(versión ampliada de la disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Albert Camus trazó en su obra un camino moral que han transitado después muchos otros: el paso que va del célebre El extranjero (1942) al menos leído La caída (1956). Al inicio de esa trayectoria, aseguraba Camus que no llorar en el funeral de la madre puede acarrearle a uno la condena a muerte. Olvidando un pequeño detalle: la condena a Meursault es ocasionada por el asesinato de una persona. Pero, en su empeño por condenar a los jueces (condenar a los condenadores) y deslegitimar su función, escenificaba un implícito doble juego, “una forma más compleja de fariseísmo” (René Girard).
Más
perspicaz que El
extranjero es
La caída,
donde dio
un salto categorial con
un personaje más complejo, el exitoso abogado Jean Baptiste
Clamence, entregado
defensor de “los de abajo” frente al poder ilegítimo.
Ahí ya autocrítico
con la figura del pontífice
laico
que se consagra a la liquidación
sistemática de todo lo
relacionado con la
autoridad (que sería una
figura de la alteridad, la
otredad excluida, aunque sea discursivamente),
y en
consecuencia se abstiene
de fiscalizar
sus propios actos e
intenciones, Camus
presenta la historia de un impostor
que, en su declive,
y tras rememorar
el suicidio de una chica
en el Sena,
hace examen de conciencia y desvela así
una
naturaleza menos
amable: su interesada
superioridad moral y su
simplificador absolutismo.
Tras su viraje, Clamence
descubre que detestaba
a los magistrados
porque los veía como usurpadores: sólo
él merecía
ser el verdadero Juez
Supremo.
Con
esta historia que reflejaba
su propia evolución personal, Camus pone
sobre la mesa la paradoja del que prospera en el establishment
satanizándolo hasta el
tuétano, pues
más que
acarrearle graves riesgos
personales al rebelde
principalmente
lo propulsa
hacia el éxito social. No
sucede siempre, pero sí que es una tendencia bastante generalizada.
Como detalle curioso, al
parecer fue Juan
Carlos Onetti el que le
sugirió el meollo de la historia en una carta que le remitió.
La
mayor parte de nuestra vida
se basa en automatismos.
Inercias
físicas
(cuando uno va paseando por la calle, no se dedica
a pensar cómo articula su zancada, qué
pie va delante del otro. Y
si lo hace, se frena,
se detiene la acción o,
al menos, pierde agilidad)
y también mentales. Estamos
programados, en pro de
nuestro bienestar psicológico, para ser espejos de tópicos,
fábricas de lugares comunes, vientres
de homogeneidad.
Pero
el hábito mengua
el aprendizaje producido por el contraste con lo real. Una
autofiscalización honrada
es imprescindible, como
diría el recientemente fallecido Salvador Pániker,
para dejar
de ser un títere y
convertirse en un ente concreto.
Pero
no todas las caídas suponen un descenso del caballo, un
replanteamiento lúcido y
desinteresado.
Al permanecer más
apegados a
una dimensión de creencia que de experiencia, muchas
veces sucede que la caída, en
su crispación,
blinda todavía más el esquema paranoico, la clausura sobre
lo propio,
la prolongación del victimismo. Es decir, los
Camus no abundan.
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