Por
lo visto, últimamente ser pensador francés es una tarea de alto
riesgo, si tenemos en cuenta que hace una semana nos dejó René
Girard y la noche del pasado lunes André Glucksmann. Por la cuenta
que les trae, Bernard-Henri Lévy, Alain Finkielkraut y Pascal
Bruckner deberían hacerse un chequeo médico urgente esta misma
semana.
André
Glucksmann formó parte de una generación de pensadores franceses,
muchos de origen judío (como los tres citados anteriormente),
llamados Los Nuevos Filósofos, que pasaron en los años 70 del
comunismo a posturas muy severas con la extrema izquierda. Siguieron
la estela crítica de Solzhenitsyn con el mundo concentracionario de
la URSS y sus satélites al otro lado del Telón de Acero, como
también la línea lúcida de Orwell, Camus o Koestler, y eso alteró
drásticamente sus posturas políticas. Finalmente acabó defendiendo
la invasión de Irak, estrechó relaciones con el poder (muy cercano
a Sarkozy) y fue muy crítico con Putin y el extremismo islamista.
Fruto de una personalidad mediática que cultivaba la polémica como
ejercicio intelectual, no dejó un charco sin pisar. No ha sido el
caso de filósofo ermitaño que se dedica a cuestiones muy
específicas de la metafísica aristotélica, por ejemplo, sino que
se sumergió gozosamente en la vorágine de la realidad. De ahí uno
de sus libros más conocidos, La fuerza del vértigo (1983),
donde mostraba sus preocupaciones, nacidas ya en los años 60, por el
peligro atómico. Consecuencia de su espíritu epatante son el título
resultón de varios de sus capítulos: El evangelio del misil
o Carta a los obispos americanos para iniciarlos en la segunda
muerte.
Nacido
el 19 de junio de 1937 en Boulogne Billancourt, muy
cerca de París, de familia
judía
procedente de
Austria,
trabajaba con
Raymond Aron cuando se produjeron las revueltas estudiantiles de
1968, en las que participó activamente en
clave maoísta. Tras la caída de la venda marxista, dedicó
varios libros, La cocinera y el devorador de hombres
(1975) y Los maestros pensadores (1977),
a analizar y desmantelar las raíces intelectuales del gulag, según
él representadas por Platón y Hegel. Aunque en ocasiones
sacrificaba cierto rigor académico en pro de la voluntad de impactar
al lector, hay que reconocer que fueron obras muy necesarias para que
toda una generación europea confrontara la realidad concreta de los
ideales que había defendido hasta ese momento. Como señala Camille
Paglia, “los caminos que salen de Rousseau conducen a
Sade”, y es que desde una supuesta voluntad de emancipación lo
que se acabó conquistando en la URSS, China, Europa del Este, Cuba y
un largo etcétera fue una servidumbre blindada que de alguna manera
hoy, a veces pretendidamente bajo otras formas, sigue “cultivando
su ceguera”.
Su
línea de pensamiento desde los años 70 fue una crítica severa a
todos los totalitarismos. Primero, como hemos dicho, enfocó su
análisis al mundo comunista, todavía muy vivo por entonces, y en
años más recientes, tras la caída del Muro de Berlín y sobre todo
después de los atentados del 11-S en Nueva York y Washington, al
islamismo terrorista. También fue muy crítico con dirigentes
autoritarios de nuestro entorno, como Vladimir Putin, habitualmente
bien tratado en el Elíseo. Glucksmann ha sido uno de los
intelectuales que con más valentía ha criticado al Kremlin, pues
fue de los pocos que se dedicó a desentrañar y dar a conocer el
conflicto de Chechenia. Mientras que la mayoría de intelectuales
occidentales sólo fiscalizaban las políticas de Israel y EEUU, el
francés subrayaba la jerarquía moral de unos bombardeos salvajes
que no permitían ostentar ningún pedigrí en los cenáculos
biempensantes de Europa. Recordemos que Grozni fue arrasada por los
aviones de Putin en el año 2000, ante un olímpico silencio europeo,
movimientos sociales incluidos, que estaban más ocupados
manifestándose contra Israel en plena segunda Intifada, aunque el
índice destructivo fuese infinitamente menor que el de Chechenia.
Al
islamismo dedicó una de sus obras más célebres, Dostoievski en
Manhattan (2002), donde consideraba que los crímenes de los
yihadistas eran un ejemplo claro de nihilismo, algo en lo que no todo
el mundo estuvo de acuerdo. Como señala Scott Atran, la
característica de los terroristas islámicos es que están
tremendamente concienzados, tienen un credo que defienden hasta el
final. Otra cosa es que su estrategia del terror sea muy destructiva,
y en esa idea de que la “la violencia solidariza”,
de la unión que genera su ejercicio, coincidía plenamente con René
Girard. Sí podrían llamarse nihilistas, en la línea de Glucksmann,
esa intelectualidad occidental que reniega de sus mejores principios
en aras de un relativismo mal entendido que siempre beneficia las
iniciativas más letales.
También
dedicó un interesante libro a consideraciones relacionadas con la
religión y el ateísmo, como La tercera muerte de Dios
(2000), donde se plantea la cuestión consoladora de la creencia.
Reconociendo que prácticamente sólo Europa ha dejado algo atrás el
vínculo con Dios, en favor de la democracia laica, en el resto del
mundo la religión sigue todavía muy presente, incluso más que
nunca, con despertares que nos han llevado “de la fe al furor”.
A
diferencia de Girard, más vinculado a EEUU que a Francia, la muerte
de Gluscksmann ha sido lamentada
por el poder político francés, con
quien tuvo más tratos que el de Aviñón.
Desde Hollande a Manuel Valls, se ha señalado su
valía con
las habituales palabras hinchadas que nuestra política exhibe sin
rubor.
Glucksmann
falleció la noche del lunes en París a los 78 años.
1 comentario:
Quien desmonte las falacias progres merece mi respeto. Glucksmann es uno de ellos. Descanse en paz.
Publicar un comentario