sábado, 22 de diciembre de 2018

50 AÑOS DE UNA REGATA DE LOCOS


 (artículo publicado en la Gaceta Náutica)

Las cifras redondas tienen una importancia relativa, pero al menos son una excelente excusa para rememorar proezas como la acaecida a finales de los años sesenta: se cumple en estas fechas el 50 aniversario del inicio de la Golden Globe Race, regata que organizara el periódico británico Sunday Times y que consistió en dar la vuelta al mundo en solitario sin ninguna escala. Y sin motor, claro, sólo a vela. Se trata del evento que originó las modernas regatas individuales, aunque con un matiz importante: en esa época los veleros no contaban con alta tecnología ni estaban patrocinados por grandes multinacionales, navegando casi como en la época de Elcano y Magallanes. El empeño del Sunday Times, espoleado por la vuelta al mundo con una escala de Sir Francis Chichester el año anterior, permitió alcanzar un nuevo hito en el desarrollo de las capacidades humanas, pero su funcionamiento resultó tremendamente modesto, casi artesanal.
La efeméride viene reforzada por el estreno de una película, The Mercy, dedicada al más trágico de los protagonistas de la regata, Donald Crowhurst, interpretado por Colin Firth, y que se estrenó a inicios de este verano en el Real Club Náutico de Palma. También indispensable para conocer los detalles de tan fascinante certamen es el libro Una regata de locos de Peter Nichols, que analiza con detalle toda la travesía y a sus nueve participantes: dos franceses (Bernard Moitessier y Loïck Fougeron), un italiano (Alex Carozzo) y seis británicos (John Ridgway, Chay Blyth, Robin Knox-Johnston, Bill King, Nigel Tetley y Crowhurst).
En 1968, cuando el hombre estaba lanzado en su proyecto de llegada a la Luna, el Sunday Times puso en marcha una iniciativa que, si bien no implicaba los avances científicos de la NASA, sí permitió realizar con pequeños barcos de vela una gesta de hombres solitarios herederos de la insigne estirpe de Amundsen, Lindbergh y Burton. ¿Qué nos empuja a abandonar la seguridad de nuestros hogares para jugarnos la vida ascendiendo el Himalaya o encerrándose en un velero para recorrer los mares? Decía Heráclito que sólo el pólemos (el conflicto, la pugna) nos revela quiénes somos realmente, y estos nueve hombres querían saber de una puñetera vez de qué material estaban hechos: “En la vida no hay elección. O pudrirse o quemarse” (Conrad).
Precisemos que se trató de una regata en la que sus participantes no salían al mismo tiempo, sino en un plazo que iba del 1 de junio al 31 de octubre de 1968, y que daría la vuelta al mundo partiendo de Inglaterra, atravesando el Atlántico Sur para superar el cabo de Buena Esperanza y seguir por el Índico hacia Australia y Nueva Zelanda, luego recorrer todo el Pacífico y finalmente regresar a Europa tras rebasar el temible Cabo de Hornos. Para subsanar el ritmo desordenado de las salidas, el Sunday Times instauró un segundo premio de 5000 libras para aquel que realizara la travesía en menos tiempo. No olvidemos, desde la acogedora calma de nuestros sofás, el pasmo que supone una aventura tan loca: soledad angustiosamente abisal durante muchos meses, dormir sólo a ráfagas desasosegantes, pánico de caerse al mar en medio de las bestiales tempestades del océano Austral, miedo a colisiones nocturnas con barcos de gran tonelaje o hielos a la deriva (incluso de día, la línea de horizonte es sólo de ¡3 millas!), o mantener la dirección sólo con la ayuda de un sextante, el sol y las estrellas.
Aunque el brillante y sorpresivo vencedor de la regata, y de hecho único participante que regresó al punto de salida, fue el joven Knox-Johnston, capitán de la marina mercante que volvió a tocar tierra el 22 de abril de 1969, los dos protagonistas podríamos decir que espirituales del campeonato fueron Crowhurst y Moitessier. Por motivos opuestos. Knox-Johnston tiene un mérito tremendo, pero mostraba una personalidad menos compleja que sus dos compañeros de campeonato. A juicio del psicólogo de la carrera, era “penosamente normal”, y de hecho fue el único que no tenía dudas sobre sus posibilidades. En cambio, la interioridad de los otros dos era profunda y dolorosa.
Podríamos decir, siguiendo la dualidad planteada por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, que Crowhurst sería la imagen de lo apolíneo (el ímpetu de la razón planificadora), mientras que en Moitessier tendríamos la representación de lo dionisíaco (la pura pasión vital). Crowhurst sólo pensaba en un triunfo que lo redimiera de una vida siempre por debajo de sus ambiciosas expectativas. Poseía un talento innegable, pero no era capaz de sacarle partido. Hombre ajeno al mar, en la Golden Globe encontró el trampolín que podría llevarlo al estrellato, demostrar al mundo que era un genio. Pero las cosas no salieron bien: su tecnológico barco se desintegraba imparablemente, y no había manera de remontar en la clasificación de la regata. Por eso cayó en la vileza de las trampas: Crowhurst falseó su verdadera posición y transmitía por radio a Inglaterra esperanzadores datos trucados. No quiso renunciar a su deseo mesiánico, así que se saltó los pasos necesarios para la gloria. Mientras Knox-Johnston, Tetley y Moitessier avanzaban velozmente por el Pacífico, él deambulaba errático sin salir nunca del Atlántico, como un vagabundo de los mares. Derrumbado por los remordimientos y por su fracaso, Crowhurst padeció un brote psicótico y en plena deriva oceánica se dedicó a escribir como un poseído miles de palabras en pocas horas: visiones históricas, reflexiones cósmicas, un crispado diálogo con el mismísimo Einstein, etc. Reventando su ambición apolínea, Crowhurst se desintegró: vació su tortuosa alma en el cuaderno de bitácora y finalmente se arrojó por la borda para sepultarse en ese sarcófago marino que lo había frustrado.
Moitessier también padeció una epifanía, pero en su caso luminosa: su amor a la vida, al latido líquido de los océanos, era mayor que las ambiciones mundanas de una regata. Entendió lo que suponía participar en un campeonato: una prueba para dirimir honores triviales. Y él no tenía nada que demostrar, no necesitaba redimirse de miseria alguna, y en los largos meses de trayecto en los que místicamente se fusionó con su embarcación y con el mismo mar obtuvo la confirmación definitiva de que su reino no era de este mundo. El ciudadano francés llamado Bernard Moitessier también se desintegró, pero para dejar de ser un tipo en pos de una medalla: no se hundió bajo el elemento marino sino que se proyectó extáticamente sobre él. Eclosionó su exuberancia dionisíaca. Por eso, estando en cabeza de carrera para obtener los dos trofeos de la Golden Globe, decidió seguir a su aire con una libérrima segunda vuelta al globo terráqueo, poniendo pie a tierra en las edénicas islas de Tahití. No quiso finalizar la travesía estipulada, su vida era una travesía más amplia: el mar como gozoso fin en sí mismo, no como un medio. Pessoa decía que un barco no navega, sino que sólo va de un puerto a otro. Moitessier decidió navegar de verdad, por puro placer, sin horizonte ni objetivos espurios o afán de honores. A diferencia de Crowhurst, entendió que el juego no merecía detenerse. Porque la vida sigue, al margen de nuestros planes demasiado humanos.

domingo, 16 de diciembre de 2018

LAS GRIETAS DE LOS CRUCEROS


 (artículo publicado en el anuario de la Gaceta Náutica)

Tal vez no exista ninguna cuestión, sobre todo en un mundo tan complejo como el nuestro, que descarte tener al mismo tiempo un lado bueno y otra parte más discutible. Aunque nuestra mente esté programada para reducir la complejidad de lo real a estereotipos, estos nos alejan de la verdad, a pesar de proporcionarnos una irresistible molicie psicológica. Si las medicinas tienen efectos secundarios, ¿cómo no va a ser ambivalente un fenómeno como el de los cruceros? Sin embargo, y como señala el artículo de José Luis Miró, el cisma está a la orden del día: en el debate público, o estamos muy a favor o nos manifestamos del todo en contra. Cuando, como ya avisaba Aristóteles hace nada menos que dos mil años y pico, lo más certero suele estar en algún paraje intermedio del dilema. La tentación de la radicalidad, siempre bien vista pero no digamos ya en épocas de bonanza (cuando uno está aburrido de estabilidades y ansía la pueril pero destructiva turbulencia ‘regeneradora’), guía nuestros pasos en disyuntivas que precisan más bisturí que bazooka.
En este sentido, es relevante lo que sucede en el puerto de Palma con los residuos oleosos, por su elevada cuantía y también por el beneficio que aporta a unos particulares cuyos objetivos crematísticos no coinciden con el interés general. El hecho de la inexistencia de balanzas estos años es una de esas trampas que obviamente abonan el fraude (es cuestión de tiempo que se cometa cuando existe la posibilidad de hacerlo), porque, cuando las cosas se hacen con dudosas artes a ojo del interés de algunos con capacidad de influencia, el enredo acude raudo a ocupar el espacio que deja la integridad.
Cualquier fenómeno acostumbra a percibirse incluso en las sociedades modernas bajo la forma típica de la antigua mitología: a través de percepciones psicológicas con bipolar tendencia a la histeria o a la euforia. Tenemos a mano muchos ejemplos, pero para los momentos histéricos elegiré el marítimo caso del naufragio del Costa Concordia, tras el cual cayeron a plomo las reservas, aunque paradójicamente aumentó la seguridad y bajó el precio. O el trágico accidente de Spanair en Madrid, que generó el mismo perfil de consecuencias chocantes: cuando los billetes eran más baratos y el vuelo menos vulnerable (tras una catástrofe se eleva el celo técnico de los responsables), el pasaje se redujo al mínimo. Nuestras viejas antenas psicológicas son lo primero que se pone en funcionamiento a la hora de calibrar un suceso, pero suele jugarnos malas pasadas.
Como sucede también, las críticas habituales al fenómeno crucerista son más ideológicas que técnicas, más exaltadas que reposadas. En lugar de señalar que las obras faraónicas de la APB perjudican injustamente a la náutica de recreo y que pueden existir oscuros intereses en las empresas que viven del asunto, cuatro gatos liderados por algún que otro tipo siniestro acaparan las portadas de los medios vendiendo containers de homeopatía política aliñada con algunas pocas evidencias. Y es que los problemas reales acostumbran a permanecer velados tras la hojarasca resultona del griterío interesado de unos pocos que pretendiendo solventar un problema lo que ambicionan es una resolución mucho peor: acabar con algo que si acaso debería ser modificado en algunos aspectos, aunque no en su totalidad. Pero tiene más salida destruir que modificar. Igual sucede con la turismofobia y los atascos, asunto que siempre aparece en los medios con las cartas marcadas, olvidando aspectos más de raíz (haber superado probablemente el techo poblacional de residentes) pero menos vistosos en la tantas veces sonrojante pasarela nacional del lucimiento buenista.

lunes, 8 de octubre de 2018

DOCE BÁSICOS DE LA LITERATURA DEL MAR


 (artículo publicado en la Gaceta Náutica)


     Muchas veces olvidamos que la vida es agua y fue originada en el mar. Pero con siglos de arraigo en tierra firme, el mar se convierte en el ámbito de lo desarraigado, de la otredad, aventura incontrolable. La literatura marina es tan antigua como la escritura, y el mar, en ese sentido, podría ser el escenario idóneo de la confrontación total con la existencia: nos revelaría de qué material estamos hechos. En el mar, uno se pone a prueba. No puedes establecerte sobre él, es pura intensidad, un tránsito poderoso que te eleva o te destruye.

     Hay que perderse en el mar para, al regresar, poder ser uno mismo, con el riesgo de sumergirse “en el gran sudario” (Moby Dick) líquido. Como decía Hölderlin, hay que salir de nosotros mismos para poseernos más vivamente. Naufragios, tesoros ocultos, tormentas devastadoras, barcos fantasma como el Holandés Errante. De esa potencia ambivalente, esa calidez líquida que nos acaricia y el abrazo brutal que nos lleva hasta las profundidades, dan buena cuenta estos clásicos de lo marino.

     La Odisea, Homero (siglo VIII aC):
   El poema épico de Homero, que relata las peripecias de Ulises durante 10 años a su regreso de Troya, es básicamente una cartografía originaria de todo el Mediterráneo. Lo mítico del viaje de Ulises, con sus elementos sobrenaturales, no supone un rebajamiento de la verdad experiencial de la historia, de lo que supone de símbolo de lo humano en el momento justo en que nuestra civilización europea comenzaba a andar. O, mejor dicho, a navegar. Sirviéndose de la deriva como método de conocimiento, asumiendo la interrogación que supone la navegación.

     Diario de a bordo, Cristóbal Colón (1492):
    Transcritos por fray Bartolomé de las Casas, los diarios que el conquistador Colón elaboraró a bordo de la carabela Santa María son un testimonio único sobre la hazaña, prácticamente única en su momento, de atravesar un océano inexplorado. Y, como muchas de las aventuras más deslumbrantes del ser humano, se descubrió algo que se ignoraba, acuñándose en este caso la célebre frase “descubrir América buscando las Indias”.
    El texto trata de los cuatro viajes al Nuevo Mundo de Colón, aunque el primero de todos ocupa mayor especio y, lógicamente, una relevancia superior.

     Robinson Crusoe, Daniel Defoe (1719):
   Considerada como la primera novela inglesa, narra las aventuras de un Crusoe que en una expedición marina por África es capturado por unos piratas y convertido en esclavo. Escapa ayudado por un capitán portugués, pero sufre un naufragio del que es el único superviviente en una isla que parece desierta pero que está habitada por caníbales. Teñida del idealismo colonialista de la época, retrata el choque material y cultural que supone para un europeo salir con vida en un claustrofóbico contexto salvaje.

     Narración de Arthur Gordon Pym, Edgar Allan Poe (1838):
     Poe relaciona en esta narración el repetorio habitual de las historias marineras con elementos rocambolescos e incluso sobrenaturales, con epicentro en los ignotos mares antárticos. Por esto último fue idolatrada este obra por Lovecraft.
     El protagonista, Pym, enrolado clandestinamente en el ballenero Grampus, vive desde primera línea toda una serie de sucesos escabrosos (canibalismo, cadáveres descompuestos, violencia sanguinaria), una especie de periplo infernal por los itinerarios marinos. Poe nunca llegó tan lejos en cuanto a imaginación truculenta como aquí, y para las intrahistorias se inspiró en las expediciones polares, muy famosas por entonces, o en leyendas de naufragios.

    20.000 leguas de viaje submarino, Jules Verne (1870):
    A diferencia de otros relatos marinos, en este caso las profundidades cobran especial relevancia, pues en lugar de un barco se navega con un submarino, el mítico Nautilus del capitán Nemo, que les permite atravesar el mundo conocido… y también del desconocido (la Atlántida). Nemo lleva como prisionero al biólogo Pierre Aronnax, que es el narrador de la historia.
     Como en un relato de Poe, Verne se refiere aquí del famoso Maelstrom, el gran remolino ubicado (realmente, aunque a menor escala que en la ficción) en zona noruega: las fauces del mar en su dimensión más fascinante y destructiva, un vórtice que llegaría hasta el fondo del océano.

     La isla del tesoro, Robert Louis Stevenson (1883):
    Las peripecias del niño Jim Hawkins, que tras el asesinato de su padre, dueño de la posada Almirante Benbow, se enfrenta a los piratas por un tesoro escondido en una isla abandonada del Caribe. Dejó para la posteridad al personaje del pirata Long John Silver, contramaestre del Walrus del legendario Captain Flint.
    Stevenson creó una imperecedera iconografía sobre los piratas, que desde entonces fueron representados con loros sobre sus hombros, patas de palo, mapas del tesoro (señalando con una X su ubicación exacta), islas tropicales.

     Moby Dick, Herman Melville (1851):
    Obra maestra del género y de la literatura en general, con un inicio fascinante y poderoso, Moby Dick retrata la persecución de una ballena blanca a la que se da este nombre, obsesión enloquecida del satánico Ahab, capitán del Pequod y protagonista de la novela junto al narrador Ismael. “Sólo en estar lejos de tierra reside la más alta verdad, sin orilla y sin fin. Más vale perecer en ese aullar infinito que ser lanzado sin gloria a sotavento”.
    Tanto la obsesión de Acab, cuya pierna izquierda fue arrancada en el pasado por la ballena, como la propia Moby Dick, son metáforas, pero tan ambiguas que han generado centenares de opiniones para desentrañar su sentido. Navegar por estas páginas depara todo tipo de hallazgos, y tal vez uno de ellos sea que la racionalidad se pone muchas veces al servicio de la demencia, como reconoce en algún momento Ahab.

     El lobo de mar, Jack London (1904):
  Otro hombre de mar reciclado en novelista de sus experiencias al límite, London retrata aquí las peripecias de Humphrey van Weyden, un crítico literario enrolado en la goleta Fantasma, del despiadado capitán Lobo Larsen. La realidad de a bordo, teñida de brutalidad y riesgo pero subrayada por acotaciones de sabiduría cínica, supone el escenario nietzscheano (ideas sobre el Superhombre) del duelo entre ambos hombres, una metáfora de la vida como lucha salvaje donde “la victoria tiene muy poco que ver con la justicia” (Orwell). Van Weyden se ve obligado a endurecer su fina sensibilidad para sobrevivir a esa prueba sobre las aguas.

     Lord Jim, Joseph Conrad (1900):
    Como en el resto de su obra, Conrad contruye esta novela sobre una idea de moralidad en carne viva, que pone sobre la mesa la trágica existencia humana. Lord Jim trata de expiar su pasado de responsabilidad, a pesar de ser absuelto, de un suceso vergonzoso como fue el abandono del Patna, barco que llevaba peregrinos a La Meca, cuando parecía que se iba a hundir en las aguas. Perseguido por el oprobio, incluso cuando trata de mantener oculta su identidad, Jim se ve obligado a huir hacia el este; primero, de puerto en puerto, y después, “marino exiliado del mar”, tierra adentro, donde acaba encontrando su trágica redención. La historia está narrada por un marinero, el capitán Marlow, protagonista del fascinante El corazón de las tinieblas.

     El viejo y el mar, Ernest Hemingway (1952):
    Narra la historia de un viejo pescador, Santiago, que se hace a la mar vez en busca de una pieza importante. La encuentra, pero la lucha para capturarla se prolonga durante tres largos días. Tras el éxito, la decepción: el enorme pez espada, atado a un lado de la embarcación, irá siendo devorado por los tiburones en el regreso hacia tierra firme, quedando de su triunfo sólo un esqueleto de espinas. Hemingway reconocía en esta obra una metáfora de la carroñera crítica literaria.

    Relato de un náufrago, Gabriel García Márquez (1970):
    La agónica historia, basada en hechos reales, de un hombre que permaneció 10 días infinitos a la deriva, en una escalofriante experiencia de soledad humana. La narración de García Márquez acabó desvelando que el naufragio no se había producido por una tormenta, sino por un accidente derivado del contrabando. Así, su protagonista, Luis Alejandro Velasco, pasó al olvido tras haber sido considerado un héroe de Colombia, y su autor tuvo que exiliarse en París.

    Hacia los confines del mundo, Harry Thompson (2007):
     La historia del capitán del mítico Beagle, Robert FitzRoy, que llevó a Darwin en su fascinante viaje por el mundo (1831-1836) que cambió la historia de la ciencia. Junto a la recreación de tan épico itinerario, el autor contrapone dos figuras idealistas, aunque una se escore hacia lo religioso y la otra se aferre al método científico.


     *Bonus tracks: 

    La Biblia (750 aC- 110 dC):
   Ya en el texto religioso se manifiesta esa fuerza bipolar del mar, aquella tensión que por una parte salva pero por la otra aniquila. La separación de las aguas del Mar Rojo son un ejemplo imborrable de ello, sobre todo desde su codificación visual en la película Los diez mandamientos. También en la historia de Jonás, primero engullido por una ballena, donde estuvo tres días, y después liberado en tierra firme.

    El viaje de los argonautas, Apolonio de Rodas (s. III aC):
    Poema épico que narra el mítico viaje de la nave Argo, al mando de la cual estaba Jasón, y cuya expedición tenía como finalidad dar con el vellocino de oro en la Cólquida. Allí Medea, hija del rey Eetes, se enamoró de Jasón, y le ayudó en su misión, a cambio de regresar con él a Yolco. Gigantes, monstruos, harpías y sirenas fueron algunos de los obstáculos que debieron sortearse para consumar la hazaña.

domingo, 28 de enero de 2018

LA 'DISTORSIÓN' EN BALEARES



 (mi prólogo sobre el catalanismo en Baleares del libro de Mikel Arteta Construcción Nacional en Valencia)


Sin ninguna duda, en las islas Baleares se han seguido estos últimos 40 años los pasos del conflictivo modelo lingüístico y político implantado en Cataluña por el pujolismo. A pesar de contar con un menor apoyo social y electoral que el capitalizado en tierras del Principado, el catalanismo en Baleares se ha dedicado igualmente a dividir la sociedad sirviéndose de las lenguas como criterios ideológicos de demarcación, imponiendo su marco conceptual incluso a los rivales políticos. En este sentido, el PP, siendo el equivalente balear a CiU en cuanto a partido de poder, ha jugado un papel decisivo en el avance de las tesis catalanistas en las islas, aunque haya sido por entreguismo. Fruto de un complejo de inferioridad hábilmente inoculado por el nacionalismo, salvo en la legislatura de José Ramón Bauzá (2011-2015) nunca opusieron resistencia a la expansión del discurso pancatalanista. El mismo Estatuto de Autonomía (1983) ya dejó una buena muestra de la actitud claudicante de la derecha balear: su líder histórico, Gabriel Cañellas, no quería de ninguna manera que la lengua generara un conflicto civil, y por eso regaló un consenso socialmente ficticio que sus rivales aprovecharon para ir ganando posiciones y quebrar el bilingüismo. De inicio, en este Estatuto ya se cedió indicando que el nombre de la lengua ‘propia’ sería catalán, cuando no existía una conformidad al respecto en una sociedad isleña que no pretendía que fueran idiomas distintos sino que se respetaran las modalidades propias. Poco después llegó la Ley de Normalización Lingüística (1986), donde se marcó el camino para que el castellano quedara relegado en favor de un catalán muy estandarizado que se convertía así en la lengua preferente y de las propias instituciones. Esa asimetría legal no ha ido más que ampliándose con el paso del tiempo, aunque socialmente el castellano y el dialecto balear siguen resistiendo.
El PP gobernó de forma continuada las Baleares entre 1983 y 1999, momento en que una coalición de partidos de todo pelaje (socialistas, nacionalistas, comunistas, derecha regionalista, ecologistas) se alió para articular el primer Pacto de Progreso (de tres totales), caso pionero a nivel nacional de alianza de “todos contra el PP”. Ahí sí que Baleares fue algo por delante de su espejo catalán. Dicha coalición, presidida por el socialista Francesc Antich (también en el segundo Pacto, entre 2007 y 2011, que añadió a ERC), se dedicó a aplicar de forma obsesiva y maximalista las herramientas lingüísticas que el PP había activado, siendo el Decreto de Mínimos, aprobado por el gobierno de Jaime Matas y que establecía un mínimo del 50 % de horas lectivas para el catalán pero no un tope de máximos, la ley estrella que por la puerta de atrás fue consagrando de facto una inmersión lingüística muy similar a la de Jordi Pujol en Cataluña.
Cabe decir que el catalanismo en Baleares nunca ha pretendido seducir, sino imponer. Y posiblemente por ese ardor antipático no ha sabido sumar al uso de la ‘lengua propia’ un mayor número de hablantes. De hecho, diversos estudios indican que esa práctica hoy se ha estancado, cuando no reducido tras la llegada masiva de inmigración internacional. En este esquema autoritario de pura ingeniera social han jugado un rol esencial el Departamento de Filología Catalana de la UIB (Universidad de las Islas Baleares), posiblemente el departamento de esta materia más radicalizado y menos científico de todo el territorio de habla catalana, y también la OCB (Obra Cultural Balear), una organización privada volcada en la imposición del monolingüismo catalán que ha recibido desde hace muchos años millones de euros públicos no sólo de la administración balear ¡sino también de la mismísima Generalitat! Creada durante el franquismo, fue evolucionando desde posiciones más abiertas y culturales hasta convertirse en la beligerante infantería del catalanismo de las Baleares.
Y si el PP ha pecado en este asunto por omisión, el PSOE lo ha hecho por acción pura y dura. Los socialistas pasaron de ser en los años 80 un partido claramente socialdemócrata y estatal, con líderes tan solventes como Félix Pons, que fue Presidente del Congreso de los Diputados, o el alcalde de Palma Ramón Aguiló, a transformarse en la década de los 90 es un apéndice ideológico del PSM (Partido Socialista de Mallorca, nacionalistas). Convertidos ya en la federación PSIB (Partido Socialista de las Islas Baleares), han seguido la estela del PSC en Cataluña: a medida que iban catalanizando más su discurso, los votos se evaporaban de las urnas. Y eso sin querer entender por qué boquete ideológico se escurría progresivamente su apoyo electoral. Es cierto que ahora gobiernan, pero lo hacen con la precariedad que conlleva necesitar apoyos muy intransigentes (Podemos y el PSM, ahora llamado Més), a la par que la fiabilidad política y doctrinal de su lideresa, Francina Armengol, es muy dudosa, siendo más tolerante con el independentismo que el mismo PSC.
El horizonte que se plantea en la política balear es muy preocupante. Tras el desastre del PP en las autonómicas de 2015, donde perdió casi la mitad de escaños fruto de graves torpezas de Bauzá, y con la tímida entrada de Ciudadanos en el Parlamento, es notoria la radicalización del gobierno actual, formado por PSIB y Més, y apoyado exteriormente por un Podemos que a nivel balear ya ha dado el sorpasso a los socialistas en las dos últimas Generales. Los nacionalistas de Més cuentan con un apoyo electoral inflado respecto a sus cifras habituales, pues hace dos años convencieron a unos 20.000 nuevos votantes de haber dejado lo identitario en segundo plano en favor de un discurso más social. Pero al menos ahora, enardecidos miméticamente por la dinámica del prusés y, en consecuencia, entregados a un discurso batasunizado de demonización del Estado y de las decisiones judiciales que les han sido adversas, ya no podrán engañar a nadie sobre sus verdaderas intenciones, que no son otras que romper unilateralmente España e imponer una sociedad monolingüe y homogénea bajo la forma de los Països Catalans.
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