(disección publicada hoy en El Mundo - El Día de Baleares)
Desde
hace un tiempo casi se solapa el Día del Libro con el aniversario de
mi tesis, una de las cosas más inútiles de una vida ya de por sí
baldía. ¿A quién se le ocurre profundizar en su formación en una
tierra tan devota de su cruzada contra la meritocracia? Más allá
del placer intrínseco por la tarea, fueron nueve años consagrados a
la nada. Y eso que, a diferencia de otros países, aquí no obligas a
tus teóricos jefes a pagarte más por el hecho de haber obtenido un
doctorado. Laboralmente acaba siendo más bien un demérito que
parece ultrajar a los ofertadores. A pesar de eso, o en consecuencia,
tenemos a una legión de políticos inflando su curriculum con
carreras inexistentes que, en el caso de haberlas cursado, dejaron a
medias o a las primeras de cambio.
Esta
semana celebré el quinto aniversario de mi tesis gozando en estas
mismas páginas un informe sobre la locura de los postulantes: El
doctorado perjudica seriamente la salud mental. Al parecer, uno
de cada tres padece depresiones y demás prodigios mentales. Al
margen de que la propia tarea pueda generar estos tumultos
psicológicos, no se deja de lado esa falta de correlación, de
vínculo, entre lo producido y su repercusión social y laboral. Y
más allá de lo personal, es letal para una sociedad que la falta de
retribución sea una norma tan extendida, porque se genera un amplio
caudal de frustración y desencanto, agravado por la llegada a la
cumbre de esas “élites extractivas” (Acemoglu y Robinson) que
manejan el cortijo, incluso desde la cárcel. Eso cuando entran,
porque ahí tenemos a los Pujol, imputados pero reincidiendo en sus
delitos aprovechándose de una libertad que incomprensiblemente le
han regalado los jueces.
En
fin, al menos nos queda refugiarnos en la conmemoración de
aniversarios no demasiado rigurosos pero igualmente disfrutables como
son el de la muerte de Cervantes y Shakespeare. Aunque sigamos siendo
una sociedad en absoluto dada a la lectura, los libros siguen ahí,
más a la mano que nunca, coquetamente seleccionables para que
interpelen nuestra condición. Por pereza o vergüenza que dé,
siempre estamos a tiempo de descorchar a algún clásico, esos
autores que desde la ignorancia del que los conoce sólo de oídas
parecen bodrios fútiles pero que en su trato directo fluyen con una
intensidad vital y de significados que nos desbordan pero también
destilan. Eso sucede, multiplicado, con el cervantismo
shakespeareano, estandarte de un legado que nunca se supera
porque siempre acumula lingotes que prodigarnos. Nunca habíamos
despreciado con tanta pardalería enriquecimientos tan baratos. El
criterio del beneficio social es nuestra única y demente brújula.
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