(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Nada tan español como criticar a España, ironizar sobre sus modos y su historia, o directamente demonizarla. Pero no tanto por espíritu crítico como por un sesgo patológico que es incapaz de encontrar un punto intermedio entre la culpabilización absoluta y la beatificación intachable. Fruto de un curioso síndrome de Estocolmo, somos seguramente el único país que ha asumido como verdad indiscutible la imagen distorsionada que nuestros rivales históricos construyeron contra el imperio español. La famosa leyenda negra, compendio de medias verdades y en ocasiones flagrantes mentiras, que ha arraigado en nuestra masoquista personalidad nacional. Conste en acta que no me parece tan mal el masoquismo siempre que esté razonablemente repartido, pero mientras que en España en general todo son lamentos y, en consecuencia, si uno no pone a su país a la parrilla queda automáticamente bajo sospecha (según el CIS sólo un 7 % de la población española es nacionalista), luego en regiones como Euskadi y sobre todo Cataluña nos vamos al otro extremo, reinando una asombrosa autocomplacencia.
De
esos polvos, estos lodos. La doble vara de medir que desemboca en la
apología de la impunidad para los políticos golpistas: aunque hayan
cometido delitos gravísimos, no se tolera que la justicia actúe.
Imaginen un “no estoy a favor del robo, pero es un escándalo que
se detenga a los ladrones, eso no resuelve nada”. Por no hablar de
los peculiares mandatarios belgas que alardean de refinamiento
democrático cuando pocos países cuentan en su historia con
carniceros como Leopoldo II,
responsable del genocidio del Congo. O esos anglosajones que
barrieron América del Norte de indígenas, dejando su población
autóctona bajo mínimos, en contraposición a los millones de
nativos y mestizos que hay en Hispanoamérica. Como recuerda Elvira
Roca en Imperiofobia y leyenda negra, el hegemonismo
protestante ha conseguido imponer su hipócrita versión de la
historia, sobre todo en el Nuevo Mundo. Y ahí siguen muchos medios
anglosajones, impartiendo catequesis farisaica, cuando en sus feudos
campan a sus anchas el populismo de Trump y el Brexit.
Un
librito interesante, en clave humorística, para entender nuestro
país es Marca España, de Jordi Moltó y un Juan Herrera que
es uno de nuestros genios ocultos más remarcables, pues ha estado
detrás de muchísimos fenómenos de los últimos 30 años, como
Humor amarillo (creado con su compinche Miguel Ángel Coll,
con quien alcanzó el súmmum de la radio con Jack el despertador
o, mi programa favorito de siempre, Obsesión de noche, en la
antigua Radio Voz), El club de la comedia
o El Hormiguero. Esta obra no es tan sesuda como la de Roca,
pero se ha forjado con una comicidad lúcida que también es
patrimonio nacional, por qué no.
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