El otro día citaba en mi muro de Facebook (de nombre Johannes A. von Horrach) a Hölderlin, a cuenta de cierta pretensión muy acusada entre todos los nacionalistas (de cualquier tipo): pretender que todo puede articularse a partir de unos fundamentos propios inatacables y absolutos. Unos fundamentos que caracterizan su identidad esencial, sus rasgos 'diferenciales', su supuestamente autónomo modo de ser. Pero nada más lejos que esa inmediatez de lo identitario, porque es algo que se construye a partir no de un fundamento sino de la carencia (y consecuente necesidad) del mismo; se desea un punto fijo y central porque estamos a la intemperie, sumidos en el desarraigo. Y construimos nuestro deseo de lo propio a partir de esquemas de enfrentamiento con lo otro, es decir, mediante un antagonismo teñido de ambivalencia (el adversario es a la vez temido y admirado). La identidad es un ente en construcción, y por tanto frágil y mutable, de modo que conceptos tan campanudos como el de 'ser lo que somos' o 'derecho a decidir' carecen de la consistencia que se les pretende adherir.
Acabo, por supuesto, con las sabias palabras de Hölderlin, que en el FB titulé 'Primera epístola a los nacionalicenses': "Nada aprendemos con más dificultad que a usar libremente de lo nacional (...). Lo propio tiene, tanto como lo extraño, que
ser aprendido. Por eso nos son imprescindibles los griegos. Sólo que no
los alcanzaremos precisamente en lo que para nosotros es propio,
nacional, porque, como queda dicho, el libre uso de lo propio es lo más
difícil" (primera carta a Böhlendorf).
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