Como decía Cornelius Castoriadis, el ser humano surge del abismo, del caos, de lo sin fondo, de modo que debe arraigar en una materia que no permite asentamientos permanentes Una necesidad se manifiesta junto con su imposibilidad plena, pero no hay en ello nada de relativismo: hay verdades, aunque éstas se escurran como anguilas en aceite. La absoluta búsqueda de la verdad-arraigo (la verdad como certeza) desvela la profundidad de nuestro desamparo: partimos de la no verdad, y esa angustia es el motor de nuestras fuerzas más oscuras. La incertidumbre que nos caracteriza, y con la que no somos capaces de convivir, se mantiene a nuestro pesar como la señal de lo que permite todo sentido aunque luego cada sentido concreto lo traicione. La espiral no puede cerrarse si no es con violencia.
Todo esto hace que vivamos instalados en un curioso absurdo, aunque no se trata de algo precisamente reciente sino que se encuentra instalado en nuestra estructura mental (ahora, si acaso, dadas las condiciones de nuestra modernidad, este absurdo muestra unas formas más envenedadas). Nuestra disposición para analizar cualquier problema que nos concierne viene lastrada por la no asimilación de la-verdad-que-siempre-se-está-escapando, lo que se traduce en una eterna incapacidad de medir los tiempos en que esos problemas se dan. Las características de nuestra percepción psicológica desdibujan la cercanía o lejanía de algo, su inmediatez o lo contrario, y en consecuencia el modo de atacar su esencia. Cuando la razón trabaja ya nos encontramos fuera de lugar, alejados de lo que verdaderamente se da; lo supuesto opera de forma invisible pero firme, aunque difícilmente se muestre para el sujeto que analiza. Toda forma de análisis se da en su funcionamiento sobre suposiciones acríticas que no se ponen en juego. Aquello que nos concierne se conforma más allá de su tiempo adecuado, de sus cauces esenciales de existencia, aun pretendiendo seguir reglas racionales.
Es de esta manera como se acaba luchando más contra lo muerto que contra lo vigente, contra aquello que ya apenas nos influye objetivamente, para olvidarnos de hechos que nos afectan día a día. En nuestro mundo, entregado al delirio epistemológico, aquello que más se reivindica ya existe de pleno derecho; exigimos que funcione lo que ya está consolidado. La clave es que nuestra perspectiva de temporalidad, nuestra cercanía psíquica a los problemas, se atrofia por una falta de plasticidad a la hora de percibir y asimilar lo que se da; esta incapacidad conlleva una retrospectividad que se dibuja como cercanía, una alteración del sentido propio del manifestarse de las cosas. Su peso intrínseco se define no por sí mismo sino por otras necesidades más subjetivas. Ejemplos: los colectivos homosexuales que dicen hoy, a viva voz, que los derechos de los gays están peor considerados que nunca (en Occidente); o las asociaciones feministas que dictaminan que nunca como en nuestro tiempo se ha tratado peor a las mujeres (también en Occidente); también partidos nacionalistas de comunidades autónomas económicamente privilegiadas, que pontifican sobre el maltrato que supuestamente se les está infligiendo desde el poder central. Más ejemplos: aquellos que todavía alertan sobre la amenaza del franquismo, 35 años después de la muerte del dictador, mientras relativizan los males del terrorismo de ETA. Que somos seres racionales no quiere decir que en demasiadas ocasiones la racionalidad no se ponga en marcha después de fundamentarse una base identitaria que se define como núcleo intocable, teniendo. Es la lógica del homo sapiens demens, añadiendo que ese núcleo, el cual sería aquello cuyo fin tiene que ver con la clausura de sí mismo y su quedarse fuera de interrogación alguna, sólo puede encerrarse en su propio dogma cuando su verdad ha sido asimilada por el discurso de la mayoría, y eso únicamente sucede cuando la susodicha verdad ya ha sido superada y desplazada por los hechos más inmediatos.
Jünger señalaba en sus Radiaciones que los discursos (nihilistas) son las excusas bajo las que se protegen fuerzas destructivas, cuya finalidad no tiene (necesariamente) que ver con el contenido del discurso. En este sentido, todo discurso con vocación de dominio (es decir, con voluntad de clausura, de fijación de una verdad absoluta y dogmática) tiene una especial facilidad para adaptarse al sentir de un lugar y de una época, asentándose sobre las certezas que niegan la dinámica intrínseca al pensamiento. Sobre la reivindicación de lo que ya está instalado, en este caso de la igualdad, Alexis de Tocqueville también tenía algo que decir hace casi doscientos años:
"Los hombres nunca establecerán una igualdad con la que todos estén contentos (...). Cuando la desigualdad en la condición es ley común de la sociedad, las desigualdades más evidentes no saltan a la vista; cuando todo está casi al mismo nivel, las más ligeras se notan tanto que causan dolor. De ahí que el ansia de igualdad sea mayor cuanta más igualdad hay".
Todo esto hace que vivamos instalados en un curioso absurdo, aunque no se trata de algo precisamente reciente sino que se encuentra instalado en nuestra estructura mental (ahora, si acaso, dadas las condiciones de nuestra modernidad, este absurdo muestra unas formas más envenedadas). Nuestra disposición para analizar cualquier problema que nos concierne viene lastrada por la no asimilación de la-verdad-que-siempre-se-está-escapando, lo que se traduce en una eterna incapacidad de medir los tiempos en que esos problemas se dan. Las características de nuestra percepción psicológica desdibujan la cercanía o lejanía de algo, su inmediatez o lo contrario, y en consecuencia el modo de atacar su esencia. Cuando la razón trabaja ya nos encontramos fuera de lugar, alejados de lo que verdaderamente se da; lo supuesto opera de forma invisible pero firme, aunque difícilmente se muestre para el sujeto que analiza. Toda forma de análisis se da en su funcionamiento sobre suposiciones acríticas que no se ponen en juego. Aquello que nos concierne se conforma más allá de su tiempo adecuado, de sus cauces esenciales de existencia, aun pretendiendo seguir reglas racionales.
Es de esta manera como se acaba luchando más contra lo muerto que contra lo vigente, contra aquello que ya apenas nos influye objetivamente, para olvidarnos de hechos que nos afectan día a día. En nuestro mundo, entregado al delirio epistemológico, aquello que más se reivindica ya existe de pleno derecho; exigimos que funcione lo que ya está consolidado. La clave es que nuestra perspectiva de temporalidad, nuestra cercanía psíquica a los problemas, se atrofia por una falta de plasticidad a la hora de percibir y asimilar lo que se da; esta incapacidad conlleva una retrospectividad que se dibuja como cercanía, una alteración del sentido propio del manifestarse de las cosas. Su peso intrínseco se define no por sí mismo sino por otras necesidades más subjetivas. Ejemplos: los colectivos homosexuales que dicen hoy, a viva voz, que los derechos de los gays están peor considerados que nunca (en Occidente); o las asociaciones feministas que dictaminan que nunca como en nuestro tiempo se ha tratado peor a las mujeres (también en Occidente); también partidos nacionalistas de comunidades autónomas económicamente privilegiadas, que pontifican sobre el maltrato que supuestamente se les está infligiendo desde el poder central. Más ejemplos: aquellos que todavía alertan sobre la amenaza del franquismo, 35 años después de la muerte del dictador, mientras relativizan los males del terrorismo de ETA. Que somos seres racionales no quiere decir que en demasiadas ocasiones la racionalidad no se ponga en marcha después de fundamentarse una base identitaria que se define como núcleo intocable, teniendo. Es la lógica del homo sapiens demens, añadiendo que ese núcleo, el cual sería aquello cuyo fin tiene que ver con la clausura de sí mismo y su quedarse fuera de interrogación alguna, sólo puede encerrarse en su propio dogma cuando su verdad ha sido asimilada por el discurso de la mayoría, y eso únicamente sucede cuando la susodicha verdad ya ha sido superada y desplazada por los hechos más inmediatos.
Jünger señalaba en sus Radiaciones que los discursos (nihilistas) son las excusas bajo las que se protegen fuerzas destructivas, cuya finalidad no tiene (necesariamente) que ver con el contenido del discurso. En este sentido, todo discurso con vocación de dominio (es decir, con voluntad de clausura, de fijación de una verdad absoluta y dogmática) tiene una especial facilidad para adaptarse al sentir de un lugar y de una época, asentándose sobre las certezas que niegan la dinámica intrínseca al pensamiento. Sobre la reivindicación de lo que ya está instalado, en este caso de la igualdad, Alexis de Tocqueville también tenía algo que decir hace casi doscientos años:
"Los hombres nunca establecerán una igualdad con la que todos estén contentos (...). Cuando la desigualdad en la condición es ley común de la sociedad, las desigualdades más evidentes no saltan a la vista; cuando todo está casi al mismo nivel, las más ligeras se notan tanto que causan dolor. De ahí que el ansia de igualdad sea mayor cuanta más igualdad hay".
(texto publicado en el NICKJOURNAL)
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