Este pasado verano nos ha deparado no pocas malas noticias. Como todos los veranos, como todas las épocas del año y todos los años, sin excepciones. La mala noticia que me importa señalar en este caso es la del fallecimiento, a finales del mes de julio, del cineasta sueco Ingmar Bergman, tan conocido como ignorado suele ser su cine. Ochenta y nueve años y dieciséis días ha durado la partida de ajedrez entre la Muerte (con negras) y Bergman (con blancas, como el caballero Blok, como todos), y eso que éste ya estuvo a punto de sucumbir en el primer movimiento, el 14 de julio de 1918, pues el médico lo daba por muerto nada más nacer. Varios días duró su lucha por escapar del primer hachazo de la existencia: “era como si no acabara de decidirme a vivir”, escribe Bergman en sus memorias, Linterna mágica. Parece como si toda su vida hubiera llevado encima las huellas de esa refriega post-uterina. De hecho siempre fue una persona con muchos problemas físicos, aunque no sólo, ya que los de origen psicológico no le fueron precisamente a la zaga. Pero todo lo acabó superando, cada contratiempo, cada desastre, cada movimiento amenazador de la Muerte (como cuando fue ingresado en un hospital por una crisis tras ser falsamente acusado, en los años 70, por el fisco sueco), retratada en El séptimo sello como una figura de negro con un humor muy socarrón. La Muerte habrá encontrado pocos adversarios tan escurridizos, tan adiestrados en su fatal lógica. Pero las negras siempre ganan.
(artículo completo publicado en KILIEDRO)
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