lunes, 22 de septiembre de 2014

MICROPOLÍTICA

 

  (artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

Tras el alivio producido por la clara victoria del No en el referéndum de Escocia, toca hacer una serie de consideraciones importantes sobre el proceso. Lo más discutible ha consistido en no establecer la necesidad de una mayoría sustancial de cara a la ruptura. Si para cambiar cualquier punto de la Constitución no basta una mayoría mínima sino que se requiere, en aras de una legitimidad de largo recorrido, mayoría amplia (dos tercios), no se entiende que nada menos que en un referéndum de autodeterminación, que supone una circunstancia mucho más traumática, baste con el 50 % +1 de los votos emitidos. En la consulta de Quebec en 1995 se aplicó este criterio raquítico; por eso mismo, el gobierno canadiense aprobó después, en la famosa Ley de Claridad, que las decisiones de ruptura deban tomarse con un apoyo mayoritario indiscutible y no por décimas avivadas gracias a las volubles combustiones emocionales del instante.
Otra decisión incomprensible tiene que ver con que se haya permitido votar a los chavales de 16 años, cuando en las parlamentarias y municipales obviamente los 18 son la edad de corte. Esa fue una condición impuesta por Salmond, porque le beneficiaba, reconociendo de forma implícita que en su órdago había mucho de frivolidad adolescente. Si del 44'7 % de los votos favorables al Sí dejamos a un lado ese voto precoz, la ventaja del No todavía es mucho mayor.
Pero el problema más serio se localiza en el tuétano del asunto. Comienza a cundir la quimera adánica de que las cosas se deciden mejor desde casa, en exclusiva. Negación del principio de ciudadanía y entronización del capricho desmenuzador de que una parte limite la participación del resto de la comunidad política. Puesto en marcha el mecanismo, los efectos destruyen toda idea de política y de convivencia: mi región decidirá mejor su futuro al margen del Estado; mi provincia no tiene por qué estar coartada por el resto de la región; mi ciudad debe ser autónoma; mi barrio no tiene por qué aceptar lo que decidan los otros, etc. Finalmente, el corolario irresponsable: “¿Qué hay de malo en ello, si votar es democrático?”. Estamos ante el sueño simplista de la autonomía entendida como una entelequia atomizadora. Nos molesta que la voluntad general no siga nuestros impulsos, de ahí el cisma.
De todas formas, cabe decir que el independentismo no existe realmente. Cualquier independentista, entusiasta de todo proceso rupturista sea el que sea, en caso de ver nacer a su propio Estado se convertiría automáticamente en el más severo y agresivo unionista. Porque resulta que el país de salida es troceable, pero mi Arcadia feliz ni tocarla.

1 comentario:

Temístocles dijo...

Sobresaliente, don Horrach.

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