
Encontrarse sumido en plena campaña electoral, en este caso al Parlamento Europeo, tiene la ventaja de que el páramo de mediocridad por el que se desangra la política española es más evidente que nunca. La reflexión no aparece, substituida como está por una dinámica sectaria cuyo único fin, cuya sola propuesta supuestamente política, consiste en la demonización del adversario. Verdaderas propuestas, debate de fondo, nada de nada. La política queda así reducida a cuatro clichés ideológicos y un espíritu manifiestamente sectario. ¿Fin de ciclo?, como apunta Delgado-Gal.
Sin embargo, esta situación no es realmente anómala, sino que responde a cierta evolución histórica de la política moderna. Como señala Geoffrey Bennington, en las páginas de su libro Jacques Derrida (ed. Cátedra), "en el pensamiento político moderno el deseo del nomos es unirse a la physis". Si el nomos, la ley que instaura y funda la comunidad política, precisa para formarse de la separación de la physis, la dinámica de la política moderna, desde la Revolución Francesa, nos conduce al regreso hacia el origen preterido: la fusión de ley y naturaleza, la idealización de la segunda unida al hundimiento de la primera, la contingencia de las leyes políticas transformadas en necesidad natural. De esta forma, la política moderna busca el fin de sí misma, el punto y final del mismo 'hacer política', del reflexionar de acuerdo a la cosa pública, etc.; se pretende el que ya no haya política, el que todo vuelva a un supuesto momento natural y originario en el que desaparezcan todos los conflictos (y no precisamente por llegar las partes a un consenso, sino por la eliminación, explícita o implícita, del rival y sus principios). La finalidad consiste en encerrarse alrededor de la propia certeza, barrer al adversario y que al final ya no haya nada más que Nosotros; "las grandes doctrinas políticas proyectan el fin de la política como un estado casi natural reencontrado" (Bennington).
En España todos los partidos participan de este esquema de finiquitar por la fuerza una tensión (la intrínseca de la política) que no se puede resolver (en palabras de Derrida, sería 'indecidible'), salvo UPyD. Los nacionalistas, a la vanguardia, nunca han tenido otro programa que esa reducción de lo político al Orden Originario, al Uno, con todo lo que implica de irracionalidad y exclusión de la diferencia, mientras que PSOE y PP han aprendido a manejarse bajo estos principios viscerales (todo sea dicho, el primero con mayor destreza y agresividad que el primero. Basta echarle un vistazo al contenido de sus videos electorales si queremos encontrar algún ejemplo). En UPyD, en cambio, la política está más viva que en ninguna otra parte, pues la ideología (es decir, la sacralización de los propios dogmas) todavía no ha conseguido ahogar el mismo hacer política. Su apuesta por la transversalidad es, en gran parte, una afirmación de la política misma en lo que tiene de escisión de la dualidad nomos-physis, esa dualidad que el resto de partidos, de una o de otra forma, insiste en mantener unida y blindada.
Sin embargo, esta situación no es realmente anómala, sino que responde a cierta evolución histórica de la política moderna. Como señala Geoffrey Bennington, en las páginas de su libro Jacques Derrida (ed. Cátedra), "en el pensamiento político moderno el deseo del nomos es unirse a la physis". Si el nomos, la ley que instaura y funda la comunidad política, precisa para formarse de la separación de la physis, la dinámica de la política moderna, desde la Revolución Francesa, nos conduce al regreso hacia el origen preterido: la fusión de ley y naturaleza, la idealización de la segunda unida al hundimiento de la primera, la contingencia de las leyes políticas transformadas en necesidad natural. De esta forma, la política moderna busca el fin de sí misma, el punto y final del mismo 'hacer política', del reflexionar de acuerdo a la cosa pública, etc.; se pretende el que ya no haya política, el que todo vuelva a un supuesto momento natural y originario en el que desaparezcan todos los conflictos (y no precisamente por llegar las partes a un consenso, sino por la eliminación, explícita o implícita, del rival y sus principios). La finalidad consiste en encerrarse alrededor de la propia certeza, barrer al adversario y que al final ya no haya nada más que Nosotros; "las grandes doctrinas políticas proyectan el fin de la política como un estado casi natural reencontrado" (Bennington).
En España todos los partidos participan de este esquema de finiquitar por la fuerza una tensión (la intrínseca de la política) que no se puede resolver (en palabras de Derrida, sería 'indecidible'), salvo UPyD. Los nacionalistas, a la vanguardia, nunca han tenido otro programa que esa reducción de lo político al Orden Originario, al Uno, con todo lo que implica de irracionalidad y exclusión de la diferencia, mientras que PSOE y PP han aprendido a manejarse bajo estos principios viscerales (todo sea dicho, el primero con mayor destreza y agresividad que el primero. Basta echarle un vistazo al contenido de sus videos electorales si queremos encontrar algún ejemplo). En UPyD, en cambio, la política está más viva que en ninguna otra parte, pues la ideología (es decir, la sacralización de los propios dogmas) todavía no ha conseguido ahogar el mismo hacer política. Su apuesta por la transversalidad es, en gran parte, una afirmación de la política misma en lo que tiene de escisión de la dualidad nomos-physis, esa dualidad que el resto de partidos, de una o de otra forma, insiste en mantener unida y blindada.