(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
A izquierda o derecha, en
Madrid y Barcelona, entre hombres y mujeres, una pasión casi unánime
nos une: la creencia en las virtudes taumatúrgicas del Gran Inicio
de año nuevo. O reinicio, regreso al origen. Rememorando los
esquemas cíclicos de las religiones e ideologías, que prometen un
reinicio de perfección donde antes sólo habría impurezas y
banalidad, el 1 de enero ponemos en marcha la dinamo de las ilusiones
y promesas que supuestamente articularán los próximos meses, aunque
a veces su estela no exceda de los siguientes días, horas e incluso
minutos. Todo cabe en ese saco sin fondo, recalcando lo que de
movilizador tienen los ensueños, cualquiera de ellos.
No creo que sea ponerse
demasiado solemne si digo que confiamos con que una combinación
azarosa del calendario va a hacer por nosotros aquello que no somos
capaces de articular por nuestra cuenta en cualquier momento. No
extrañe que luego, en otro orden, pensemos que la virtudes del
régimen democrático nos van a llegar regaladas desde fuera, sin que
tengamos que poner de nuestra parte. Por ejemplo, la mayoría
queremos un Estado del Bienestar fuerte, pero luego resulta que
nuestra economía sumergida está entre el 18'6 y el 24'6 % del PIB.
Sucede algo similar con los
sorteos de loterías, que en España levantan un entusiasmo que no se
da en todos lugares. Julio Camba escribió ya en los años 30 sobre
este hecho, teorizando sobre lo que revelaba del ethos
español, en el
sentido de que escoge buscar la riqueza por el atajo del súbito
azar, en lugar de otros métodos más laboriosos y, llamémoslo así,
protestantes. Camba “atribuyó
la pasión española por la lotería a la deformación de una cultura
católica, habituada a encomendarse a la providencia antes que al
trabajo. Se compra un boleto como se prende un cirio”
(David Gistau). Han pasado 80 años desde entonces, pero valdrían
igualmente para el momento presente, con crisis o sin ella. La
condición de homo
ludens la tenemos
grabada en nuestra genética cultural, y el deseo de enriquecerse de
un plumazo, sin haber hecho más que comprar un boleto, es su máxima
expresión. Nublados por las promesas de la suerte, no calculamos la
fortuna que nos hemos ido dejando durante nuestra vida de jugadores
baldíos. Mejor no lo hagan.
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