lunes, 9 de octubre de 2017

EL FIN DEL SILENCIO


 (disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

       Asegura Yocasta en Las fenicias de Eurípides que “es propio de esclavos no decir lo que se piensa”, y en Cataluña ha existido en las últimas décadas un serio déficit de sinceridad por parte de la mitad no catalanista de la población, fruto de la insistente presión social y mediática que sacralizaba un único discurso posible. El supuesto “oasis del seny” ha resultado ser una de tantas aldeas tribales. Ha sido preciso que se viera el abismo, la cercanía de un enfrentamiento directo y total, para que la mayoría silenciosa abandone el miedo y se exprese abiertamente. Y, qué curioso, resulta que lo que necesitaba expresar no era ningún sangriento culto al dios Moloch sino la pulcra y responsable defensa del Estado de derecho y el respeto a la pluralidad de una sociedad democrática.
Somos un país realmente singular, aunque en muchas ocasiones propician esta extravagancia aquellos que dicen sentirse muy alejados de cualquier idea de España. Y es que los caminos de su coherencia son inescrutables. Por ejemplo, el rollo este del “parlem”. ¿Se imaginan un “Bárcenas, hablemos”? ¿O un “no demonicemos a Cursach, ¡diálogo!”? Todavía falta que alguien explique, sin apelar a sus caprichosos testículos, cuáles son los delitos que deben acabar en diálogo y cuáles no. También es curioso el asunto de las banderas, porque ahora muchos que han estado años y años bastante despistados cuando lo envolvía todo la estelada, símbolo que expresa conflicto y exclusión, omnipresente incluso en la manifestación contra los atentados islamistas de agosto, ahora cuando sale del armario una rojigualda que representa a toda la ciudadanía se escandalizan y ensayan un pomposo discurso contra todas las banderas. Excepto la blanca, señal de rendición.
Realmente el punto de inflexión contra el golpe independentista ha sido, y ya no hay ninguna duda al respecto, el discurso del Rey Felipe VI, un caso de extraño de Borbón que no “borbonea”, al menos el martes, y por eso pilló a contrapié a tantos que, aturdidos, sacaron a pasear el sobado repertorio de mantras insolventes contra la monarquía constitucional. Primero, niegan que esta figura real esté legitimada por los votos de los españoles, olvidando que el referendum de la Constitución de 1978, aprobado por el 91’81 % de los electores, certificaba el papel que juega la monarquía en nuestro sistema; y, segundo, olvidan también, o seguramente ni lo saben, que los países más democráticos del mundo son monarquías: Dinamarca, Holanda, Noruega, Suecia, Canadá, Australia o Nueva Zelanda. En los tres últimos casos, la reina de estos Estados pernocta en Londres, pero el sistema en definitiva no es republicano. En estos menesteres, ser pragmático, como es mi caso, permite librarse de desagradables úlceras mentales.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bien visto.

A.

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