(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Se
va muriendo el mes de los difuntos, la decadencia y la melancolía.
Aunque late todavía la belleza extrema de los atardeceres otoñales.
Siempre digo que seríamos una sociedad más digna y provechosa si
noviembre, momento de gozo donde el chisporroteo postveraniego se
apaga del todo, cuando la turba se deprime y en consecuencia calla un
poco, permitendo así la epifanía de los misántropos, durara 50 o
60 días.
Aunque
macabrólogo, no me chiflan los rituales del día 1, porque se trata
de un tráfago vacío, automatismos que si para algo sirven, bajo una
escenografía aparentemente funeraria, es para no pensar en la
muerte. Mucho menos para pensar la muerte, éxtasis de la otredad. Se
sigue el mismo patrón del que llora: al expulsar sus emociones, ya
no padece; llora para no sufrir, se libera del sentir. Porque
emotividad y sensibilidad no son sinónimos.
No
espero a noviembre para promover el insistente debate entre mis
sufridos allegados: ¿Preferís moriros de golpe o saber cuánto os
queda? Me sigue pasmando que la inmensa mayoría se decante por
fallecer súbitamente. Morirse
sin saberlo, ese
homenaje a la
deserción, al espanto.
Hace
poco mi cuñada me contaba el terrible caso de un ex-compañero de
trabajo que falleció por un cáncer a los 40 años. Cuando dijo que
hasta una semana antes del deceso el pobre hombre no supo que se
moría, porque La Famiglia había decidido no informarle de la
minucia, me escandalicé como pocas veces. Siempre me ha repugnado
que los demás, sobre todo si son grupo organizado, decidan
paternalistamente por uno mismo. Al parecer no hay que sufrir. No hay
que vivir.
Siempre
aplazamos cosas, sobre todo las más importantes. Ya habrá tiempo,
calculamos. Pero saber que no te queda margen extrema el sentido de
lo imprescindible, de lo que no son simples inversiones de futuro. Lo
inmediato cobra así una urgencia máxima. A lo mejor muchos de los
que prefieren el desconocimiento mortuorio no tienen nada que
finiquitar, carecen de asuntos pendientes. Aunque se trate de
pragmáticos temas personales, como el testamento, qué sé yo.
Gracias
a que sabían que les quedaba poco, Bowie y Cohen nos han podido
regalar dos discos sensacionales. Más el segundo que el primero. El
propio Cohen tocaba la médula de la cuestión: “La condición que
más nos eleva es la que más nos aniquila”. La cercanía de la
muerte, o simplemente la idea de la misma, potencia el deseo vital.
Al
fin y al cabo, no es tan trágico: ya hemos estado muertos antes.
Durante 13.800 millones de años, antes de nuestra fugaz evasión del
útero. “Piensa que de algún modo ya estás muerto” (Borges).
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