(artículo publicado en la Gaceta Náutica)
Las
cifras redondas tienen una importancia relativa, pero al menos son
una excelente excusa para rememorar proezas como la acaecida a
finales de los años sesenta: se cumple en estas fechas el 50
aniversario del inicio de la Golden Globe Race, regata que organizara
el periódico británico Sunday Times y que consistió en dar la
vuelta al mundo en solitario sin ninguna escala. Y sin motor, claro,
sólo a vela. Se trata del evento que originó las modernas regatas
individuales, aunque con un matiz importante: en esa época los
veleros no contaban con alta tecnología ni estaban patrocinados por
grandes multinacionales, navegando casi como en la época de Elcano y
Magallanes. El empeño del Sunday Times, espoleado por la vuelta al
mundo con una escala de Sir Francis Chichester el año anterior,
permitió alcanzar un nuevo hito en el desarrollo de las capacidades
humanas, pero su funcionamiento resultó tremendamente modesto, casi
artesanal.
La
efeméride viene reforzada por el estreno de una película, The
Mercy, dedicada al más trágico de los protagonistas de la
regata, Donald Crowhurst, interpretado por Colin Firth, y que se
estrenó a inicios de este verano en el Real Club Náutico de Palma.
También indispensable para conocer los detalles de tan fascinante
certamen es el libro Una regata de locos de Peter Nichols, que
analiza con detalle toda la travesía y a sus nueve participantes:
dos franceses (Bernard Moitessier y Loïck Fougeron), un italiano
(Alex Carozzo) y seis británicos (John Ridgway, Chay Blyth, Robin
Knox-Johnston, Bill King, Nigel Tetley y Crowhurst).
En
1968, cuando el hombre estaba lanzado en su proyecto de llegada a la
Luna, el Sunday Times puso en marcha una iniciativa que, si bien no
implicaba los avances científicos de la NASA, sí permitió realizar
con pequeños barcos de vela una gesta de hombres solitarios
herederos de la insigne estirpe de Amundsen, Lindbergh y Burton. ¿Qué
nos empuja a abandonar la seguridad de nuestros hogares para jugarnos
la vida ascendiendo el Himalaya o encerrándose en un velero para
recorrer los mares? Decía Heráclito que sólo el pólemos
(el conflicto, la pugna) nos revela quiénes somos realmente, y estos
nueve hombres querían saber de una puñetera vez de qué material
estaban hechos: “En la vida no hay elección. O pudrirse o
quemarse” (Conrad).
Precisemos
que se trató de una regata en la que sus participantes no salían al
mismo tiempo, sino en un plazo que iba del 1 de junio al 31 de
octubre de 1968, y que daría la vuelta al mundo partiendo de
Inglaterra, atravesando el Atlántico Sur para superar el cabo de
Buena Esperanza y seguir por el Índico hacia Australia y Nueva
Zelanda, luego recorrer todo el Pacífico y finalmente regresar a
Europa tras rebasar el temible Cabo de Hornos. Para subsanar el ritmo
desordenado de las salidas, el Sunday Times instauró un segundo
premio de 5000 libras para aquel que realizara la travesía en menos
tiempo. No olvidemos, desde la acogedora calma de nuestros sofás, el
pasmo que supone una aventura tan loca: soledad angustiosamente
abisal durante muchos meses, dormir sólo a ráfagas desasosegantes,
pánico de caerse al mar en medio de las bestiales tempestades del
océano Austral, miedo a colisiones nocturnas con barcos de gran
tonelaje o hielos a la deriva (incluso de día, la línea de
horizonte es sólo de ¡3 millas!), o mantener la dirección sólo
con la ayuda de un sextante, el sol y las estrellas.
Aunque
el brillante y sorpresivo vencedor de la regata, y de hecho único
participante que regresó al punto de salida, fue el joven
Knox-Johnston, capitán de la marina mercante que volvió a tocar
tierra el 22 de abril de 1969, los dos protagonistas podríamos decir
que espirituales del campeonato fueron Crowhurst y Moitessier. Por
motivos opuestos. Knox-Johnston tiene un mérito tremendo, pero
mostraba una personalidad menos compleja que sus dos compañeros de
campeonato. A juicio del psicólogo de la carrera, era “penosamente
normal”, y de hecho fue el único que no tenía dudas sobre sus
posibilidades. En cambio, la interioridad de los otros dos era
profunda y dolorosa.
Podríamos
decir, siguiendo la dualidad planteada por Nietzsche en El
nacimiento de la tragedia, que Crowhurst sería la imagen de lo
apolíneo (el ímpetu de la razón planificadora), mientras que en
Moitessier tendríamos la representación de lo dionisíaco (la pura
pasión vital). Crowhurst sólo pensaba en un triunfo que lo
redimiera de una vida siempre por debajo de sus ambiciosas
expectativas. Poseía un talento innegable, pero no era capaz de
sacarle partido. Hombre ajeno al mar, en la Golden Globe encontró el
trampolín que podría llevarlo al estrellato, demostrar al mundo que
era un genio. Pero las cosas no salieron bien: su tecnológico barco
se desintegraba imparablemente, y no había manera de remontar en la
clasificación de la regata. Por eso cayó en la vileza de las
trampas: Crowhurst falseó su verdadera posición y transmitía por
radio a Inglaterra esperanzadores datos trucados. No quiso renunciar
a su deseo mesiánico, así que se saltó los pasos necesarios para
la gloria. Mientras Knox-Johnston, Tetley y Moitessier avanzaban
velozmente por el Pacífico, él deambulaba errático sin salir nunca
del Atlántico, como un vagabundo de los mares. Derrumbado por los
remordimientos y por su fracaso, Crowhurst padeció un brote
psicótico y en plena deriva oceánica se dedicó a escribir como un
poseído miles de palabras en pocas horas: visiones históricas,
reflexiones cósmicas, un crispado diálogo con el mismísimo
Einstein, etc. Reventando su ambición apolínea, Crowhurst se
desintegró: vació su tortuosa alma en el cuaderno de bitácora y
finalmente se arrojó por la borda para sepultarse en ese sarcófago
marino que lo había frustrado.
Moitessier
también padeció una epifanía, pero en su caso luminosa: su amor a
la vida, al latido líquido de los océanos, era mayor que las
ambiciones mundanas de una regata. Entendió lo que suponía
participar en un campeonato: una prueba para dirimir honores
triviales. Y él no tenía nada que demostrar, no necesitaba
redimirse de miseria alguna, y en los largos meses de trayecto en los
que místicamente se fusionó con su embarcación y con el mismo mar
obtuvo la confirmación definitiva de que su reino no era de este
mundo. El ciudadano francés llamado Bernard Moitessier también se
desintegró, pero para dejar de ser un tipo en pos de una medalla: no
se hundió bajo el elemento marino sino que se proyectó
extáticamente sobre él. Eclosionó su exuberancia dionisíaca. Por
eso, estando en cabeza de carrera para obtener los dos trofeos de la
Golden Globe, decidió seguir a su aire con una libérrima segunda
vuelta al globo terráqueo, poniendo pie a tierra en las edénicas
islas de Tahití. No quiso finalizar la travesía estipulada, su vida
era una travesía más amplia: el mar como gozoso fin en sí mismo,
no como un medio. Pessoa decía que un barco no navega, sino que sólo
va de un puerto a otro. Moitessier decidió navegar de verdad, por
puro placer, sin horizonte ni objetivos espurios o afán de honores.
A diferencia de Crowhurst, entendió que el juego no merecía
detenerse. Porque la vida sigue, al margen de nuestros planes
demasiado humanos.
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