Cuando
se está en el paro demasiado tiempo no queda otra, si no deseas
ensuciarte las manos liquidando a competidores directos, que
interesarse por actividades curiosas que, por lo que sea, carecen de
excesiva demanda. A ver, lo ideal desde un punto de vista lucrativo
sería meterse a agente de futbolistas o a gurú de Més, pero
detesto el fútbol y dudo mucho que los pesemeros aprecien demasiado
mi depurado autoodi y mi
cabal
constitucionalismo.
Tendrás
que seguir penando, me dije, hasta que esta semana se me ha encendido
la bombilla: seré verificador. Pero no verificador de boberías de
medio pelo, sino de acontecimientos impactantes como el terrorismo,
que siempre transpira cierta épica. Quiero ser certificador de
entregas de armas, con posibilidades de negociar algún atractivo
cese de hostilidades, se trate de ETA, del sanchismo vs susanismo o
de Luis Enrique contra el mundo.
Otra
ventaja es que se trata de una labor muy bien remunerada y que, al
realizarse en múltiples ocasiones, permite recaudar de forma
prolongada. Porque ya he perdido la cuenta de cuántos desarmes ha
anunciado ETA. Y los que quedan, pues en esta ocasión sólo ha
entregado un tercio de su arsenal. Estamos ante una generosa donación
de material bélico, un bello gesto ¡además reiterado! La cortesía
es incontestable.
Vamos,
que ser verificador se antoja un trabajo ideal. Y poco estresante. De
hecho, no hay que hacer nada, sólo comprobar que otros hayan
realizado lo suyo. Siguiendo el Manikkalingam style, bastaría
con teñirse un poco la piel, raparse el cráneo y adoptar un
cacofónico apellido ceilanés. Y a cobrar. Un jugoso dolce far
niente con pedigrí buenrollista, además de benefactor de
ancestrales causas tribales, y eso nunca está de más cuando uno
viene de determinados vapuleos, demandas incluidas.
Tampoco
parece que las compañías a frecuentar, los propios etarras, sean
tan mala gente como aseguran algunos resentidos. Si un pederasta o un
asesino de menores, como Miguel Ricart (condenado en el caso de las
niñas de Alcàsser), ha tenido que esconderse en el agujero más
profundo tras salir de la cárcel, pues su delito carecía de
coartada ideológica, no sucede lo mismo con los ex-presos de ETA,
que lucen orgullosos a la luz del día y son fogosamente agasajados
por decenas de miles de amigos. Yo en la vida tendré tantos amigos
como Inés del Río o Josu Zabarte, el carnicero de Mondragón,
así que como verificador me conviene andar cerca de sus pasos, a ver
si se me pega algo de ese don de gentes que les caracteriza.
Además,
si se fijan un poco esto del crimen en masa tampoco es tan feo como
lo pintan. Zabarte ejecutó a 17 personas, y por ello ha pasado 30
años en la cárcel. Poco más de un año por fiambre. La Del Río a
24; también 30 años. Valoremos en su justa medida la enorme
generosidad de su comportamiento, porque, puestos a cumplir la misma
pena, podrían haber liquidado a 50 o a 100, incluso a 200. Pero no
lo hicieron, ni mucho menos. Porque son virtuosos artesanos de la
paz. Es de justicia aplaudir su majestuosa mesura, su infinita
moderación.
(versión ampliada de la disección publicada hoy en El Mundo-El Día del Mundo)
(versión ampliada de la disección publicada hoy en El Mundo-El Día del Mundo)
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