lunes, 23 de mayo de 2016

RUIDO FURIOSO


 (disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

Kafka se quejaba amargamente en sus diarios del “ruido de la vida”. Vivió hace un siglo, así que esos ruidos serían para nosotros auténticas pijadas: un portazo, gritos, una discusión. Si viviera ahora, en el paraíso del superávit de decibelios, sobre todo en verano, habría pasado “a mejor vida” engrosando la lista de suicidios del INE.
Porque hoy el ruido ha ampliado su significado a múltiples acepciones. El zumbido mediático y el de las redes sociales sería uno de los peores, por su inanidad y también por dejar en un plano recóndito cosas que algunos frikis apreciamos. Sumergidos las 24 horas en los secundarios 'temas posicionales' (las esteladas en el fútbol, el monolito de Sa Faixina, las terrazas del Born, el imperialismo gayer), se nos escapan eventos importantes como las visitas mallorquinas, hace poco, del gran Ton Koopman a la iglesia de Santanyí, o de Gustavo Zerbino, mítico superviviente del accidente de avión en los Andes en 1972 que dos décadas después se llevó al cine. Zerbino, como sus 15 compañeros de increíbles penurias (vean Stranded!, documental de la BBC, o lean ¡Viven! de Piers Paul Read), ha devenido en maestro de la resiliencia, palabro de moda en los últimos años.
También se ha puesto de moda que en política se precise de un relato con el que distraer o entusiasmar a los feligreses, digo a los ciudadanos. Para relato estruendoso, de narración indigesta y saturación de subtramas, el que excreta nuestra actualidad política. Estamos siempre en los prolegómenos de algo que nunca llega, y eso en cierta forma está bien; es mejor no creer en resoluciones redentoras que conducen del desencanto a la catástrofe. El problema viene cuando de verdad esperamos una solución definitiva, el extático fin de la incertidumbre. Y en este sentido no todo se pierde por el lado podemita.
Reconocía hace poco David Gistau que nuestra situación es peor de lo que pensaba cuando se topó con no pocos individuos recriminándole, desde su condición de lectores del gran articulista madrileño, que llame dictadura al franquismo o que condene la esclavitud que sufrieron los que construyeron el Valle de los Caídos. Se preguntaba Gistau qué puñetas habrá hecho mal para que esa chusma lo considerara un cómplice de sus delirios, y que tal vez éstos hayan acabado comulgando con el estereotipo que les endosaron sus enemigos políticos. Ahí se equivoca Gistau: no se han contagiado, ya venían de su casa con la fiebre a cuestas, aunque fueran algo tímidos a la hora de exhibir su dolencia.

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