(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
En
un mundo en que se leen cada vez menos libros, en que salimos de la
escuela educados en valores (o sea, con determinadas papeletas de
voto en la boca) pero desconocedores de los vaivenes de la historia o
de un sentido realista de la naturaleza humana, no es difícil
empotrarse numerosas veces contra los mismos muros, como estamos
viendo. Ya saben lo que decía Jorge Santayana sobre los errores de
la ignorancia. Regresamos así a 1984, la famosa novela
distópica de Orwell, pero al 1984 real, es decir, no al
convenientemente adulterado por algunos en el que Orwell se
inspiraría en los países capitalistas para su escenario futuro de
delirio totalitario sino al fidedigno de las dictaduras comunistas
con las que se enfrentó en su momento álgido desde posiciones
socialdemócratas.
Y
volvemos a ese universo bipolar porque casi todo lo que escuchamos
entre las filas independentistas sigue los mismos parámetros
retorcidos de la neolengua del Big Brother, una especie de
esquizofrenia sentimentaloide que lleva a asegurar que es un golpe de
Estado cumplir la ley y que vulnerarla significa la máxima expresión
de la democracia. También (y esto lo traslado desde unos tuits esta
semana de Plis, Educación por favor), fascismo es poder
elegir entre dos lenguas vehiculares, pero la excelencia democrática
consiste en imponer sólo una; lo primero también es viciosa y
errática ideología, mientras que lo segundo sería expresión
virginal y rigurosa de la ciencia pedagógica. Y qué decir del
diálogo, sólo esgrimido en una dirección: ¿Por qué no dialoga
Armengol con los hoteleros la ecotasa o con Airbnb el alquiler
vacacional? Parlem, Francina, no fotem! En la apoteosis de la
frivolidad, se sueltan inanidades pomposas que no evidencian otra
cosa que el nivel de desvarío adquirido: eso de que toda
Constitución debe votarse de nuevo cada generación, como si se
hiciera en todas partes cuando no sucede en ninguna. Escribió el
jueves el gran Ramón de España, parafraseando a Ignacio
Vidal-Folch, que la ayuda internacional que necesitarían las huestes
indepes deberá encarnarse en trenes llenos de psiquiatras. Para
desentumecer tanta neurona obstruida por ataques de postureo.
Por
cierto, Orwell conoció Cataluña durante la Guerra Civil, hasta el
punto de dedicarle un interesantísimo libro, Homenaje a Cataluña,
del que se dijo que Kubrick quería llevar a la gran pantalla. Ahí
retrató una de las caras que no suelen recordarse de nuestro combate
fratricida: el enfrentamiento intrarrepublicano entre las milicias
del POUM, en las que se enroló Eric Blair (nombre civil de nuestro
escritor de hoy), y los comunistas amparados por Stalin, que
arrasaron con todo en la Barcelona de 1937, en otro ejemplo de que el
mítico Seny también tiene mucho de neolengua.
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