lunes, 21 de noviembre de 2016

REINO DE LA GRIETA


 (versión ampliada de la disección que aparece hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

El reino de la grieta podría ser España, pero es todo. Hablo de Leonard Norman Cohen, conocido como Jikan (el silencioso) en su vida de retiro zen en el monasterio Mount Baldy de California, donde residió varios años. Pero nunca abandonó el judaísmo. Nacido en Montreal el 12 del mes Tishri del año 5695 (calendario judío), falleció hace dos semanas, el 6 del mes Kheshvan, año 5777, y fue sepultado en el cementerio quebequés de Shaar Hashomayim.
Todo lo que ha sido Cohen, protagonista de diversas y sorprendentes reencarnaciones en su vida creativa, se vio refrendado, pocas semanas antes de su muerte, por un disco excelente. Asombroso si tenemos en cuenta que lo grabó a los 82 años, con un cuerpo destruido a punto de claudicar. Incluye una de las tres canciones publicadas este año, la misma You want it darker, que directamente han pasado a formar parte de mi Sancta Sanctorum musical. Las otras son The cloud of unknowing de Michael Gira (Swans) y Magneto de Nick Cave.
Más sombrío que nadie (“Un pesimista es alguien que espera que llueva, pero yo ya estoy empapado”), e inspirado en el profetismo de Isaías, al que estudiaba de niño con su abuelo rabino, Cohen nunca dejó que la gravedad sometiera al sentido del humor. Basta echar un vistazo a la portada del I’m your man (1988), en la que aparece comiéndose un plátano. Sobre ese equilibrio de extremos asentaba Cohen su modus vivendi: “Un traje negro te sirve para una fiesta y para un entierro”. En realidad lo veía todo semejante al hecho de pelar una cebolla, que carece de hueso o semilla, de modo que sólo nos quedan unas infinitas “capas de terrible angustia formando círculos alrededor de la nada”.
Sus versos más recordados, síntesis de su forma de ver el mundo, pertenecen a la canción Anthem (The future, 1992): “Hay una grieta en todas las cosas. Así es cómo entra la luz”, rememorando la brecha originaria de Hesíodo y Hölderlin, el Xáos que no es caos sino hendidura o escisión. Vivimos en “el Reino de la Grieta”, del desencanto, del fracaso. Todo proyecto se frustra; toda tentativa está condenada a descarrilar. Tratamos de suturar la herida primigenia, gracias a cuya hemorragia caótica somos, pero todo remedio es fútil, incluso contraproducente. Habitar la grieta como lo que es, de eso se trata. Disolver nuestro ego en la inevitable tragedia. Porque los otros caminos conducen a la catástrofe; cerrar la grieta es acabar con la vida. Como decía Alvy Singer en Annie Hall, la vida se divide exclusivamente entre lo horrible y lo miserable, siendo este último el estado normal y mayoritario.
Vivimos determinados por doctrinas estériles que responden más al pasado que a la actualidad. Vemos con los ojos de otros, ciegos que guían. Según Cohen, necesitaríamos una nueva visión, no aquella que nos ate a certezas consoladoras sino la que apunte a una poliédrica “nueva complejidad”, la que se sostiene en la perpetua interrogación. Un bregar que no espera una redentora una última palabra.
Pero sí, de alguna manera también España es el reino de la grieta, un terreno propicio para la demencia. Se trata en este caso de una grieta más generadora de opacidad que de luz, más pachanguera que originaria. Una brecha conceptual nos atraviesa, dándole la vuelta a todo: haciendo que la igualitaria izquierda defienda la desigualdad fiscal de los Conciertos económicos, que el liberalismo esté a favor de la redistribución de la riqueza, que se consideren abominablemente parciales la custodia compartida y el bilingüismo, que se pontifique sobre el proletariado como si estuviéramos en la época de Marx, que se acuse de centralismo a uno de los Estados menos centralistas del mundo, etc. En suma, que se impongan percepciones opuestas a lo que señalan los datos reales.
Una de las ideas más agrietadas que siguen teniendo resonancia pública se refiere a las monarquías. Esta semana a cuenta de Felipe VI, con el inicio de la legislatura en el Congreso, y el video de Adolfo Suárez. Al margen de que uno sea fan de la monarquía y los Bourbones (no es mi caso. Ni con esta Casa Real ni con el whisky, pues prefiero el escocés mil veces), hay dos puntos esenciales en este asunto: 1) Sí se votó la Corona, con la Constitución de 1978. De forma implícita, es cierto, pero la gran participación y el enorme respaldo le otorgan una legitimidad; 2) No se puede asociar necesariamente monarquía a democracia de segunda, y no digamos ya a dictadura. Porque, entonces: ¿Qué hacemos con las socialdemocracias nórdicas (cuatro de las cinco son monarquías: Dinamarca, Holanda, Noruega y Suecia), ejemplo mundial de sistemas igualitarios y prósperos?
Recapitulando, la grieta coheniana pluraliza lo real, lo vuelve (o desvela lo que ya es así) todo complejo, variable, incierto, ambiguo, confuso. Aplicar a ese sustrato una clave esencialista (orden, sentido, dogma) nos hará psíquicamente la vida más fácil (el fanatismo es un estado mental muy cómodo), pero nos desmantela a todos los niveles a medio y a largo plazo.

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