(artículo publicado hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Llevamos
ya más de un mes en prolongada combustión y, a diferencia de años
pasados, todavía no he hablado del calor. Disculpen, pero estaba
intentando suicidarme, única vía de escape a esta opresión más
devastadora que Atila y sus hunos. Alguno me dirá que el aire
acondicionado es una opción de huida interesante, pero no, al menos
en mi caso: se ve que mis conductos respiratorios andan delicadillos
por el estrés de mi olvidable experiencia política, porque es
entrar en contacto con la ventilación fría artificial y se dispara
una infinita y variada percusión de toses que no le deseo ni a Josu
Ternera. Por no hablar de la codeína, supuesto remedio que ha
resultado ser mi kryptonita, pues me endosó todos sus efectos
secundarios sin ayudarme lo más mínimo.
Por
tanto, no me ha quedado otra que entregarme a la cautividad
patibularia de este estallido continuo, de esta brasa inmisericorde.
¡Si incluso los yonkis confesos del verano ya están con la reserva,
por Dios! Este calor es una ataque directo a la dignidad de la
persona: no te deja dormir, te desconcentra, vas chorreando a todas
horas, cualquier tentativa física se convierte en una loca escalada
al Annapurna. El verano es un secuestro febril que te empequeñece y
entrena para la demencia.
¿Por
qué si no el infierno se ha representado siempre como una gigantesca
falla valenciana? Un petardeo constante de tiranía y ultraje. Nunca
que yo sepa lo han encarnado como un territorio helado, porque del
frío uno se puede proteger manteniendo en mejor estado sus
facultades.
Sin
ninguna duda, cuando el señor Kurtz, convertido por Coppola en
coronel en Apocalypse Now, pronunció el célebre “el
horror”, no se estaba refiriendo a ninguna cuestión metafísica
sino al puto calor africano (estaba en el Congo belga) que lo estaba
machacando a conciencia, sometiéndolo a una meticulosa e inacabable
sesión de fist fucking.
Miquel
Barceló gusta de visitar esas tierras, sobre todo Mali, y en sus
diarios cuenta la hostia descomunal que para un europeo supone el
fuego africano: tu vida se reduce a una sucesión de diarreas
incontenibles, seguidas de radiantes deshidrataciones. Por no hablar
de serpientes o escorpiones merodeando el futuro cadáver. Vamos, el
paraíso del suicida.
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