lunes, 11 de abril de 2016

DIMENSIÓN KAFKIANA


 (disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

Toda vida tiene algo, mucho o poco, de pesadillesco. A veces esa bruma procede del exterior, de azarosas y bizarras conexiones en el espacio-tiempo, y en otras ocasiones brota directamente de alguna tara interna. Estas semanas, el muro de Facebook de mi amigo Nadal Suau ha reanimado dos episodios un tanto kafkianos de mi triste biografía que van en estas dos líneas alucinatorias.
A cuenta de una cita de Cynthia Ozick sobre la locura que al parecer le sobrevino al emperador Tito por un tábano que anidó en su oreja, Suau me hizo recordar mi historia con un insecto. Tendría unos 4 años, época en la que una profesora del San Vicente de Paúl en La Soledad me robó traicioneramente una banderita fungolera que mi padre me había montado con un listón y un pañuelo de tela. Por entonces, jugando en el jardín del colegio un bichejo peleón me saltó a la cara, y yo pensé que se había metido dentro del párpado izquierdo. Durante años viví aterrorizado con la idea de que el insecto se había quedado a dormir ahí dentro, y cuando se movía me provocaba picores en el ojo. Sin metamorfosis pero con simbiosis, casi más Cronenberg que Kafka.
Luego me entero de que Suau y yo coincidimos, allá por 1998 cuando cursaba segundo de Filosofía y por primera vez necesité gafas, en la proyección de El proceso de Orson Welles en el centro cultural de Sa Nostra. Él estaba arriba, en buena compañía; yo abajo, solo, crispado. Era mi fase Travis Bickle. El pase llevó tan al extremo lo kafkiano que este pathos acabó inundando la sala a lo grande.
Recuerdo, nada más entrar, a dos monjas con unos fastuosos hábitos, sentadas en la última fila de la sala. ¿Se habrían confundido de evento o les ponía Welles? También a un ciego, que se enteraba de la película (se estaba pasando subtitulada) por lo que le susurraba al oído Eugeni, un condiscípulo mío que era de... ¡Es Castell!, más Kafka.
O que un corte brusco del proyector a pocos minutos del desenlace dejó un final falso que la mayoría asumió estoicamente, dejándonos solos a unos pocos para disfrutar la prórroga al repararse la avería. O un fotógrafo de la prensa local llegar tarde y fotografiar la pantalla en pleno metraje, deslumbrándonos con el chisporroteo visual del flash en la pantalla. A la salida del delirio uno buscaba referencias fiables, cierta serenidad, pero un reloj de calle señalaba un horario (las 51:48) propio de un meridiano alienígena.

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