(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
No sé si se habrán dado cuenta de que en castellano no
tenemos muchas palabras para referirnos a la finalización de algo
(resultado, conclusión, desenlace, consecuencia o efecto), mientras
que para los inicios podemos escoger entre un sinfín de términos:
índice, introducción, prólogo, proemio, pródromo, prolegómeno,
preámbulo, preliminar, encabezamiento, exordio, entrada, cabecera,
enunciado, sumario, introito, vísperas, anunciación, preparación,
gestación, incubación, etc. Podríamos hablar de una pasión por
los inicios, una especie de 'introitofagia', o también de
'introitología', como señalé en mi tesis.
Sin embargo, resulta
que vivimos en la época de los resultados inmediatos y automáticos.
Todo tiene que producirse en el momento, y seleccionando mimbres
contemporáneos. Sería la antítesis de aquella modernidad que bebe
de la tradición para reformularla o criticarla, pero tomándola en
cuenta. Lo habitual hoy en día es ese especimen de artista mediático
que asegura, desde su genialidad intransferible, “superar la
tradición”, por anticuada, cuando a todas luces la desconoce
completamente. Podríamos recordarles entonces aquello que señalaba
Jorge Santayana sobre
la irremediable repetición de las cosas que implica desconocer el
pasado. El recientemente fallecido Paco de Lucía,
cuyo prestigio va más allá del encorsetamiento de cualquier moda,
seguía el patrón contrario: “miro mucho al pasado”, desde la
humildad, para entender las claves creativas de aquellos que abrieron
camino y generaron novedades perdurables.
Viven de un
resultadismo melifluo y engañoso timos como el del inverosímilmente
celebrado Albert Pinya,
galardonado la semana pasada por la Asociación Española de Críticos
de Arte. El premio a la insustancialidad calificada con los tópicos
de siempre: “frescura”, “autenticidad”, “dinamismo”.
Inanidades al servicio del lacito de colorines establecido por la
voluble y caprichosa exigencia de la moda. El caso de otro joven como
Carlos Prieto es
similar y diferente. La diferencia es que al menos sabe dibujar,
aunque siempre haga el mismo cuadro, supuesto homenaje al París del
siglo XIX. Eso cuando no fusila a Gustav Klimt
sirviéndose de la mejor arma de estos modernos impostores: el
proyector. Lo que une a Pinya y a Prieto es que ambos son puros
productos de marketing, seres huecos más preocupados por patearse
los numerosos saraos de nuestra isla que por trabajar en solitario
sus creaciones, alejados de los focos. Antes la supuesta 'vida de
artista', repleta de fingimientos extasiados, que el sacrificado
trabajo del verdadero creador, que tiene por norma dudar de sí mismo
y no estar satisfecho con lo que hace. De Lucía se pasó “50 años
encerrado en un cuarto ocho horas diarias”, siempre enfadado con
sus resultados, en tensión creativa continua. Mientras, Pinya y
Prieto, encantados de conocerse, se pasan la vida en la sección
glamourosa de nuestra prensa local.
2 comentarios:
JEJEJE.... Así me gusta Sr. Horrach, haciendo amigos
Y mira que ocurre esto con el artisteo, especialmente con los artistas plásticos que cada vez entiendo menos. Para mí que el sentido de la belleza ha cambiado tanto que ya ni ellos la buscan sino que la transforman... uufff! perdón, que me pongo espesa.
Vivo con un artista (músico) y tienes razón en que un artista "de verdad" famoso o no, uno de estos que se ganan la vida del arte, pasa más tiempo instisfecho que lo contrario... creo que de ahí mana la creatividad.... ya me vuelvo a espesar.
Interesante entrada V. Horrach.
Salud!
Publicar un comentario