(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Será por haber rebasado la cuarentena o quizás por la tensión de aquella cacería contra un servidor de la que les he hablado, pero llevo una temporada con variados achaques, así que otras cuestiones han quedado en segundo plano para beneficiar una reflexión sobre qué es eso de tener salud o estar bien. En una época en la que, de nuevo la tendencia esquizoide, contando con la mayor esperanza de vida de nuestra historia y una de las más altas del mundo estamos patológicamente obsesionados con la salud, siempre lloriqueando con que tenemos poca y nos queda un arduo trabajo para alcanzar la epifanía. Prefiero escuchar antes a Bill Hicks y a Leo Harlem, sagaces maestros de la embriaguez. ¿Que en ocasiones hay más casos de cáncer? Obvio, vivimos más años. ¿Que fumamos demasiado? Como dice Miguel Costas, ex-Siniestro Total, eso que los fumadores ahorramos en pensiones, palmando antes.
Aunque
la OMS estableció en 1946 que la salud consiste en el completo
bienestar físico, no sólo en la ausencia de afecciones o
enfermedades, el origen del término lo ubicamos
en el latín salus,
que significa en sentido literal “estar
a salvo” (sano y salvo),
aquel estado en que se permanece alejado de las dolencias
que puedan atacarnos. Por
tanto, la salud implicaría
un espacio mental en
que se está
de forma autodeterminada,
un topos
que se construye aséptica
y neuróticamente
al margen de las mezclas y ambigüedades que conlleva
la dinámica propia del existir, esa
enfermedad mortal de
transmisión sexual. Así,
en el
estado saludable no habría
tránsito, pues se edifica como un dique de
supuesta pureza y
perfección interna (¡esos
delirios de autoctonía,
incluso orgánica!) frente
a la enfermedad procedente
siempre del
exterior, como si los
cánceres no tuvieran nada
de endógeno.
Si
interpretamos la cuestión desde una óptica heideggeriana,
aprovechando que me
estoy empapando
de los textos nihilistas
del suabo,
la salud se construiría
como un refugio
frente al claro de la apertura, la desconcertante
dimensión del
desocultamiento
que es el germen
dinámico de lo creativo, pero que por su inestabilidad esencial no
puede ser habitada
más que de forma esporádica. En lo abierto no
pueden echarse
raíces, pues su suelo
carece de arraigo o
fundamento genético, y es
de su potencial creador-destructor de lo que trata de defenderse la
dimensión del salus,
resguardada
en la consoladora
pero estéril espesura
del bosque.
También
su amigo
Ernst Jünger
consideraba
el potencial enfermizo
(creador pero desestabilizante) de la apertura, otorgando a las
dolencias, concretamente a
la fiebre que provoca un resfriado, intensas
posibilidades creativas. En
las noches febriles,
vibrantes
espacios de fecundidad, todo
cobra un mayor grado de exuberancia:
“Uno sube como agua que se desborda de los diques”.
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