(artículo publicado en la revista La Bolsa de Pipas, nº 88, enero-marzo 2013)
Tras mucho tiempo de no existir
como género literario (el diario personal cuyo fin era la
publicación editorial es un fenómenos reciente), y después de ser
considerado una categoría menor escasamente practicada, sobre todo
en España, los diarios se han convertido en un elemento
indispensable de las letras actuales, siendo muy frecuentado por
escritores y valorado por crítica y lectores. Pero lo más
paradójico de la escritura diarística moderna es su origen, que no
tiene mucho que ver con las circunstancias vitales de los diaristas,
habitualmente sedentarias. Y es que la génesis histórica de este
género se produce con los viejos diarios de navegación o con los
diarios de las expediciones geográficas, como señalara el gran
Jünger en el prólogo de sus Radiaciones,
probablemente uno de los mejores diarios que se hayan publicado
nunca. Fueron estos exploradores o navegadores los que dieron la
forma (recoger día a día los acontecimientos vividos por quien
escribe) a los diarios modernos.
Dicha paradoja permite algunas
reflexiones: aun siendo la forma básicamente la misma, no sucede lo
mismo con el yo, que ya no es el del intrépido capitán o el
arrojado explorador, ni tampoco el del minucioso geógrafo, es decir,
ya no está determinado por las peripecias inagotables de una
expedición en la que sus miembros se lo juegan todo, sino que ese yo
se ha transfigurado en el del escritor sedentario cuyas peripecias se
han volcado hacia la vida interior. ¿Qué
queda por descubrir en un mundo absolutamente cartografiado,
fotografiado y filmado hasta los rincones más ocultos?
El yo que sustentaba al explorador y al capitán era firme y contaba
con una base monolítica muy arraigada, lo que le permitía lanzarse
a aventuras arriesgadas más allá de lo conocido, siendo lo decisivo
dichas aventuras y no la interrogación del propio yo. Sin embargo,
la ambivalente y quebradiza modernidad ha transmutado esa aparente
seguridad, dejando todo principio en una indeterminación que ha
cambiado el sentido de la búsqueda. Porque, ¿acaso indagan la misma
cosa el aventurero nómada que el escritor sedentario a pesar de
compartir el mismo medio expresivo, la misma 'caja negra de
navegación'? El yo del diarista moderno surge de la quiebra, de la
escisión, del fin de las certezas y principios, de lo baldío del
viaje físico (en un mundo en el que el viaje se ha convertido en
sudorosa norma), y eso determina un tipo distinto de interrogación y
escritura, el cuestionamiento de sí y un fuerte deseo de ser-otro,
junto con la angustia de poder realizar o no esa especie de
suplantación (angustia causada por la imposibilidad de que la
escisión sea totalmente suturada). El yo del diarista, por ser hijo
de la escisión, surge como interrogación de sí mismo y trata de
habitar
su condición desarraigada
de alguna manera, consignando el paso de los días, tratando de
agarrar el tiempo que lo va desmenuzando, demorándose en los
detalles más frágiles. No se busca un éxito memorable o una gesta
histórica, sino resistir con dignidad la anaciclosis de su pequeño
mundo, tratando de encontrar la clave que salve alguna cosa del
naufragio.
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