lunes, 16 de junio de 2014

VIAJE A SIRACUSA


  (artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

Esta semana se refería en la prensa Fernando Savater al “viaje a Siracusa” que supuso la peripecia nazi de Martin Heidegger. Recordaba así la historia de Platón en la siciliana Siracusa de la antigua Grecia, cuando intentó poner en práctica sus ideas políticas tratando de convertir, en dos momentos distintos, a los tiranos Dionisio I y Dionisio II (padre e hijo) en reyes-filósofos, iniciándolos en la paideia. Lo de Platón salió mal, y lo mismo le sucedió a Heidegger, quien tras quedar fuera (por excesivamente abstracto e intelectual) del proyecto hitleriano se refugió en la soledad de sus estudios sobre el desarraigo y la indigencia del pensar filosófico (Aportes a la filosofía).
Heidegger había sido abducido por esa fascinación 'guillotinante' que señala Savater en su artículo: la que considera que todo verdadero cambio sólo puede producirse como ruptura “única y tajante”, sin paliativos ni renovaciones graduales; de un solo golpe, como un impacto súbito y redentor. Se expresaría así un espíritu del hartazgo (o del capricho) que, en lugar de traducirse en razonamientos fríos, combustiona a través de pasiones beligerantes, imaginando que en su fuego purificador va a encontrar un camino seguro y directo hacia el bien y la verdad. Puro wishful thinking que en ocasiones determinadas consigue reunir indistintamente a grandes intelectuales y a la masa más zote e iletrada. Cuando lo maximalista con apariencia salvadora emerge, las diferencias particulares se disuelven y lo que funciona es la pura fuerza aglutinadora. Y esa potencia unificadora siempre ostenta en el momento de su ejercicio una capacidad infinita de arrastre y seducción. Sólo después, cuando pierde esa aureola, es más susceptible de ser desaprobada.
La dinámica se repite continuamente: individuos que primero despreciaron elitistamente la política para a posteriori entregarse de cabeza a la versión más exaltada de ella. Hay una extraña pero incontenible comunicación entre esos extremos que siempre eluden el aristotélico punto intermedio de mesura y equilibrio. Probablemente porque, primero en el rechazo y después en la adoración, convierten la política en un espacio sagrado que no puede ser ocupado con naturalidad por los simples ciudadanos. Por todo ello, entienden lo político en clave de religión civil, menos capaz de mejorar la vida de la ciudadanía (aunque de inicio digan preservar esa necesidad) que de movilizarla en sentido uniformizador, en defensa de unos principios puramente ideológicos. La política concebida como promoción de identidades que definen un modo comunitario de vida otorga un credo sublimador a la existencia y entiende la verdad como certeza, es decir, apropiable por un tipo de discurso, el suyo, que cierra el paso a cualquier otra opción posible.

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