(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Los
grandes novelistas no sólo retratan su época sino que captan las
anunciadoras huellas de incipientes patologías, cartografiando su
factible contagio generalizado. Muchas veces se puede entender mejor
algo con el talento novelístico que con un ensayo, por aquel retrato
vivencial que no pierde necesariamente rigor conceptual. En un mundo
en que el nuevo batallón de clérigos de la moral avanza, de forma
trágica, a base de vampirizar las causas más nobles, el mundo de
habla inglesa nos lleva ventaja, y eso debería permitirnos conocer a
tiempo por donde llegan los tiros.
Desgracia
del Nobel J.M. Coetzee
desplegó ya en 1999
el
alcance corrosivo
de
los
pliegues
del buenismo. En
una
simbiosis de pensamiento e historia y
con
una
escritura que
es
un bisturí de precisión,
analiza
en la primera parte el arraigado puritanismo que azota las
universidades anglosajonas, a través del caso de un profesor de
poesía Romántica inglesa en
Ciudad del Cabo, David
Lurie, que
se acuesta
con una alumna tras
perder de vista a una prostituta árabe a la que frecuentaba
tras su segundo divorcio. Estamos en la Sudáfrica post-Apartheid.
Su
relación con la chica, que es mestiza, genera un escándalo, pero es
por un error administrativo relacionado que acaba perdiendo su
trabajo. En gran parte es derrotado por la hybris,
y tras su caída en desgracia se refugia en casa de su
hija
Lucy, en la Sudáfrica profunda, donde no rigen las mismas
normas
de la vida académica. Si en ambas
esferas
sigue latente
un espíritu hobbesiano de persecución
del
prójimo, en la zona donde ahora
se
instala el nivel de explicitud es mucho
mayor, llegando a alcanzar cotas insoportables de barbarie. Pasamos
así,
sin
apeaderos
intermedios,
del hipócrita
buenismo
al
malismo
categórico:
ambos mortíferos.

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