Uno
de los tópicos más recurrentes de nuestro tiempo acostumbra a
sentenciar que “todo pasado siempre fue
mejor”. No suele nacer de un cierto
espíritu crítico sobre la situación presente, sino que tiene más
de aquel sentir que se entrega a una nostalgia exagerada, llegando al
caso incluso de divinizar aquello que no se ha vivido. ¿En qué
sentido el pasado siempre fue mejor? Probablemente en ninguno, ni
siquiera en estupidez. Cuando decimos cosas de este estilo lo que
hacemos es seleccionar de otras épocas aquellos concretos elementos
que nos interesan, los aislamos de su contexto y nos inventamos a su
alrededor un mundo a la medida de nuestros deseos y limitaciones.
Pero esa visión del pasado no es más que el reflejo del ideal: todo
está en potencia, nada se ha desarrollado. Realmente es una
experiencia adolescente, porque no se consideran los costes que
implica toda decisión, el desencanto ineludible de cada momento
vital y que algo siempre queda por el camino.
Sin
embargo, pocas cosas son mejores que las de hoy: la tecnología, el
alcance de la cultura, las posibilidades de viajar a cualquier rincón
del planeta, la eficiencia sanitaria, la riqueza de la gastronomía,
etc. Hace un tiempo se lo pregunté al enólogo Mauricio
Wiesenthal, en un curso sobre el vino: nunca
en el pasado pudieron disfrutarse caldos tan fascinantes y complejos
como los que se pueden hacer hoy en día. Lo mismo podríamos decir
de whiskies, coñacs, oportos o habanos. Por no hablar de las
posibilidades que nos aporta internet. Nunca tanta gente vivió mejor
que ahora, incluso si tenemos en cuenta la Crisis. Y no hay
complacencia en ello sino constatación comparativa, porque eso no
implica que se pierda el sentido crítico con el presente, pero sin
caer en la simplona angelización de lo pretérito, fruto de una
especie de pensamiento mágico que idealiza resentidamente aquello
que escapa al ahora.
La
mirada reverencial hacia el pasado también está en la base de toda
forma de nacionalismo, que por algo nunca ha sido un movimiento
modernizador. El nacionalismo sacraliza el origen, el suyo propio que
puso en marcha (en la realidad o en la ficción) el proyecto en el
que se halla inmerso. Su versión de lo originario es un momento de
pureza absoluta que trata de abrirse paso entre la despreciable
competencia de los otros; una forma de resolver la complejidad del
mundo reduciéndolo a unos pocos principios inatacables. Así, se
vive en el pasado para adecuar el futuro a su influjo jibarizador.
Porque la idealización del pasado, cuando no es fruto de la
tontería, lleva dentro de sí el huevo de la serpiente.
2 comentarios:
No sé si llamar (solo) enólogo a Wiesenthal esconde algún ánimo avieso. Por lo demás es algo que me ha ocupado más de una conversación con Tsevarabtan, lo del aforismo comentado.
Ni mucho menos, Phil, hay "ánimo avieso". Pero es que si tengo que poner todas las cosas que ha hecho o ha sido don Mauricio... se me iría medio artículo, y tengo un tope, claro.
un abrazo
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