lunes, 29 de mayo de 2017

EL SERMÓN DE LA FERIA DEL LIBRO

(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

Hay días en que misteriosamente la dicha es completa. Todo encaja y se deshacen las dudas alrededor de evidencias indiscutibles: el Sáhara se queda sin arena; ya no hay posidonia; el porco turismo son las SS con chanclas; el Pacte III funciona a las mil maravillas; los contratos al gurú Garau son peccata minuta; el eficaz Consorcio de la Playa de Palma nos ha salido barato; gracias a la marcha verde, nuestra educación no puede ser de mayor calidad; Sánchez es muy coherente.
Y entre tanto prodigio llega el súmmum, el pasado viernes, la clave de bóveda de tan magnificente y revolucionaria clarividencia: el sermón de la Feria del Libro. Aunque es una lástima que a la concejala Jardhi se le haya traspapelado su fatua contra las infames terrazas, el pregón del insigne Carles Rebassa nos hizo vibrar a todos. Es verdad que cayó en lo cipotudo, incluso en su look, pero su hondura fue abisal. Y qué felicidad oír la cita no de escritores trasnochados como Proust o Kafka, sino del eminente y ben nostro Gabriel Bibiloni.
Pero no estamos ante un pregón. Es una crida. Ya está bien de castellanismos. ¿Si ven una cucaracha en la cocina, no la fumigan sin contemplaciones? Es cierto que el meollo de esta crida fue a veces difícil de seguir, pero hay que exigir al oyente ese esfuerzo indispensable que requiere toda obra magna. Y es que Rebassa aportó ecos del gran Parménides (“el ser es, y el no ser no es”), ese humorista griego que se hacía pasar por filósofo: “La cultura es ser nosotros tal y como somos”. ¿El ser-uno, inmóvil, primer motor inmaculado que siempre es desde el inicio de los tiempos? Entiendo.
Prosigamos con más verdades parmenídeas, a veces aderezadas con ramificaciones rajoyescas: “El mundo es de todo el mundo”. Alguien tenía que decirlo. O la maldad del “poder en general”, simbolizado por sillas y corbatas que adoptan en ocasiones un siniestro tono anaranjado, que se articula sobre tres cabezas: la colonización (no la de Jaume I, las otras), los cuchillos y el pecado mercantilista que nos obliga a “una vida sujeta a oferta y demanda que está cargada de exigencia e incertidumbre” (Escohotado).
Lo más complicado de entender fue cuando, al censurar el “fantasma de la homogeneidad”, se acabó santificando lo autóctono, tan habitualmente unificador. Debe ser que alguna partícula de autoodi se aferra aún a mis neuronas, pero escuchando en bucle el pregón, digo crida, de Rebassa seguro que se despacha toda interferencia. Al final quedó certificada esta paradoja visionaria: “Soy un catalán de Palma”. Yo un austrohúngaro de La Soledad, para servirles a ustedes y al emperador Francisco José.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Extraordinario análisis el suyo... ¡Qué tremenda ironía! La idiotez mantiene su esencia, aunque se disfrace de cultura y se rodee de libros. ¿Habremos tocado fondo?

Enhorabuena.

Johannes A. von Horrach dijo...

Gracias, anónimo.

¿Tocar fondo? Siempre se puede ir más abajo, me temo

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