En estos dos videos (en inglés) podemos ver de nuevo a René Girard, en diálogo con Pierpaolo Antonello, hablando sobre el Decálogo, tema recurrente en su obra. Del Decálogo suele destacar Girard (por ejemplo, en su libro Veo a Satán caer como el relámpago) su décimo y último mandamiento, que destaca por su longitud y sobre todo por su objeto, pues en lugar de prohibir una acción, lo que hace es sancionar un deseo, lo que lo convierte en uno de los más reveladores antecedentes de la teoría mimética girardiana, y que también prepara y anuncia la revolución de los Evangelios:
No codiciarás la casa de tu prójimo; no codiciarás su mujer, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni nada de lo que a tu prójimo pertenece.
(Éxodo 20, 17)
(Éxodo 20, 17)
El análisis girardiano de este texto fundamental para la cultura occidental estriba en señalar la importancia de que el desear mimético puesto en cuestión no es algo extraño e insólito, es decir, aquello que sólo pudiera desencadenarse en situaciones excepcionales. Al contrario, este deseo, en su esencia mimética, mantiene un sentido cercano y habitual, común y universal a todos los hombres. Se trataría del más importante precisamente por ser aquel que nos implica más directamente y que muy fácilmente se pone en funcionamiento, a la vez que es el que prepara el terreno para los enfrentamientos sociales de superior grado de letalidad. En cierta forma consciente del camino sacrificial-expiatorio que siguen las dinámicas del deseo mimético (y también de su esencial no autonomía, de su génesis externa), el décimo mandamiento advierte sobre el sentido inherentemente conflictivo que anida en toda dinámica de admiración-oposición con el otro. Y no porque lo decisivo resida en cada objeto deseado en cuestión (en este sentido la lista enumerada en el mandamiento no es esencial, pues puede ampliarse a gusto de cada cual), sino en el prójimo mismo, porque más importante que el objeto es el modelo que los atesora (la teoría de Girard, en este punto concreto, se llama 'triángulo del deseo', formado por la tríada sujeto-objeto-modelo).
En sí mismo, el décimo mandamiento aglutinaría cuatro previos, aquellos que sancionan las grandes violencias: las prohibiciones de asesinato, adulterio, robo y también de falso testimonio. Este final del Decálogo funcionaría a modo de recapitulación, apuntando, según Girard, a la causa principal que se encontraría en la base de los otros cuatro mandamientos, a la regla que señalaría las posibilidades conflictivas.
Luego está también la ambivalencia de todo este mecanismo de rivalidad con el prójimo, porque todo enfrentamiento directo con el otro se asienta, en un primer momento, en un deseo de emulación (deseo del cual el sujeto no es totalmente consciente, pues convenientemente desvía hacia los objetos en posesión del modelo la percepción de su deseo-de-ser-otro). Es este deseo de ser-como-el-otro el que da aire a toda la dinámica deseante. La idea es que el deseo nace siempre del otro (o de la idea de autonomía con que enmascaramos al otro), no de uno mismo, pues todo individuo mantiene en su interior una grieta, una escisión (que nunca se cerrará completamente), cuya solución busca (inútilmente) fuera de sí mismo.
En sí mismo, el décimo mandamiento aglutinaría cuatro previos, aquellos que sancionan las grandes violencias: las prohibiciones de asesinato, adulterio, robo y también de falso testimonio. Este final del Decálogo funcionaría a modo de recapitulación, apuntando, según Girard, a la causa principal que se encontraría en la base de los otros cuatro mandamientos, a la regla que señalaría las posibilidades conflictivas.
Luego está también la ambivalencia de todo este mecanismo de rivalidad con el prójimo, porque todo enfrentamiento directo con el otro se asienta, en un primer momento, en un deseo de emulación (deseo del cual el sujeto no es totalmente consciente, pues convenientemente desvía hacia los objetos en posesión del modelo la percepción de su deseo-de-ser-otro). Es este deseo de ser-como-el-otro el que da aire a toda la dinámica deseante. La idea es que el deseo nace siempre del otro (o de la idea de autonomía con que enmascaramos al otro), no de uno mismo, pues todo individuo mantiene en su interior una grieta, una escisión (que nunca se cerrará completamente), cuya solución busca (inútilmente) fuera de sí mismo.
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