(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Kafka
se quejaba amargamente en sus diarios del “ruido de la vida”.
Vivió hace un siglo, así que esos ruidos serían para nosotros
auténticas pijadas: un portazo, gritos, una discusión. Si viviera
ahora, en el paraíso del superávit de decibelios, sobre todo en
verano, habría pasado “a mejor vida” engrosando la lista de
suicidios del INE.
Porque
hoy el ruido ha ampliado su significado a múltiples acepciones. El
zumbido mediático y el de las redes sociales sería uno de los
peores, por su inanidad y también por dejar en un plano recóndito
cosas que algunos frikis apreciamos. Sumergidos las 24 horas en los
secundarios 'temas posicionales' (las esteladas en el fútbol, el
monolito de Sa Faixina, las terrazas del Born, el imperialismo
gayer), se nos escapan eventos importantes como las visitas
mallorquinas, hace poco, del gran Ton Koopman a la iglesia de
Santanyí, o de Gustavo Zerbino, mítico superviviente del accidente
de avión en los Andes en 1972 que dos décadas después se llevó al
cine. Zerbino, como sus 15 compañeros de increíbles penurias (vean
Stranded!, documental de la BBC, o lean ¡Viven!
de Piers Paul Read), ha devenido en maestro de la resiliencia,
palabro de moda en los últimos años.
También
se ha puesto de moda que en política se precise de un relato con el
que distraer o entusiasmar a los feligreses, digo a los ciudadanos.
Para relato estruendoso, de narración indigesta y saturación de
subtramas, el que excreta nuestra actualidad política. Estamos
siempre en los prolegómenos de algo que nunca llega, y eso en cierta
forma está bien; es mejor no creer en resoluciones redentoras que
conducen del desencanto a la catástrofe. El problema viene cuando de
verdad esperamos una solución definitiva, el extático fin de la
incertidumbre. Y en este sentido no todo se pierde por el lado
podemita.
Reconocía
hace poco David Gistau que nuestra situación es peor de lo que
pensaba cuando se topó con no pocos individuos recriminándole,
desde su condición de lectores del gran articulista madrileño, que
llame dictadura al franquismo o que condene la esclavitud que
sufrieron los que construyeron el Valle de los Caídos. Se preguntaba
Gistau qué puñetas habrá hecho mal para que esa chusma lo
considerara un cómplice de sus delirios, y que tal vez éstos hayan
acabado comulgando con el estereotipo que les endosaron sus enemigos
políticos. Ahí se equivoca Gistau: no se han contagiado, ya venían
de su casa con la fiebre a cuestas, aunque fueran algo tímidos a la
hora de exhibir su dolencia.
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