(artículo publicado en el anuario de la Gaceta Náutica)
Tal
vez no exista ninguna cuestión, sobre todo en un mundo tan complejo
como el nuestro, que descarte tener al mismo tiempo un lado bueno y
otra parte más discutible. Aunque nuestra mente esté programada
para reducir la complejidad de lo real a estereotipos, estos nos
alejan de la verdad, a pesar de proporcionarnos una irresistible
molicie psicológica. Si las medicinas tienen efectos secundarios,
¿cómo no va a ser ambivalente un fenómeno como el de los cruceros?
Sin embargo, y como señala el artículo de José Luis Miró, el
cisma está a la orden del día: en el debate público, o estamos muy
a favor o nos manifestamos del todo en contra. Cuando, como ya
avisaba Aristóteles hace nada menos que dos mil años y pico, lo más
certero suele estar en algún paraje intermedio del dilema. La
tentación de la radicalidad, siempre bien vista pero no digamos ya
en épocas de bonanza (cuando uno está aburrido de estabilidades y
ansía la pueril pero destructiva turbulencia ‘regeneradora’),
guía nuestros pasos en disyuntivas que precisan más bisturí que
bazooka.
En
este sentido, es relevante lo que sucede en el puerto de Palma con
los residuos oleosos, por su elevada cuantía y también por el
beneficio que aporta a unos particulares cuyos objetivos
crematísticos no coinciden con el interés general. El hecho de la
inexistencia de balanzas estos años es una de esas trampas que
obviamente abonan el fraude (es cuestión de tiempo que se cometa
cuando existe la posibilidad de hacerlo), porque, cuando las cosas se
hacen con dudosas artes a ojo del interés de algunos con capacidad
de influencia, el enredo acude raudo a ocupar el espacio que deja la
integridad.
Cualquier
fenómeno acostumbra a percibirse incluso en las sociedades modernas
bajo la forma típica de la antigua mitología: a través de
percepciones psicológicas con bipolar tendencia a la histeria o a la
euforia. Tenemos a mano muchos ejemplos, pero para los momentos
histéricos elegiré el marítimo caso del naufragio del Costa
Concordia, tras el cual cayeron a plomo las reservas, aunque
paradójicamente aumentó la seguridad y bajó el precio. O el
trágico accidente de Spanair en Madrid, que generó el mismo perfil
de consecuencias chocantes: cuando los billetes eran más baratos y
el vuelo menos vulnerable (tras una catástrofe se eleva el celo
técnico de los responsables), el pasaje se redujo al mínimo.
Nuestras viejas antenas psicológicas son lo primero que se pone en
funcionamiento a la hora de calibrar un suceso, pero suele jugarnos
malas pasadas.
Como
sucede también, las críticas habituales al fenómeno crucerista son
más ideológicas que técnicas, más exaltadas que reposadas. En
lugar de señalar que las obras faraónicas de la APB perjudican
injustamente a la náutica de recreo y que pueden existir oscuros
intereses en las empresas que viven del asunto, cuatro gatos
liderados por algún que otro tipo siniestro acaparan las portadas de
los medios vendiendo containers de homeopatía política aliñada con
algunas pocas evidencias. Y es que los problemas reales acostumbran a
permanecer velados tras la hojarasca resultona del griterío
interesado de unos pocos que pretendiendo solventar un problema lo
que ambicionan es una resolución mucho peor: acabar con algo que si
acaso debería ser modificado en algunos aspectos, aunque no en su
totalidad. Pero tiene más salida destruir que modificar. Igual
sucede con la turismofobia y los atascos, asunto que siempre aparece
en los medios con las cartas marcadas, olvidando aspectos más de
raíz (haber superado probablemente el techo poblacional de
residentes) pero menos vistosos en la tantas veces sonrojante
pasarela nacional del lucimiento buenista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario