(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Si
Colón descubrió América buscando las Indias, ahora construyendo un
museo del chocolate en Ciudad de México hemos dado con la gran torre
de cráneos de Tenochtitlán, la mítica Gran Tzompantli del Templo
Mayor, escenario truculento por antonomasia que muchos deseaban
resguardar sólo en la perversa imaginación autojustificatoria de
los conquistadores. Pero el descubrimiento es decisivo por lo que
tiene de validación de los cuestionados testimonios de Bernardino de
Sahagún, Andrés de Tapia, López de Gómara, Díaz del Castillo,
José de Acosta o el mismo Hernán Cortés.
El
Gran Tzompantli era una empalizada de 60 metros de diámetro hecha de
postes y varas de madera con base de cal y piedra, aliñada con una
plétora de cabezas empaladas recién cortadas, en la que Tapia dio
cuenta de decenas de miles de cráneos con una exactitud ahora
certificada. Las torres de cráneos (unas siete) tenían la
finalidad, además de lo puramente ritual, de intimidar a los
enemigos que se atrevieran a acercarse al núcleo del imperio. Muchos
investigadores han tratado de salvar de alguna manera la cara a los
aztecas asegurando que esos miles de cráneos hallados pertenecerían
en exclusiva a guerreros, pero ahora sabemos que un 30 % proceden de
mujeres y niños.
El
mito del “buen salvaje” hizo estragos incluso en Montaigne, que
transfiguró a los caníbales tupinamba en ingenuos boy scouts,
y el partido contra la “leyenda negra” española ha ido viento en
popa. Sin que nos demos cuenta, sigue vivo el etnocentrismo en
Occidente, aunque en su forma más compleja: manteniendo la
diferencia esencialista entre nosotros y ellos, simplemente se ha
desplazado el peso de la culpabilidad de los precolombinos a los
europeos. El error permanece porque la ideología nunca es
universalista sino parcial, ya sea para presentarnos como los más
sublimes o como los más perversos.
El
filósofo franco-búlgaro Tzvetan Todorov, recientemente fallecido,
escribió un libro fascinante, La
conquista de América. El problema del otro (1982),
sobre la odisea histórica del descubrimiento y
conquista del Nuevo Mundo. Analizó ahí los pormenores del
enfrentamiento con el otro, un choque abismal de culturas, “el
encuentro más asombroso de nuestra historia”. Partiendo del
principio de que se descubrió un continente que ni se sabía que
existía, no se contaba con información de lo que iban a encontrarse
los españoles, así que la sorpresa fue absoluta. También por parte
de los conquistados, claro. Aunque caiga en cierto buenismo
indigenista, Todorov analiza con brillantez la semiótica pura del
contacto, los signos del acercamiento de uno y otro, y los dilemas
éticos que esa coexistencia implicó. La alteridad humana a la vez
se muestra pero también se niega en un proceso dificultoso que va
advirtiendo sus múltiples gradaciones.
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