(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Phil
Hughes (1988-2014) debutó joven con la selección australiana de
cricket, en 2009, sustituyendo al mítico Matthew Hayden, y pronto se
consolidó como un gran bateador de apertura. Tenía un estilo
sosegado y fino, ideal para el test cricket. El último año había
bajado prestaciones, perdiendo la titularidad, pero permanecía
dispuesto para regresar en cualquier momento. Todavía era joven,
ayer habría cumplido 26 años. El pasado martes, en un partido de
liga nacional entre South Australia y New South Wales, un lanzamiento
de su amigo Sean Abbott impactó en su cabeza. Fue una casualidad
terrible, porque el cricket es un juego muy seguro: Hughes intentó
batear esa bola demasiado alta, no lo consiguió y, por la inercia
del movimiento, puso al descubierto la única parte de su cabeza que
el casco no puede proteger. Tras unos segundos de conmoción, se
derrumbó para ya no despertar. El golpe le había fracturado el
cráneo, provocándole una hemorragia cerebral. Estuvo dos días en
coma inducido, falleciendo el jueves en Sydney. Era un muy buen
jugador y, con el tiempo que todavía le quedaba por delante,
probablemente se habría convertido en un grande del cricket
australiano.
La
muerte de Hughes me ha recordado las de otros deportistas que cayeron
fulminados en pleno campo de batalla, más impactante que fallecer
fuera de foco (accidentes de tráfico, por ejemplo). Me acuerdo del
sevillista Antonio Puerta o el camerunés Marc-Vivien Foé. También
del húngaro Miklas Feher, que de repente se desplomó falleciendo
casi en el acto mientras jugaba en el Benfica de Camacho. Provoca una
sensación chocante la muerte de un deportista de élite, sobre todo
si es joven y prometedor. A los futbolistas, hoy en día más que
nunca (en España está claro que sobre todo el fútbol es un culto
que supera ideologías o religiones), se les ve casi como a dioses,
seres invulnerables que están por encima del resto. Por eso su
muerte en vivo conmociona casi como si de un Aquiles se tratara.
Parecen criaturas revestidas de una estela de eternidad, y sin
embargo sucumben igual (o más) que los demás a los peligros que nos
circundan. La fragilidad de la vida humana cobra una dimensión más
evidente en estos casos.
6 comentarios:
Yo, como soy más viejo, recuerdo que me impresionó la muerte del piloto François Cevert, del que todas las mujeres estaban enamoradas. Saludos.
Lord Navarth, mi recuerdo primigenio de muerte de deportista lo cuento en esta entrada antigua, en la que recopilé los casos de futbolistas muertos en los últimos 25 años:
http://horrach.blogspot.com.es/2014/12/dioses-humanos.html
Pues como no corrija el enlace, aquí volveremos los lectores una vez y otra, y otra...
Ya siento
Pues yo soy muuucho mayor que ustedes. No sé si considerarán el trapecio como un deporte, pero lo que a mí me impactó muchísimo, porque me gustaba intentar emularla, fue cuando Pinito del Oro se cayó del trapecio y se rompió ( aunque matarse, no se mató... )
http://horrach.blogspot.com.es/2007/08/la-muerte-y-el-ftbol.html
Muchas gracias por el enlace Don Johannes.
Me ha llamado mucho la atención la proporción tan alta de suicidios entre esas muertes. ( Alguno de los accidentes de coche tienen también pinta de suicidio.)
Parece como si esos deportistas famosérrimos , se hubiesen considerasen invulnerables, como dioses, y al ser castigados por la vida , no hubieran aceptado ser simples humanos...
Claro que lo de la muerte de un hijo pequeño es una razón tremendamente fuerte para cualquiera. Porque, respecto de los hijos, sobre todo cuando son pequeños y nos desordenan y complican la vida, siempre nos sentimos culpables de todo lo malo que les ocurra.
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