(artículo publicado ayer lunes en El Mundo-El Día de Baleares)
Estas fiestas las celebré con unos amigos en el restaurante
El Ceibo de Santa Ponça, en la que muy probablemente ha sido la
mejor cena de mi vida. Unas carnes épicas (bife y picaña) y un vino
(Pago de Carraovejas) escalofriante, digno de hacerse una transfusión
perpetua.
En
estos placeres me regodeo en tiempos penitenciales, porque a estas
alturas ya pocas cosas me parecen más espirituales que las delicias
materiales. Los licores, los habanos, el sexo. Todo aquello que odian
los psicópatas del EI, apóstoles de la pureza sacrificial cocida en
sus piras. No todos son musulmanes ni llevan explosivos, pero estamos
rodeados de sermoneadores enfurecidos, abortos fallidos cuya
finalidad es boicotear cualquier forma de dignidad y placer sobre la
Tierra.
De
las religiones, tras una infancia en la que iba para sacerdote
kierkegaardiano, camino que abandoné sin conversión a su opuesto,
me quedo principalmente con sus rituales. Desde hace unos años me
interesa mucho la Semana Santa ortodoxa, que este año, al seguir el
calendario juliano y no el gregoriano, se celebra un mes más tarde
que la católica.
Para
un ritual palpitante que tiene el cristianismo como es el Oficio de
Tinieblas, y lleva demasiado tiempo relegado del repertorio pascual,
en beneficio de esos ostentosos pasos de vírgenes, ecos de la Pacha
Mama que intentan relegar al protagonista de la fiesta. Este Oficio
escenifica el momento de pánico del Sábado Santo, la vigilia
angustiosa del Jesús muerto en el sepulcro y su regreso, en forma de
cirio encendido, a la vida, momento en el que se corea el Miserere.
Nuestra
existencia parece bastante trágica, y lo mejor es resignarse a ello
porque el resto de opciones 'salvadoras' son mucho peores. La
catástrofe a la que nos abocan los dogmáticos de la creencia que
son incapaces en su venenosa bestialidad de disfrutar o siquiera
permitir los placeres mundanos, de aceptar la ambivalencia de las
cosas, su otredad, el sinsentido de un mundo de miles de millones de
galaxias cada una con sus miles de millones de estrellas. El sendero
criminal de lo identitario, la necesidad de imponer algo permanente y
totalizador como motor de lo peor de nuestra historia.
El
Sábado Santo, día de la incertidumbre y el desarraigo, en realidad
dura 13.800 millones de años. Jesús seguiría siendo igual de
fascinante (o más) sin necesidad de recurrir al Séptimo de
Caballería del domingo redentor. Si de su relato se hubiera hecho
más filosofía (derridiana, ya que estamos) que religión
(creencia).