(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Esta semana se refería en la prensa Fernando Savater al
“viaje a Siracusa” que supuso la peripecia nazi de Martin
Heidegger. Recordaba así la historia de Platón en la siciliana
Siracusa de la antigua Grecia, cuando intentó poner en práctica sus
ideas políticas tratando de convertir, en dos momentos distintos, a
los tiranos Dionisio I y Dionisio II (padre e hijo) en
reyes-filósofos, iniciándolos en la paideia. Lo de Platón
salió mal, y lo mismo le sucedió a Heidegger, quien tras quedar
fuera (por excesivamente abstracto e intelectual) del proyecto
hitleriano se refugió en la soledad de sus estudios sobre el
desarraigo y la indigencia del pensar filosófico (Aportes a la
filosofía).
Heidegger había sido abducido por esa fascinación
'guillotinante' que señala Savater en su artículo: la que considera
que todo verdadero cambio sólo puede producirse como ruptura “única
y tajante”, sin paliativos ni renovaciones graduales; de un solo
golpe, como un impacto súbito y redentor. Se expresaría así un
espíritu del hartazgo (o del capricho) que, en lugar de traducirse
en razonamientos fríos, combustiona a través de pasiones
beligerantes, imaginando que en su fuego purificador va a encontrar
un camino seguro y directo hacia el bien y la verdad. Puro wishful
thinking que en ocasiones determinadas consigue reunir
indistintamente a grandes intelectuales y a la masa más zote e
iletrada. Cuando lo maximalista con apariencia salvadora emerge, las
diferencias particulares se disuelven y lo que funciona es la pura
fuerza aglutinadora. Y esa potencia unificadora siempre ostenta en el
momento de su ejercicio una capacidad infinita de arrastre y
seducción. Sólo después, cuando pierde esa aureola, es más
susceptible de ser desaprobada.
La dinámica se repite continuamente: individuos que
primero despreciaron elitistamente la política para a posteriori
entregarse de cabeza a la versión más exaltada de ella. Hay una
extraña pero incontenible comunicación entre esos extremos que
siempre eluden el aristotélico punto intermedio de mesura y
equilibrio. Probablemente porque, primero en el rechazo y después en
la adoración, convierten la política en un espacio sagrado que no
puede ser ocupado con naturalidad por los simples ciudadanos. Por
todo ello, entienden lo político en clave de religión civil, menos
capaz de mejorar la vida de la ciudadanía (aunque de inicio digan
preservar esa necesidad) que de movilizarla en sentido uniformizador,
en defensa de unos principios puramente ideológicos. La política
concebida como promoción de identidades que definen un modo
comunitario de vida otorga un credo sublimador a la existencia y
entiende la verdad como certeza, es decir, apropiable por un tipo de
discurso, el suyo, que cierra el paso a cualquier otra opción
posible.
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