(artículo publicado esta semana en El Periscopi)
Les
supongo enterados de mi Via Crucis mediático esta semana. A cuenta
de una interpretación excesivamente precipitada y con datos
equivocados, nuestra querida clase periodística nacional (a la misma
o peor altura que la clase política) se ha dedicado a zurrarme con
un entusiasmo digno de mejor causa. Somos el país que somos en gran
parte debido a nuestra “prensa canallesca”, como decían en otros
tiempos. Comenzó el tiroteo el domingo con mi dimisión pero, sobre
todo el lunes con el bombardeo de llamadas y solicitudes de
entrevista, uno llegaba a sentirse como el general Custer, ganando
tiempo hasta el aniquilamiento inevitable en mi Little Big Horn de La
Soledad, o los 300 de las Termópilas tratando de taponar el oceánico
avance de los persas. Pero al menos, aunque arrinconado, podías
defenderte, con evidentes limitaciones. Lo peor fueron los ayatollahs
de las ondas, esos Jiménez Losantos o García Ferreras que desde sus
pabellones de invierno se dedican, sin información ni ganas de
conocerla, a ametrallar cualquier movimiento sospechoso. Tal como
esos policías americanos que vacían el cargador ante el primer
negro que pasa y ya luego se dedican a sacar de la chaqueta del
fiambre achicharrado la pertinente documentación. Esa pulsión
sanguinaria es parte de su tarea en el ámbito de la
prensa-espectáculo que nos rodea. La información rigurosa para
ellos es como la libertad de Lenin: “¿Para qué?”. Primero el
espectáculo y las vísceras.
Al
menos aquí cerca algunos, Tarabini sin ir más lejos, respetaron
ciertas cautelas demorando su opinión hasta saber más del asunto.
No es tan complicado: un poco de pausa asegura la calidad de casi
todo, no digamos de una información. Pero hay muchas prisas: la
pulsión linchadora exige inmediatez, apalear y luego preguntar, no
sea que luego el muerto tenga coartada y nos jorobe el festival de
sangre. O, peor aún, que se nos adelante el linchador de la otra
cadena y se lleve la pieza y el share, el Grial del siglo XXI. La
única ventaja es que una vez acribillado ya no les sirves, así que
se olvidan pronto de ti para buscar otras víctimas propiciatorias.
El entierro luego queda a tu cuenta, porque ni de eso se preocupan,
sólo del humo que destilan sus pistolas al rojo vivo.
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