(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Aunque crean que este titular es una falsedad o un delirio, les voy a
demostrar que es una verdad científica. O, al menos, una verdad
posmoderna. O algo. La playa no existe, tomen nota. Por tanto, cuando
crean estar playeando se encuentran realmente fuera del universo,
espectros deambulando por el Limbo sin más brújula que esa
vaporosidad intoxicante que nos producen el calor y la humedad.
Durante dos o tres meses al año podemos jugar a ocupar precariamente
este espacio no colonizable que más tarde o más temprano acaba
expulsando a sus ocupantes como si fuera una madre castradora.
El antropólogo francés Marc Augé popularizó a inicios de los años
90 el concepto de «no lugar», que se refiere a esos espacios
neutros que genera la modernidad más reciente («sobremodernidad»).
Lugares de tránsito, envueltos en la provisionalidad. Se trata
básicamente de autopistas, aeropuertos, supermercados, hoteles. Los
no lugares son espacios del anonimato en los que cada individuo puede
escenificar un rol diferenciado del que le viene dado en un espacio
definido y arraigado («lugares de identidad»). En las playas, por
ejemplo, uno llega a la misma dejando fuera todo aquello que lo
caracteriza en la ciudad. En estos casos uno puede diluirse en el
ambiente o bien reinventarse, como sucede en las fiestas de
disfraces, jugar a ser otro. Aquí el espacio ya no define
categóricamente, sino que relativiza la personalidad, permite las
transfiguraciones, aunque sea sólo por un rato. El verano es, pues,
un periodo de tiempo que se asienta sobre no lugares, y nuestra
existencia queda de alguna manera en suspenso, flota sobre el aire.
El mundo en vilo a la espera del fin del verano. El desalojo de las
playas como inicio del regreso a la vida.
Luego está la cuestión del exhibicionismo, antes y después de la
era del selfie. Por eso el 90 % de los playeros prefiere los arenales
grandes y atiborrados. Porque sin público no hay teatro. En este
campo Benidorm es el rey, pero en Mallorca incluso playas
paradisíacas, como Cala Varques, que antaño estaban casi
abandonadas, hoy parecen la Gran Vía madrileña en hora punta. Nada
se libra ya a la masificación gozosa; incluso en un no lugar, uno
busca afanosamente compararse y definirse.
Pero, al final, resulta que no existe una polaridad clara entre los
lugares y los no lugares, pues en ambos casos la precariedad de las
relaciones y lo efímero de las identidades es una constante. Como
tras la máscara no existe una realidad esencial, entonces el
escenario playero (y sus derivados turísticos) tal vez no esté tan
desenfocado como parecía en un principio.
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