(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Hace
años me interesaba mucho la Semana Santa. Ahora bastante menos,
salvo la Noche de Resurrección ortodoxa. Soy agnóstico pero me
intrigan los rituales religiosos. Por eso es una lástima que no se
celebren ya en España los Oficios de Tinieblas, esa tremenda
escenificación del momento de pánico y desarraigo que supone la
vigilia del domingo. La ceremonia consistía en ir apagando, ya de
noche, cada una de las 15 velas del tenebrario, dejando sólo una
encendida para esconderla tras el altar mayor. La iglesia quedaba así
sumida en la oscuridad por unos instantes, momento en el que se
cantaba el Miserere, pero era de nuevo iluminada con el
regreso de la única vela activa. Este cirio representa al Jesús
muerto y sepultado, pero que resucita al tercer día. Simboliza el
paso de la oscuridad a la luz, la supuesta inevitabilidad del bien
sobre el mal y de la certeza sobre las dudas. Algo en lo que confiar.
Ya
he dicho que soy agnóstico, y por tanto no creo en redenciones como
la del Domingo de Resurrección. Tampoco en otras redenciones
mesiánicas más propias de la esfera ideológica y política, pero
ese ya es otro asunto. Si la historia del hombre consiste en la
constante búsqueda de un sentido (de naturaleza fija, no como la
verdad, que es más escurridiza) que aporte significado a nuestras
vidas, semanas como ésta muestran una de esos anhelos cristalizado
en un legado cultural determinado.
No
desprecio esas manifestaciones porque soy humano y, por tanto, la
acuciante tentación de asentarme en un arraigo alentador me
acompañará siempre. No conozco muy bien la causa (haber estudiado
filosofía, ser de La Soledad, adorar el cricket), pero no soy capaz
de participar en esa proyección esperanzadora que supone la fe (no
sólo la religiosa, repito). El desarraigo no es un territorio
cómodo, al contrario, pero difícilmente es más consistente aquel
prometido paraje al fondo donde ambicionan sublimarse todas las
contradicciones y solventarse los enigmas. En el sentido que señala
George Steiner (y que recordaba este viernes Eduardo Jordá), vivimos
en un eterno Sábado Santo (“el día más
misterioso en la historia de la humanidad”), el momento de la
penumbra que no puede disiparse. Un día que dura milenios.
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