(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Tras el alivio producido por la clara victoria del No en
el referéndum de Escocia, toca hacer una serie de consideraciones
importantes sobre el proceso. Lo más discutible ha consistido en no
establecer la necesidad de una mayoría sustancial de cara a la
ruptura. Si para cambiar cualquier punto de la Constitución no basta
una mayoría mínima sino que se requiere, en aras de una legitimidad
de largo recorrido, mayoría amplia (dos tercios), no se entiende que
nada menos que en un referéndum de autodeterminación, que supone
una circunstancia mucho más traumática, baste con el 50 % +1 de los
votos emitidos. En la consulta de Quebec en 1995 se aplicó este
criterio raquítico; por eso mismo, el gobierno canadiense aprobó
después, en la famosa Ley de Claridad, que las decisiones de ruptura
deban tomarse con un apoyo mayoritario indiscutible y no por décimas
avivadas gracias a las volubles combustiones emocionales del
instante.
Otra decisión incomprensible tiene que ver con que se
haya permitido votar a los chavales de 16 años, cuando en las
parlamentarias y municipales obviamente los 18 son la edad de corte.
Esa fue una condición impuesta por Salmond, porque le beneficiaba,
reconociendo de forma implícita que en su órdago había mucho de
frivolidad adolescente. Si del 44'7 % de los votos favorables al Sí
dejamos a un lado ese voto precoz, la ventaja del No todavía es
mucho mayor.
Pero el problema más serio se localiza en el tuétano
del asunto. Comienza a cundir la quimera adánica de que las cosas se
deciden mejor desde casa, en exclusiva. Negación del principio de
ciudadanía y entronización del capricho desmenuzador de que una
parte limite la participación del resto de la comunidad política.
Puesto en marcha el mecanismo, los efectos destruyen toda idea de
política y de convivencia: mi región decidirá mejor su futuro al
margen del Estado; mi provincia no tiene por qué estar coartada por
el resto de la región; mi ciudad debe ser autónoma; mi barrio no
tiene por qué aceptar lo que decidan los otros, etc. Finalmente, el
corolario irresponsable: “¿Qué hay de malo en ello, si votar es
democrático?”. Estamos ante el sueño simplista de la autonomía
entendida como una entelequia atomizadora. Nos molesta que la
voluntad general no siga nuestros impulsos, de ahí el cisma.
De todas formas, cabe decir que el independentismo no
existe realmente. Cualquier independentista, entusiasta de todo
proceso rupturista sea el que sea, en caso de ver nacer a su propio
Estado se convertiría automáticamente en el más severo y agresivo
unionista. Porque resulta que el país de salida es troceable, pero
mi Arcadia feliz ni tocarla.
1 comentario:
Sobresaliente, don Horrach.
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