(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Hay
días en que misteriosamente la dicha es completa. Todo encaja y se
deshacen las dudas alrededor de evidencias indiscutibles: el Sáhara
se queda sin arena; ya no hay posidonia; el porco turismo son las SS
con chanclas; el Pacte III funciona a las mil maravillas; los
contratos al gurú Garau son peccata minuta; el eficaz Consorcio de
la Playa de Palma nos ha salido barato; gracias a la marcha verde,
nuestra educación no puede ser de mayor calidad; Sánchez es muy
coherente.
Y
entre tanto prodigio llega el súmmum, el pasado viernes, la clave de
bóveda de tan magnificente y revolucionaria clarividencia: el sermón
de la Feria del Libro. Aunque es una lástima que a la concejala
Jardhi se le haya traspapelado su fatua contra las infames
terrazas, el pregón del insigne Carles Rebassa nos hizo vibrar a
todos. Es verdad que cayó en lo cipotudo, incluso en su look,
pero su hondura fue abisal. Y qué felicidad oír la cita no de
escritores trasnochados como Proust o Kafka, sino del eminente y ben
nostro Gabriel Bibiloni.
Pero
no estamos ante un pregón. Es una crida. Ya está bien de
castellanismos. ¿Si ven una cucaracha en la cocina, no la fumigan
sin contemplaciones? Es cierto que el meollo de esta crida fue a
veces difícil de seguir, pero hay que exigir al oyente ese esfuerzo
indispensable que requiere toda obra magna. Y es que Rebassa aportó
ecos del gran Parménides (“el ser es, y el no ser no es”), ese
humorista griego que se hacía pasar por filósofo: “La cultura es
ser nosotros tal y como somos”. ¿El ser-uno, inmóvil, primer
motor inmaculado que siempre es desde el inicio de los tiempos?
Entiendo.
Prosigamos
con más verdades parmenídeas, a veces aderezadas con ramificaciones
rajoyescas: “El mundo es de todo el mundo”. Alguien tenía que
decirlo. O la maldad del “poder en general”, simbolizado por
sillas y corbatas que adoptan en ocasiones un siniestro tono
anaranjado, que se articula sobre tres cabezas: la colonización (no
la de Jaume I, las otras), los cuchillos y el pecado mercantilista
que nos obliga a “una vida sujeta a oferta y demanda que está
cargada de exigencia e incertidumbre” (Escohotado).
Lo
más complicado de entender fue cuando, al censurar el “fantasma de
la homogeneidad”, se acabó santificando lo autóctono, tan
habitualmente unificador. Debe ser que alguna partícula de autoodi
se aferra aún a mis neuronas, pero escuchando en bucle el pregón,
digo crida, de Rebassa seguro que se despacha toda interferencia. Al
final quedó certificada esta paradoja visionaria: “Soy un catalán
de Palma”. Yo un austrohúngaro de La Soledad, para servirles a
ustedes y al emperador Francisco José.
2 comentarios:
Extraordinario análisis el suyo... ¡Qué tremenda ironía! La idiotez mantiene su esencia, aunque se disfrace de cultura y se rodee de libros. ¿Habremos tocado fondo?
Enhorabuena.
Gracias, anónimo.
¿Tocar fondo? Siempre se puede ir más abajo, me temo
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