado Juicio y ser (el título no pertenece al poeta, sino a sus compiladores), cuya traducción y nota a pie de página corresponden a Felipe Martínez Marzoa (Ensayos, Friedrich Hölderlin. Ed. Hiperión, 1976):


JUICIO Y SER

Juicio es en el más alto y estricto sentido la originaria separación del objeto y el sujeto unidos del modo más íntimo en la intuición intelectual, es aquella separación mediante la cual -y sólo mediante ella- se hacen posibles objeto y sujeto, es la partición originaria(1). En el concepto de la partición se encuentra ya el concepto de la recíproca relación del objeto y el sujeto, y la necesaria presuposición de un todo del cual objeto y sujeto son partes. “Yo soy yo” es el ejemplo más adecuado de este concepto de la partición originaria en cuanto originaria partición teorética, porque en la partición originaria práctica hay contraposición al no-yo, no a sí mismo.

Realidad efectiva y posibilidad se distinguen como conciencia inmediata y mediata. Cuando pienso un objeto como posible, entonces no hago otra cosa que repetir la precedente conciencia en virtud de la cual ese objeto es efectivamente real. No hay para nosotros posibilidad de pensable que no haya sido realidad efectiva. Por eso, de los objetos de la Razón, tampoco es válido el concepto de la posibilidad, porque ellos nunca se hacen presentes en al conciencia como aquello que deben ser; de esos objetos sólo es válido el concepto de la necesidad. El concepto de la posibilidad vale de los objetos del entendimiento; el de la realidad efectiva, de los objetos de la percepción y la intuición.

Ser – expresa la ligazón del sujeto y el objeto.

Allí donde sujeto y objeto están unidos pura y simplemente, no sólo en parte, allí donde, por lo tanto, están unidos de modo que absolutamente ninguna partición puede ser efectuada sin preterir la esencia de aquello que debe ser un ser pura y simplemente, como ocurre en el caso de la intuición intelectual.

Pero este ser no debe ser confundido con la identidad. Cuando digo “Yo soy yo”, entonces el sujeto (Yo) y el objeto (Yo) no están unidos de tal manera que ninguna separación pueda ser efectuada sin preterir la esencia de aquello que debe ser separado; por el contrario, el yo sólo es posible mediante esta separación del yo frente al yo. ¿Cómo puedo decir “¡Yo!” sin conciencia de mí mismo?, pero ¿cómo es posible la conciencia de mí mismo?; es posible porque yo me pongo enfrente, frente a mí mismo, me separo de mí mismo y, pese a esta separación, en lo puesto enfrente me reconozco como lo mismo. Pero ¿en qué medida como lo mismo? Puedo, tengo que preguntar así; porque, en otro respecto, se ha puesto enfrente de sí. Por lo tanto, la identidad no es una unión del objeto y el sujeto que tuviera lugar pura y simplemente; por lo tanto, la identidad no es = el ser absoluto”.


(1)Ur-Teilung (así separado en el original en este primer lugar en que aparece) es lo que traducimos por “partición originaria”. Teilen es “partir”, “dividir”, y el prefijo ur- significa origen y originariedad; por otra parte, Urteil es “juicio”, y Urteilen, “juzgar” (“dictar sentencia”).

jueves, 4 de enero de 2007

HITLER Y LOS CHUETAS


“Durante la segunda Guerra Mundial, concretamente, en 1942, a solicitud de los agentes de la Gestapo instalados en la isla, la policía española inicia una investigación sobre la situación y número de descendientes de los judíos conversos, bajo el pretexto de indagar una posible conexión entre los chuetas y representantes de organizaciones judías, así como la posibilidad de actos subversivos. La investigación se centra en datos históricos sobre la identidad familiar de las personas condenadas por la Inquisición y se pide un informe a un historiador local al que se llega a través del arzobispo de Mallorca. Este historiador informó a los ‘investigadores’ españoles y alemanes que el 35 % de los habitantes de la isla eran descendientes de judíos o de personas acusadas de judaizantes por la Inquisición. Esa cifra parece bastante elevada; una estimación más real sería un 18 %. Según fuentes consultadas, es muy posible que el número fuera duplicado para confundir a los nazis. Las indagaciones no tienen ningún resultado final y, salvo algunas amenazadoras cartas anónimas, los chuetas no son molestados ni se produce acción oficial alguna”.

Este texto pertenece al libro Retorno a Sefarad (Ed. Riopiedras, 1993), del periodista e historiador José Antonio Lisbona, que obtuvo parte de estos datos del estudio Los de la calle. Un estudio sobre los chuetas, de Kenneth Moore (ed. Siglo XXI, 1976). El mismo Lisbona me reveló en el año 2003, tras la presentación en el Centro Cultural de Sa Nostra de su libro España-Israel. Historia de unas relaciones secretas (ed. Temas de hoy, 2002), que había podido consultar, gracias a la amabilidad del ministro de Asuntos Exteriores de la época, Francisco Fernández Ordóñez, una lista de chuetas elaborada para la Gestapo que se conserva en una caja fuerte del citado ministerio, pero de la que está prohibida la obtención de ningún tipo de copia.

martes, 2 de enero de 2007

JUDÍOS Y CHUETAS

Nisan Ben-Abraham, primer rabino de origen chueta (Nicolau Aguiló)

El antisemitismo es uno de los fenómenos más insólitos y duraderos de la historia, pues ninguna otra persecución contra un determinado colectivo ha sido tan minuciosa y se ha prolongado durante tantos siglos, prácticamente los mismos que tiene de existencia el pueblo judío. Otro rasgo curioso que atesora esta persecución afecta a los motivos esgrimidos para justificarla, que siempre han sido muy variados: religiosos, ideológicos, económicos, raciales, etc. Parece como si existiera una necesidad de reinventar móviles, adaptados al carácter de los tiempos, para odiar y perseguir a los judíos. Algunas voces con pretensión de ‘equidistancia’ conceden al propio pueblo semita una cierta responsabilidad sobre su carácter de chivo expiatorio: “si tanta gente los persigue, será por algo”, vienen a decir. Pero la historia de España demuestra lo equivocado de esta acusación, ya que en nuestro país, a pesar de que los hebreos no han existido oficialmente durante siglos, la judeofobia nunca ha desaparecido. La figura del judío ha seguido siendo despreciada tanto en la sociedad como en la cultura, hasta el punto de proyectarse su culpa sobre sus hipotéticos descendientes.

El caso más llamativo de antisemitismo dirigido contra los teóricos herederos de los judíos se ha dado en Mallorca con el colectivo de los chuetas, nombre que define a los descendientes de los últimos hebreos obligados a convertirse al cristianismo en 1435. El término, cuyo significado todavía se discute, fue acuñado oficialmente por primera vez en 1688, cuando aparece en documentos de la Inquisición con motivo de las últimas purgas de criptojudíos, saldadas con condenas a muerte. El odio contra los judíos (“la raza maldita que ha matado a Cristo”) en la sociedad mallorquina, dirigido sobre todo por las autoridades eclesiásticas, no fue saciado con la aniquilación o la conversión forzada, sino que la ‘culpa semita’ se proyectó más allá del fin del propio colectivo, concretamente sobre las personas que contaban con alguno de los 15 apellidos identificados como conversos: Aguiló, Bonnín, Cortés, Forteza, Fuster, Martí, Miró, Picó, Piña, Pomar, Segura, Tarongí, Valentí, Valleriola y Valls. Una serie de nombres abominados y objeto de una sistemática exclusión que ha durado siglos. La función expiatoria que han desempeñado las personas con alguno de estos apellidos es evidente: marginados en guetos de la sociedad de Palma y con la imposibilidad de acceder a los mismos derechos que sus conciudadanos, miles de personas fueron empujadas a vivir encerradas en una endogamia forzada. Si la pulsión excluyente es omnipresente en cualquier sociedad humana, ésta se refuerza cuando la comunidad vive en unos límites geográficos como son los de una isla, al multiplicarse el efecto (geográfico, psicológico y metafísico) de clausura y exterioridad. Esta circunstancia provoca que en una sociedad tan delimitada el enemigo interno sea más importante que el externo para mantener una férrea cohesión social, y es aquí donde juegan su papel tanto los judíos como los chuetas. Aunque a estos últimos no se los ha exterminado, como sí se hizo con muchos hebreos y conversos, el signo de la exclusión y el desprecio los ha marcado y definido.

Lo paradójico de esta persecución contra los chuetas es que se construyó sobre un sintomático fraude, el de los apellidos anatematizados por su identificación con el judaísmo. Varios apuntes cabe hacer para entender este asunto.

Primero: que, como ha sido ya demostrado, estos apellidos no son exclusivos de los descendientes de judíos, pues ya existían en el seno de la sociedad mallorquina en el momento de la conversión (algunos incluso en la peninsular). De hecho, el criterio que acostumbraba a seguir todo converso a la hora de escoger un apellido era el de no diferenciarse de la mayoría de la sociedad, utilizando nombres comunes (en la península, muchos conversos adoptaron apellidos tan españoles como García, López o Rodríguez). Por lo tanto, tener alguno de los 15 nombres no demuestra ni mucho menos una filiación hebrea.

Segundo: el número de apellidos que bautizaron ‘cristianamente’ a conversos fue mucho mayor, concretamente unos 276, nombres tan ordinarios en Mallorca como son los de Barceló, Bosch, Colom, Fiol, Garau, Massanet, Morro, Moyà, Mulet, Noguera, Rebassa, Riera, Ripoll, Rotger, Roig, Sastre o Sureda. Sin embargo, los sambenitos que representaban a estos apellidos y a muchos más fueron desapareciendo de su lugar de exposición y escarnio público, el antiguo convento de Santo Domingo, hasta que sólo quedaron como testimonio de los autos de fe de 1691 los famosos 15 estigmatizados. Se desconocen los entresijos que propiciaron esta espectacular criba, pero el motivo determinante sin duda fue el pánico que suscitaba ser alcanzado por la ‘mancha judía’. El libro La fe triunfante del jesuita padre Garau, de gran éxito en Mallorca, encauzó históricamente esta errónea identificación judeo-chueta.

Pero todavía queda un tercer punto que revela lo arbitrario de esta selección sacrificial, y es que los apellidos mallorquines que sí tienen un origen judío no aparecen en las listas de perseguidos ‘oficiales’. Me refiero a los Salom, Maimó, Jordà, Abraham, Vidal o Durán. Si el objeto del odio antisemita ya es de por sí algo reprobable, empeora las cosas que esa fobia se haya proyectado sobre personas que no tienen nada que ver con el demonizado ‘pueblo elegido’. Pero resulta que toda persecución sacrificial se alimenta sólo de sí misma, de la misma pulsión excluyente que la pone en marcha, de modo que los criterios que se establecen como justificación carecen de valor objetivo. El mecanismo persecutorio, inherente a toda colectividad (y que permite gestionar cualquier tipo de conflicto en dirección a soluciones sacrificiales y expiatorias), es lo decisivo en la identificación de un chivo expiatorio, y no las características (intercambiables) que pueda tener este último. De esta manera, la palabra ‘chueta’ ha servido en Mallorca para definir y establecer un antagonismo esencial, una diferencia que ha permitido apuntalar durante siglos la unanimidad social y religiosa frente al repudiado. Pero esta diferencia es arbitraria de contenido, pues su única finalidad es formal y sacrificial, consistente en purificar la propia identidad frente a un Otro culpabilizado.

La marginación de este colectivo y su persecución ha perdurado, bajo diferentes formas, hasta finales del siglo XX, momento en el que sobrevive exclusivamente en unos pocos reductos provincianos. La persecución ya ha alcanzado su fin y la integración de los chuetas en la sociedad mallorquina es plena. Pero es precisamente ahora, sin embargo, cuando el discurso sobre su identidad cultural se está revalorizando. Muchas personas que cuentan con alguno de los 15 apellidos antaño estigmatizados reivindican ahora orgullosamente su supuesta condición judía (es decir: asumen la tesis de sus perseguidores), exigiendo alguna reparación a tantos siglos de humillaciones. Como en otros casos parecidos, sólo cuando una persecución desaparece la resistencia a la misma se exaspera, pero ya de forma inútil. Es decir: una identidad sólo puede defenderse con garantías desde una posición de cierto desahogo, cuando esta reivindicación nace de un mínimo prestigio social. Cuando una víctima es percibida como tal por sus perseguidores es porque su hostigamiento ya ha dejado de ser efectivo. Y es que ser chueta en Mallorca hoy tiene más prestigio que nunca. Pero más allá de esta pretérita condición victimaria no hay nada que pueda hacernos pensar en una identidad cultural. El concepto ‘chueta’ no ha sido históricamente más que una categoría sacrificial, marcada y definida por la exclusión. Chueta era sólo quien los perseguidores decían que era, al margen de toda objetividad significativa. De esta manera, acabada la discriminación, el concepto ‘chueta’ desaparece con ella, pues no significa nada en una sociedad democrática y libre. Y es que no existe un verdadero contenido cultural, una literatura o una lengua específicamente chueta; no se puede hablar en este sentido de una identidad en los mismos términos en los que sí puede hacerse de una identidad judía, que cuenta con su lengua, su literatura, su religión, sus ritos. Reivindicar la condición cultural chueta en pleno siglo XXI es un absurdo, más todavía si se quiere identificar al chueta con el judío. Los chuetas, como ya se ha dicho, no tienen por qué descender necesariamente de los judíos conversos, e incluso en los casos en que sí exista esta conexión genealógica, el contacto con sus raíces culturales se perdió hace siglos, no dejando más que alguna huella epidérmica. La realidad es que los chuetas han sido tan católicos como el resto de los mallorquines, con lo que la codiciada filiación hebrea se desvanece. Los únicos rasgos que los asemejan con los judíos de la diáspora son la endogamia y la mentalidad de gueto, aspectos que no son más que consecuencia directa de su condición sacrificial, no existiendo en ellos ningún contenido cultural que pueda reivindicarse como diferente del conjunto de la sociedad mallorquina.

Conclusión: conseguir una ‘certificación de pureza’, tanto hebrea como cristiana, es metafísicamente imposible en la sociedad mallorquina, caracterizada por la amalgama de orígenes. De la misma manera que ningún chueta puede garantizar que descienda de judíos (salvo que su genealogía personal lo verifique), tampoco ningún mallorquín no-chueta puede asegurar con certeza que no tenga origen hebreo.

(artículo publicado en la revista Kiliedro, nº 5)
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