domingo, 9 de agosto de 2009

EMMANUEL CARRÈRE

Pocos podrán negar que el escritor y cineasta Emmanuel Carrère tiene cara de loco. Una cara de 'chapetado' (como diría el gran Rabino Satánico) impresionante. Los ojos de fijeza maníaca, la boca desgarrada, la cara hundida, todo tiende a lo esquinado, a lo retorcido. En otros casos tal vez esta analogía entre el rostro y el alma sea gratuita, pero no sucede así con Carrère. Este hombre no sólo siente predilección por el horror y la locura (aunque no para elevarlas a un altar, sino para profundizar en su misterio interno), sino que él mismo es una muestra de cada una de estas dos cosas. Se evidencia en el tercer libro suyo que he leído, Una novela rusa (Anagrama, 2008), en la que se congregan aquellos temas y situaciones que, desde una perspectiva algo más distanciada, había tratado en sus anteriores Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (biografía del escritor de ciencia ficción Philip K. Dick) y El adversario (historia del asesino J.C. Romand, que vivió una vida inventada durante 18 años. Sobre esta obra/caso fascinante escribí en su momento una disección para Kiliedro). Las tres obras componen una especie de trilogía, por la identidad de temas y también porque la génesis de estas obras se llevó a cabo de forma encadenada (se introdujo en el universo de Romand justo al día siguiente de acabar su libro sobre Dick, mientras que al poco de finiquitar El adversario da comienzo su periplo ruso).

Una novela rusa no es una novela, en el sentido de que su material no es la ficción, pues todo en ella es autobiográfico, pero se sirve del estilo narrativo novelístico. Carrère se prometió, al acabar El adversario tras siete tortuosos años de trabajo, que a partir de ese momento sería más positivo, más abierto a la inmediatez de lo mundano y al calor del prójimo. Quería cambiar, pero no pudo ser (le sucedió exactamente lo mismo entre la biografía de Dick y El adversario), al contrario, pues el material que dio forma a este libro lo envió de nuevo a las profundidades de su interioridad, a practicar lo que Samuel Beckett llamaba "espeleología del ser". La obra se construye a partir de los varios padecimientos que tuvo que soportar durante los dos años siguientes: la enfermiza relación con su amante Sophie; la influencia que sobre su familia tuvo la dostoievskiana figura del abuelo Georges Zurabishvili (sobre todo para su hija, la madre de Carrère, Helène Carrère d'Encausse, secretaria perpetua de la Academia Francesa), que lleva a Carrère a enfrentarse con la parte rusa (y georgiana) de sus raíces; y el caso de un pobre húngaro, András Toma, superviviente de la segunda Guerra Mundial que pasó 50 años en un sanatorio psiquiátrico de Kotelnich, en la Rusia profunda. Hacia esas terribles tierras caucásicas se dirige Carrère, en diversas ocasiones (primero para grabar un documental, luego una película, Retour à Kotelnitch, y finalmente para asistir a un funeral), en busca de algo importante, apremiante, pero que nunca se concreta del todo.

Las andanzas rusas de Carrère, narradas con su habitual pulso fascinador (Carrère es un narrador que engancha), suponen un striptease absoluto del autor, una exhibición de su personalidad que difícilmente suele darse en casos de otros escritores. Es decir, el egocentrismo exhibicionista es algo muy habitual en escritores, sí, pero Carrère incurre en algo menos habitual que consiste en mostrar de forma minuciosa su parte más negativa, sin remilgos ni indulgencias de ningún tipo, buscando, tal vez, algún tipo de purificación a sus padecimientos. Busca la verdad de su abuelo, que él interpreta como su propia verdad, colaboracionista con los nazis que desapareció al final de la guerra, pero esa búsqueda se va bifurcando en diversos caminos que lo desagarran aunque trate de unificarlos en un posible final catártico. Básicamente toma el camino inverso de su madre, que prefirió ignorar el drama de la familia; como escribió Cesare Pavese, "no nos liberamos de una cosa evitándola, sino sólo atravesándola", hasta las heces. Al final no hay catarsis, pero tampoco una hecatombe. La locura y el horror, aunque controlados, siguen presentes, latiendo bajo la fina capa epidérmica de la vida cotidiana.

4 comentarios:

Francisco López Martín dijo...

Su texto me ha parecido muy interesante. No conozco al autor, aunque creo que he visto dos adaptaciones cinematográficas de "El adversario", una francesa y otra española.

Lo de la "espeleología del ser" me ha recordado -por asociación de ideas- el famoso sueño de Jung en el que fue descubriendo habitaciones de su casa -cada cual amueblada con enseres más antiguos que la anterior- y al final bajó a la bodega, con muros de época romana y, al fondo, huesos humanos.

Johannes A. von Horrach dijo...

Ya pensaba que Carrère se iba a quedar sin ningún comentario. Le aseguro que es un autor que vale mucho la pena leer.

Vaya, pues yo no conocía este sueño de Jung. Una pena, porque parece muy evocador. ¿En qué obra puedo encontrarlo?

saludos

Francisco López Martín dijo...

Yo leí ese sueño de Jung en "El hombre y sus símbolos".

Anónimo dijo...

Tu introducción a la obra de Emmanuel Carrère a partir de los rasgos que (dices tu) se dibujan en su rostro, me parece totalmente imprudente. Imprudente a la manera en que se descubre la identidad de un asesino a partir de lo templado que parezca o no su rostro. Parece que has dejado de lado todo el valor artístico y cultural que representan (por lo menos para algunos) obras como: Curso de invierno (que ni siquiera mencionas), El adversario, Fuera de juego (que tampoco mencionas), así como Una novela rusa. No entiendo cuál es la intención que tienes al decir que su predilección por el horror y la locura es una muestra de él mismo. Totalmente imprudente tu crítica. Totalmente inoportuna, vacía e idealista.
Espero que no seas un lector de K. Dick, pues la posición desde la que lees ficción podría ser contraproducente para ti mismo.

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