(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Entre
tanto nivel, cuesta destacar un artículo de mi compañero Aguiló
Obrador en estas páginas, pero el del pasado miércoles dejó más
huella de lo habitual. Seguro que no lo han olvidado: un profesor
insólitamente alegre, despreocupado, carismático, al que la
inesperada muerte de su hija de 9 años conduce a un cruel
desmoronamiento. Divorciado, en paro, destruido, ejerce de mimo por
la calle ante los ojos de un estupefacto Ramón.
Hace
un tiempo trabajé en la fundación La Sapiencia, bregando con
alcohólicos y gente sin techo. Ahí historias como la del maestro
Frank no eran la excepción. En muchos casos el desastre ya venía de
fábrica, porque el individuo de turno había sobrevivido de aquella
manera a familias que germinaban en lo desestructurado o incluso más
allá. Pero los casos más impactantes, y no había pocos, eran los
de aquellos que disfrutaron de un pasado bastante potable, en algunos
casos incluso feliz, pero a los que un problema concreto (un divorcio
por lo general, la muerte de una persona cercana otras veces ) los
sepultaba en vida, transfigurándolos en zombis. Recuerdo a uno,
antiguo ingeniero, que estaba muy interesado en que calibrara la
exacta medida de su pérdida, enseñándome los papeles que
demostraban que se había casado a todo trapo en la Seu.
De
esos años me quedé con algo que en este mismo periódico he llamado
‘terapia Lucrecio’, referido a La naturaleza de las cosas
del autor latino. Es decir, cuando contemplar la desgracia de
alguien atenúa las penas propias. No se trata de disfrutar del dolor
ajeno como si uno fuera un psicópata, no es eso. Simplemente
consiste, incluso redoblando la empatía, en contrastar el caso
propio, y les aseguro que cuando estuve trabajando en La Sapiencia
conocer las penalidades de los internos era mano de santo para el
malestar. Como diría Alvy Singer, lo miserable (y todos somos
miserables) se ve incluso con alivio cuando piensas en lo horrible.
Como
la riqueza de casos de las familias infelices, como escribió Tolstoi
en Guerra y paz (por contra, todas las felices serían
anodinamente iguales), las caídas fascinan, aturden, embriagan. Y
sobre todo remueven si se produce desde una gran altura, de ahí el
regocijo habitual cuando un vip exitoso se despeña súbitamente.
Nunca sabe uno cuando puede triturarte el destino, esa retribución
satánica de la hybris, y suele acontecer el desastre cuando
menos lo esperas. En una época, yo siempre miraba hacia arriba
cuando caminaba por la calle, no fuera a ser que un tiesto cayera desde un balcón sobre mi cabeza. Pero tampoco podemos
pasarnos la vida temiendo una catástrofe, cada cinco minutos, so
pena de agudo ataque de paranoia o brote psicótico.
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