lunes, 28 de noviembre de 2016

NOVIEMBRE Y LA MUERTE


 (disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

Se va muriendo el mes de los difuntos, la decadencia y la melancolía. Aunque late todavía la belleza extrema de los atardeceres otoñales. Siempre digo que seríamos una sociedad más digna y provechosa si noviembre, momento de gozo donde el chisporroteo postveraniego se apaga del todo, cuando la turba se deprime y en consecuencia calla un poco, permitendo así la epifanía de los misántropos, durara 50 o 60 días.
Aunque macabrólogo, no me chiflan los rituales del día 1, porque se trata de un tráfago vacío, automatismos que si para algo sirven, bajo una escenografía aparentemente funeraria, es para no pensar en la muerte. Mucho menos para pensar la muerte, éxtasis de la otredad. Se sigue el mismo patrón del que llora: al expulsar sus emociones, ya no padece; llora para no sufrir, se libera del sentir. Porque emotividad y sensibilidad no son sinónimos.
No espero a noviembre para promover el insistente debate entre mis sufridos allegados: ¿Preferís moriros de golpe o saber cuánto os queda? Me sigue pasmando que la inmensa mayoría se decante por fallecer súbitamente. Morirse sin saberlo, ese homenaje a la deserción, al espanto.
Hace poco mi cuñada me contaba el terrible caso de un ex-compañero de trabajo que falleció por un cáncer a los 40 años. Cuando dijo que hasta una semana antes del deceso el pobre hombre no supo que se moría, porque La Famiglia había decidido no informarle de la minucia, me escandalicé como pocas veces. Siempre me ha repugnado que los demás, sobre todo si son grupo organizado, decidan paternalistamente por uno mismo. Al parecer no hay que sufrir. No hay que vivir.
Siempre aplazamos cosas, sobre todo las más importantes. Ya habrá tiempo, calculamos. Pero saber que no te queda margen extrema el sentido de lo imprescindible, de lo que no son simples inversiones de futuro. Lo inmediato cobra así una urgencia máxima. A lo mejor muchos de los que prefieren el desconocimiento mortuorio no tienen nada que finiquitar, carecen de asuntos pendientes. Aunque se trate de pragmáticos temas personales, como el testamento, qué sé yo.
Gracias a que sabían que les quedaba poco, Bowie y Cohen nos han podido regalar dos discos sensacionales. Más el segundo que el primero. El propio Cohen tocaba la médula de la cuestión: “La condición que más nos eleva es la que más nos aniquila”. La cercanía de la muerte, o simplemente la idea de la misma, potencia el deseo vital.
Al fin y al cabo, no es tan trágico: ya hemos estado muertos antes. Durante 13.800 millones de años, antes de nuestra fugaz evasión del útero. “Piensa que de algún modo ya estás muerto” (Borges).

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