(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
No quisiera faltar a la conmemoración de don Gregorio Sánchez, con quien tengo una deuda pendiente: fui de aquellos que en su momento de esplendor y omnipresencia mediático-social, a mediados de la década de los 90, pensaba que su fama sería efímera y que en unos años toda España lo habría olvidado, como le pasó a tantas celebridades de periquetes. Me suelen resbalar las modas, y por eso se me han escapado cosas que fueron mainstream pero no por ello menos interesantes. Por esa época yo era un asiduo de Gomila y, aunque gran parte de las músicas que sonaban en Nivelón, Fraguel o Morgana no me entusiasmaban, sin embargo ahora las escucho con cierto deleite, realzado por el tamiz transfigurador que deja el melancólico paso de las décadas.
El
éxito de Chiquito en los 90 fue tremebundo. No sólo aparecía con
sus patillas y camisas estrafalarias en cualquier parte, es que sus
émulos también eran ubicuos: ¿Recuerda alguien al ‘Nuñito de la
Calzada’ del Força Barça de Arús? ¿O a Crispín Klander
y su teléfono chiquitistaní en un programa, Esta noche cruzamos
el Mississippi, que
alternaba el festival de fistros duodenales con la conspiranoica
investigación de los macabros crímenes de Alcàsser? Chiquito era
un formalista puro, pues la clave de su genio no residía en el
contenido de sus chistes sino en su personalísima forma de
contarlos. Relean el fantástico artículo que escribiera en estas
páginas Ramón Obrador, poco antes del verano, y comprobarán como
el legado chiquitistaní ha conseguido asaltar incluso el exquisito
reducto de los cuasidivinos catedráticos prusianos: El alemán
que quería hablar como Chiquito de la Calzada.
Hoy
en día, incluso antes de su muerte, pocos se atreven a criticar a
Chiquito, incluso aquellos que no disfrutaban en absoluto sus
actuaciones, y eso creo que en parte es por la inaudita bonhomía del
personaje. Como recordaba hace una semana Eduardo Jordá, Chiquito
representa todo lo contrario de cierto humor hodierno instalado
perpetuamente en un resentimiento estéril y sectario: lo suyo era
una pletórica celebración de la vida. Las tareas inquisitoriales se
las dejaba a los que tengan cuajo y menos talento para ello, porque
la mediocridad suele recurrir a la instrumentalización para tapar su
nulidad. Sin embargo, hay que reconocer que en el éxito de Chiquito,
como en el de muchos otros, primó un puro golpe de suerte, y también
una lección de vida. Cuando parecía que su discretísima carrera
como cantante de flamenco se acababa, a sus 62 años, el productor
Tomás Summers lo descubrió de noche en un restaurante de la manera
más simple: poniendo la oreja en la mesa de atrás, donde un
condemor desmelenado engarzaba guarreridas y caiditas para la
alborozada apoteosis de los presentes.
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