(artículo publicado en la revista cultural Kiliedro)
En la
antigua Grecia el pharmakos
era un chivo expiatorio al que se sacrificaba con la finalidad de
purgar las tensiones y violencias acumuladas en la comunidad de
turno. La muerte o la expulsión (en épocas más recientes se
sustituía el sacrificio por la expulsión) del pharmakos
permitía purificar la polis,
devolviéndole la inocencia perdida supuestamente a manos del
contagio externo (el Mal, en la mayor parte de las culturas, posee
una fuerte connotación de exterioridad). El ritual se celebraba en
lugares como Abdera, Tracia, Marsella y sobre todo, todos los años,
en Atenas. Todavía en el siglo V a.C. autores como Aristófanes y
Lisias aluden a este fenómeno que se representaba el 6º día del
mes Targelión (inicio de la fiesta de las Targelias), que era
también paradójicamente el día del nacimiento de Sócrates, al que
en ocasiones se refiere Platón en sus diálogos como pharmakeus
(sinónimo de pharmakos).
Pharmakos
procede del término pharmakón,
que es la raíz de palabras como fármaco o farmacia, y que viene a
significar, en el contexto que dio origen a la filosofía griega, a
la vez dos cosas contradictorias: en este caso, aquello que enferma y
su remedio, el veneno y lo que salva, lo que condena y lo que libera.
En suma, una ambivalencia esencial y desconcertante que se pretende
erradicar, pues lo ambivalente, como lo exterior, es un rasgo
negativo en casi todas las culturas.
Autores
como James
Frazer (La rama
dorada) o Jean
Pierre Vernant (Mito
y tragedia en la Grecia antigua) se refieren
al funcionamiento de este ritual (el sacrificio del pharmakos
no sólo se celebraba como ritual en sí, sino que también se llevó
a cabo de forma improvisada en épocas de crisis social), que
consistía básicamente en la elección de dos pharmakoi,
uno para los hombres y el otro para las mujeres, dirigidos en
procesión por la ciudad. Durante la misma eran sometidos a distintas
agresiones, que aumentaban de forma progresiva: eran insultados,
golpeados sus genitales (con cebollas, higueras y otras plantas) y
luego, finalmente, sacrificados mediante lapidación. Después su
cadáver era quemado y sus cenizas dispersadas. Los pharmakoi
eran escogidos entre individuos de las clases bajas, huérfanos o
lisiados (por algo las deformaciones físicas siempre han sido uno de
los criterios sacrificiales más socorridos a la hora de escoger
víctimas).
Nos
encontramos con una operación que es de arraigo universal: la
expulsión de la exterioridad, de aquello que se demoniza por ser
exterior o se cataloga de externo por ser previamente demonizado. Se
buscaba (o atribuía) en ellos elementos llamativos que los
diferenciaran de la mayoría de los individuos comunitarios. La idea
era señalar una diferencia y dotarla de contenido para que a partir
de ella la identidad propia se consolidara con más fuerza. Al final,
contra la víctima, individualizada y excluida por la fuerza, se unía
toda la población, lo que propiciaba una unanimidad que alejaba,
aunque sólo fuera de forma momentánea (los ciclos sacrificiales
siempre están en marcha, nunca son definitivos), las tensiones
internas que amenazaban con romper el orden social. Ésta es,
básicamente, la finalidad de los ritos expiatorios.
Sin
embargo, en estos casos no todas las víctimas eran escogidas entre
lo más bajo de la sociedad, sino que en ocasiones los candidatos se
seleccionaban en ámbitos más elevados. René
Girard, por ejemplo, ha analizado esta
cuestión en las monarquías africanas (La
violencia y lo sagrado), en las que eran
tradicionalmente los reyes los designados para el sacrificio. Esto
podría parecer, en un principio, algo extraño, pero tiene su
lógica: el rey, como el mendigo o el mutilado, se mantiene en un
estatus distinto al de la mayor parte de la comunidad, y es esta
diferencia decisiva la que los hace candidatos tan idóneos para
propiciar, en su exclusión (ya sea por muerte o expulsión), su
contrario: identidad, unidad, orden. El rey excede a la mayoría por
arriba, mientras que el mendigo o el lisiado lo hacen por abajo. A
este tipo más elevado de víctima correspondería el caso de Edipo,
analizado brillantemente entre otros por los citados Vernant y
Girard.
Esta
mecánica de expulsión se da en dos ámbitos: el empírico-social y
el inteligible o discursivo. En el caso del sacrificio del pharmakos
se constituye la clausura del sistema, de la propia comunidad que
pretende preservar una cierta pureza interna. El orden (que se opone
al desorden) y la identidad (opuesto a la indiferenciación o
mezcla), en forma de unanimidad conseguida contra la víctima
propiciatoria, retorna a la ciudad después del momento perturbador
del caos y de las violencias recíprocas. Todo se re-configura
alrededor del proceso expiatorio, tanto a nivel cultural como social.
En este caso la verdad (entendida como certeza incuestionable)
también se da como clausura y exclusión de la diferencia. El
pharmakos es un
purificador (kathársios),
gracias al cual la clausura del sistema permite ser blindada con
sangre. La dinámica ambivalente que lleva primero a demonizar
víctimas y luego, tras ser ejecutadas, a divinizarlas, se
corresponde con la esencia del pharmakos,
y con casi toda víctima sacrificial. Aquel a quien se responsabiliza
exclusivamente de los males de la población es después también el
causante, con su muerte catártica, de la liberación de los mismos
males. Esta capacidad que se les atribuye de provocar lo peor y lo
mejor es lo que los acaba convirtiendo en dioses. La ambivalencia y
sus poderosos efectos definen básicamente tanto la divinidad del
pharmakos como lo
mágico del phármakon.
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