(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
La
semana pasada escribí sobre lo insólito de la pretensión de Biel
Barceló, cabeza visible de la cuarta candidatura con más escaños,
de presidir el Govern. Pues resulta que hay antecedentes (eso sí, no
se llegaron a consumar): Juan Mari Bandrés de Euzkadiko Ezkerra.
Como contaba el viernes Santiago González, quedó quinto en las
autonómicas vascas de 1986 y aún así se ofreció como Lehendakari
porque consideraba que los cuatro candidatos que le habían vencido
no tenían legitimidad. Font, Pericay, ¡ojo al dato! Mientras que
votos y escaños se cuantifican objetivamente, eso de la legitimidad
es una anguila escurridiza, ideal para los espejismos dialécticos de
los nacionalistas de Més, que han superado su límite histórico
haciendo creer a unos 26 mil votantes que se han olvidado del
identitarismo, cuando eso no es sino una simple pero efectiva
estrategia electoral para conseguir más fuerza de la acostumbrada.
Otro de sus engañosos lemas ha sido el déficit fiscal, que sitúan
falazmente alrededor de los 3.600 millones cuando no pasamos de 252.
También
Podemos ha depurado sus artes seductoras con gran resultado. Sigo sin
entender cómo gente que no comparte la ideología del triunvirato
creador, a la izquierda de la socialdemocracia, sigue confiando en el
supuesto viaje al centro de la formación. Pero hay miles de
ciudadanos que comulgan con la transversalidad podemita y el olvidado
nacionalismo pesemero, demostrando que la credulidad no era
exclusivamente un fenómeno religioso propio del Medievo.
Con
fe o sin ella, la situación de nuestro actual Parlament se
caracteriza por la inestabilidad, acrecentada por la cercanía de
unas Generales que obligan a no mostrar la verdadera cara. Podríamos
tirarnos tiempo sin gobierno. A algunos esa posibilidad puede
angustiarles, pero a mí me parecería estupendo. Tenemos
sobrevalorados a los políticos, nos han hecho creer que sin ellos
dirigiéndonos no somos nada. Si recordamos el caso de Bélgica hace
unos años comprobamos que una situación prolongada sin gobierno
(año y medio en este caso) no sólo no perjudicó a la sociedad
belga sino que fue muy positivo: bajó el paro y el déficit, a la
vez que los conflictos entre valones y flamencos se congelaron cuando
los políticos no molestaban con su paternalismo ineficiente. ¡Viva
la acefalia!
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