(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Si lo peor del cambio de año es el estruendo tribal de cohetes y parafernalia más bélica que festiva, la parte positiva es la calma milagrosa que llega desde las calles tras el amanecer. Parece como si el melancólico noviembre aterrizara en plena Navidad, aunque sólo sea por unas horas que al menos redimen el estruendo unánime que las precedió. No me gusta la Nochevieja; para mí, desde siempre, es la peor noche de cada año, así que mis inicios del nuevo dígito no son precisamente amables, sino que alcanzan la experiencia traumática del nacimiento al no tener dinero como para vivir solo en un chalet apartado.
Tampoco he entendido nunca las promesas del nuevo año. Ni siquiera como ritual que busca la comunión con los demás. Si el cambio de año parece necesitar de la promesa de una transformación radical, que no suele producirse, ¿no sería mejor vivirlo como un simple cambio de día que no supone nada nuevo? Total, si al final todos los años son iguales, la misma (y no asumida) abúlica historia: beber, tropezarse con humanos y esperar la muerte. Y dormir un poco, uno de los mejores inventos de la civilización, porque cuando uno duerme no hace daño a nadie. Buscar el calor humano durante la Nochevieja es como esos que para darle sentido a su existencia se entregan al culto de los deportes de riesgo, ese cortejo zalamero a la muerte que huele la redentora descarga de endorfinas. Por algo soy diezmesino, a mí sólo me redimen el sofá y la manta.
Del 2013, cuando tenga un rato para pensar en estas menudencias, recordaré básicamente que publiqué mi primer y seguramente último libro (Disecciones, Sloper), que nació mi ahijado Marc, que comencé a escribir en EL MUNDO y que padecí tres auras visuales. No sé si eso justifica una existencia, pero es algo. También que fue el primer año en el que no vi a mi tío, el pintor Tomás Horrach Bibiloni, fallecido horas antes de acabar el anterior. Estas cosas son curiosas, algo freudianas, pero tuvo que llegar la muerte (inesperada) de mi tío para que yo me decidiera a ponerme a dibujar y pintar en este 2013, bajo la tutela de su mejor discípulo, Francesc Grimalt. Parece como si la presencia del modelo te bloqueara hasta el punto de que la creatividad (en mi caso, muy discutible) fluyera sólo cuando éste desaparece del escenario. La huella que deja esa ausencia a veces parece más activadora que tantas horas de cercanía, tal vez porque sólo desde la ausencia esa cercanía cobra su influjo más hondo.
Tampoco he entendido nunca las promesas del nuevo año. Ni siquiera como ritual que busca la comunión con los demás. Si el cambio de año parece necesitar de la promesa de una transformación radical, que no suele producirse, ¿no sería mejor vivirlo como un simple cambio de día que no supone nada nuevo? Total, si al final todos los años son iguales, la misma (y no asumida) abúlica historia: beber, tropezarse con humanos y esperar la muerte. Y dormir un poco, uno de los mejores inventos de la civilización, porque cuando uno duerme no hace daño a nadie. Buscar el calor humano durante la Nochevieja es como esos que para darle sentido a su existencia se entregan al culto de los deportes de riesgo, ese cortejo zalamero a la muerte que huele la redentora descarga de endorfinas. Por algo soy diezmesino, a mí sólo me redimen el sofá y la manta.
Del 2013, cuando tenga un rato para pensar en estas menudencias, recordaré básicamente que publiqué mi primer y seguramente último libro (Disecciones, Sloper), que nació mi ahijado Marc, que comencé a escribir en EL MUNDO y que padecí tres auras visuales. No sé si eso justifica una existencia, pero es algo. También que fue el primer año en el que no vi a mi tío, el pintor Tomás Horrach Bibiloni, fallecido horas antes de acabar el anterior. Estas cosas son curiosas, algo freudianas, pero tuvo que llegar la muerte (inesperada) de mi tío para que yo me decidiera a ponerme a dibujar y pintar en este 2013, bajo la tutela de su mejor discípulo, Francesc Grimalt. Parece como si la presencia del modelo te bloqueara hasta el punto de que la creatividad (en mi caso, muy discutible) fluyera sólo cuando éste desaparece del escenario. La huella que deja esa ausencia a veces parece más activadora que tantas horas de cercanía, tal vez porque sólo desde la ausencia esa cercanía cobra su influjo más hondo.
2 comentarios:
¡Cuánta verdad! que agradable es la mañana de año nuevo con sus calles vacías... Este año la he disfrutado más que otros y eso que no me acordé de ponerme el concierto que es todo un clásico de mis mañanas "añonuevas".
En fin. Que ¡feliz año compañero!
Feliz año, Pens, y gracias por el comentario. Parece que somos unos cuantos los entusiastas del silencio post-Nochevieja. un abrazo
Publicar un comentario